“Volar” es una forma de decir, porque las explosiones de septiembre pasado ocurrieron bajo agua. Pero ¿quién lo hizo? ¿Quién está detrás de uno de los mayores atentados a “infraestructura estratégica” ruso-alemana en medio de una guerra? Adivine, estimado lector, entrañable lectora, adivine.
Hay que empezar por el comienzo. El que reveló la historia detrás de las explosiones que destruyeron los gasoductos Nordstream 1 y 2, que unen a Rusia con Alemania, es un periodista llamado Seymour Hersh.
Hersh tiene trayectoria.
Él fue quien expuso, durante la guerra de Vietnam, la atroz masacre de My Lai. Él fue quien hizo público los infinitos intentos de la CIA de asesinar a Fidel Castro. Él mostró al mundo las horrendas torturas cometidas por soldados estadounidenses en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak.
Y eso, sólo para nombrar algunas de las primicias y exclusivas de este reportero que, uno se puede imaginar, no es muy popular en el Pentágono, la Casa Blanca y en cierto complejo de oficinas en Langley, Virginia. O, al revés, es bastante buscado por todo funcionario que, por razonas bajas o nobles, quiere se conozca información secreta de los manejos de Estados Unidos.
Como eso no es muy bien visto en el país del norte, a pesar de los premios y distinciones que ha recibido, Hersh hace rato ya no publica sus reportajes en medios estadounidenses, sino en la revista británica London Review of Books. Y ahora lo hizo, para ir con los tiempos, en la plataforma Substack
¿Cuál es la bomba periodística que tiró Hersh?
Que los gringos fueron los que atacaron el gasoducto Nordstream.
Usted dirá, distinguido lector, querida lectora, que eso ya lo sabía. De hecho, puede decir que lo leyó aquí antes, en Revolución. Cierto. Pero nosotros dedujimos quienes fueron los autores del atentado.
Lo interesante del artículo de Hersh es que proporciona los datos, duros y puros, de la operación.
Lo primero que revela es, acaso, lo más importante. El plan para destruir el gasoducto fue forjado antes del inicio de la “operación militar especial” rusa de febrero de 2022.
Los intentos de Washington para frenar la entrada de operaciones del segundo gasoducto Nordstream, que iba a sellar una alianza económica fundamental entre Rusia y Alemania, ya se habían incrementado durante el gobierno de Trump. Cuando asumió Biden en 2021, su posición inicial fue más cauta, pero pronto adoptó la misma posición.
Pero, claramente, Alemania no iba a abandonar esa fuente de suministro de energía, fundamental para el funcionamiento de su aparato productivo, pues al acceder a gas barato incrementaba la competitividad de sus productos industriales.
Según Hersh, fue en diciembre de 2021, casi tres meses antes de la entrada del primer tanque ruso a Ucrania, que Biden ordenó a su asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan, a formar una comisión secreta para elaborar un plan de cómo detener a Nordstream.
En el primer encuentro, en el que participaron representantes del estado mayor conjunto, de la CIA y de los departamentos de Estado y del Tesoro, se debatió qué era lo que se debía elaborar. ¿Una medida como las ya aplicadas -sanciones económicas y presiones políticas- o algo “irreversible”?
Hersh cita a una fuente con “conocimiento directo” de la reunión: Sullivan les dijo que lo que quería Biden era destruir los gasoductos, los dos, Nordstream 1 y Nordstream 2. Para siempre.
En las siguientes sesiones, empezaron a tirar líneas. Los de la Fuerza Aérea proponían arrojar bombas con espoletas con retardo. Los de la Armada querían usar submarinos. Y los de la CIA, por el momento, sólo tenían un aporte que hacer: la cosa debía ser secreta, ultrasecreta, no atribuible a Washington. Hersh cita a uno de los que estuvieron ahí: “esto no es un juego de niños. Si esto se puede trazar a Estados Unidos, es un acto de guerra.”
Pero mientras tanto, otro grupo, de la CIA, empezó a delinear su propio plan. ¿Por qué no usar buzos especializados en operaciones de profundidad? Ellos podrían adherir cargas explosivas al ducto y desaparecer sin dejar rastro. O menos rastros, al menos, que los submarinos o los aviones, en uno de los mares más vigilados del mundo.
