La toma de los edificios gubernamentales por manifestantes bolsonaristas en la capital de Brasil concitó torrentes de las ya consabidas “condenas democráticas”. Pero el acto no fue más que una advertencia; y no proviene de los exaltadas verdeamarillos en las calles, sino del interior del propio régimen.
La prensa internacional no pudo evitar la comparación. “Esto es como la toma del Capitolio”, comentaban los observadores, en referencia a los incidentes en enero de 2021 en Washington.
Y, en efecto, hay similitudes. Pero hay una diferencia que fue pasado por alto.
En esa ocasión, Donald Trump aún era el jefe de Estado, cuando sus adherentes interrumpieron la sesión de certificación de los resultados electorales que proclamaban a su sucesor, Joseph Biden.
En Brasil, el derrotado mandatario está en Estados Unidos donde se pasea en shorts por las vías de un condominio de edificios. El presidente es Luiz Inacio Lula da Silva y no estaba en la capital este domingo, porque había ido a visitar a damnificados por lluvias en el estado de Sao Paulo.
La multitud bolsonarista que se había congregado en Brasilia, había convocado a su manifestación con semanas de anticipación. La policía del Distrito Federal la acompañó hasta los accesos de los imponentes edificios del Congreso, del Tribunal Supremo de Justicia y Planalto, el palacio presidencial.
No opuso resistencia alguna cuando los manifestantes botaron las barreras o, simplemente, pasaron al lado de los piquetes de las fuerzas de seguridad.
Sólo después de varias horas en que los invasores se habían paseado por los inmuebles estatales, destrozando el mobiliario y rompiendo vidrios, la policía los expulsó, sin violencia. Hubo sólo 150 detenidos, según informes de prensa.
El presidente Lula calificó a los atacantes como “vándalos fascistas”, ordenó la intervención del Distrito Federal, cuyo secretario de Seguridad, un bolsonarista, fue destituido, y apuntó directamente a Bolsonaro como el responsable de los hechos.
Esta acción tiene, en efecto, algunas remembranzas fascistas. Combina a fuerzas de choque civiles con el apoyo del aparato de Estado, un mecanismo empleado por Hitler, Göring, las SA y Mussolini y las camisas negras.
La reacción internacional fue inmediata y unánime.
El presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, calificó la toma de las instalaciones federales como “un asalto a la democracia y a la transferencia pacífica del poder en Brasil”.
Menos preocupado de la “democracia” y más de los “tres poderes del Estado”, como ha sido la tónica últimamente, el presidente Boric estimó que la invasión a sus respectivas sedes era “impresentable”, un adjetivo que pudiera usarse también para alguien que acude a un acto oficial sin corbata.
Más definido en su pronunciamiento fue el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien habló de un “reprobable y antidemocrático intento golpista de los conservadores de Brasil azuzados por la cúpula del poder oligárquico, sus voceros y fanáticos”.
Lula, en efecto, podrá contar con el apoyo internacional para enfrentar la ofensiva del bolsonarismo. Pero el problema no radica en los “fanáticos” que ejecutan los llamados a acampar frente a cuarteles militares, que se hacen de armas y explosivos o bloquean carreteras.
El problema que enfrenta está, en efecto, en las “cúpulas oligárquicas” y, en lo inmediato, en sus tentáculos en las fuerzas policiales y el ejército. Esas redes han gobernado Brasil desde el derrocamiento, en un golpe parlamentario impulsado por las fuerzas armadas, en contra de Dilma Roussef en 2016, hasta ahora.
La tendencia, quizás inevitable, del nuevo gobierno podría ser el intento de restablecer las alianzas con algunos de esos sectores que prevalecieron durante los dos primeros mandatos de Lula, pero que ya se rompieron durante el período de su sucesora Roussef.
Pero los acontecimientos de este domingo son, ante todo, una advertencia. En un doble sentido. Las “cúpulas oligárquicas” hacen exhibición de su poder y amenazan. El nuevo gobierno, en tanto, recibe un recordatorio de que cualquier pacto con esos mismos grupos lo pondrá a merced de sus manejos y presiones.
El único camino que tiene Lula es apoyarse en el pueblo y su movilización.
Pero eso significa que tendrá que elegir entre sus intereses y las ambiciones oligárquicas.