La idea prendió, pero de un modo inesperado.
Porque el propio Biden se fue de boca.
Luego de un encuentro con el canciller federal alemán Olaf Scholz, el presidente estadunidense amenazó: “si hay una invasión rusa, si tanques rusos cruzan la frontera de Ucrania, ya no habrá Nordstream 2. Lo terminaremos”. Desconcertada, una periodista alemana le preguntó: “¿cómo… cómo hará eso… considerando que el proyecto, y el control de proyecto pertenece a Alemania?”, mientras indicaba a un silente y pálido Scholz.
“Nosotros… Le prometo que nosotros lo haremos”, fue la respuesta de Biden, a la que siguió un largo silencio.
Eso fue el 7 de febrero de 2022, tres semanas antes de que los “tanques rusos cruzaran la frontera”.
Hersh vuelve a su fuente, que relata que todos los que estaban en el grupo de planificación quedaron anonadados: “el plan era que las opciones se ejecutaran después de la invasión y que no se dieran a conocer públicamente. Biden no lo entendió o, simplemente, lo ignoró”.
El secreto que la CIA insistía en guardar ya lo conocía todo el mundo.
Pero ese hecho tuvo en efecto paradójico. Al no ser ya, formalmente, una misión encubierta, el gobierno no debía cumplir con el requisito legal de informar al Congreso sobre la operación.
Los encargados de ejecutarla fueron los buzos especializados de la Armada estacionados en una base en Panama City, no Ciudad de Panamá, sino un balneario del estado de Florida. El plan era adherir cargas de explosivo C4 recubiertas de hormigón en torno a la estructura de los gasoductos.
Pero eso era sólo la última etapa. Había que preocuparse de la logística, de las señales, del apoyo, tantas cosas que hay hacer cuando se quiere volar algo.
Hersh relata que en todo eso hubo un país que les ayudó a los gringos de un modo decisivo: Noruega. Primero, porque Estados Unidos posee varias bases aéreas y navales en ese país, a los que Noruega les ha concedido privilegios de extraterritorialidad. En otras palabras, rige la ley estadounidense y no la noruega.
Además, llevan décadas enfrentándose en una guerra fría con la marina soviética, primero, y la rusa, después, en operaciones de vigilancia mutua, sobre y debajo de la superficie del mar.
La marina noruega facilitó sus instalaciones y barcos en la isla de Bornholm, convenientemente cerca del trazado del ducto. Sus especialistas también facilitaron su conocimiento para burlar los sistemas antiminas rusos.
Para encubrir la operación, se declararon unas maniobras navales de la OTAN, bautizadas BALTOPS22, en la misma fecha en que los buzos se aproximarían al gasoducto. Y para redondear, se incorporaron unos ejercicios de “colocación y detección de minas”, algo muy parecido a lo que harían los buzos secretos.
Todo estaba listo, cuando la Casa Blanca de nuevo puso problemas. Las cargas iban a estallar con un temporizador fijado en 48 horas. Sólo dos días después de los ejercicios… iba a ser demasiado evidente, dijeron los asesores presidenciales. ¿No se podrían detonar a través de control remoto?
En realidad, no, pensaron los marinos gringos. En una zona naval tan activa como el Báltico, cualquier señal, incluso de un buque comercial, podía provocar la detonación de la carga.
Pero se las ingeniaron igual, según el relato de Hersh. Lanzarían, por avión, una sonoboya o boya sonar que emitiría una secuencia de sonidos de baja frecuencia que activaría los temporizadores y éstos, a su vez, las bombas.
Y, en efecto, eso fue lo que hizo un avión Boeing P8 de reconocimiento de la marina noruega el día 26 de septiembre de 2022.
Hasta aquí, lo que dice Seymour Hersh, quien, como debe hacerse, le pidió un comentario a la CIA y a la Casa Blanca sobre toda esta historia.
¿Qué respondieron?
“Es completa y absolutamente falsa”.
Ok.