Dale alegría, alegría a mi corazón…

Lo sentimos por los arrivistes y parvenus, por los européens de dernière minute, pero, esta vez, ganó América. O Argentina, que es lo mismo. Y lo hizo a su modo: sudaca, sufrido y absolutamente sublime.

Sin sufrir, no vale.

La selección argentina en casi todos los partidos del Mundial se había se encontrado con algún obstáculo peligroso. El primer encuentro, con Arabia Saudita, lo perdió; dos tiros al arco, dos goles en contra.

Pero en la final, en contra del equipo favorito, Francia, todo iba bien, como en ninguno de los encuentros anteriores. El entrenador, por una vez, dejó a jugar a Di María en el lado correcto de la cancha, por la izquierda, funcionaban las conexiones entre Enzo Fernández y Mac Allister, y las de Messi ¡Messi!, con todos los demás.

El primer gol fue un penal, luego de un leve foul en contra de Di María. El segundo, una obra de albañiles endemoniados, magníficas paredes entre Messi y el Fideo, quien, obviamente, lloró como un cabro chico.

Y, zás, como un empujón brusco y maletero en la micro, la reacción del adversario que, hasta el momento, parecía resignado. Un gol, otro gol de Kylian Mbappé. El alargue frente a un equipo cuyos jugadores parecían haber crecido cinco centímetros cada uno, lo que dejaba a Thuram en casi dos metros.

Pero no. Argentina marca el tercero, con Messi de oportunista en el área. Un francés pateó el balón desde dentro del arco, restándole de algún modo el carácter definitivo al gol. Por eso, casi no fue sorprendente que los franceses sacaran un nuevo penal y el canuto del Mbappé lo metiera adentro, como si nada.

Y, al final, los penales. El arquero loco -pero debidamente psicoanalizado- de Argentina, Dibu Martínez, paró uno, y literalmente hipnotizó a Tchouameni para que fallara.

Campeones. Por tercera vez.

El utilitarismo de Jeremy Bentham y John Stuart Mill, la filosofía que más busca parecerse al capitalismo, postula el principio de maximización de la felicidad. Según ese criterio, era necesario que ganara Argentina, porque haría más felices a más gente que un triunfo francés.

En efecto, en toda América se siente la victoria como propia. Y en lugares más apartados, como Bangladesh, incluso, quieren ser más felices que los propios porteños que se aglomeran en torno al obelisco.

Pero, a diferencia de lo que pensaran Bentham y Mill, esta felicidad de un pueblo no depende de cálculo alguno, como lo practican los europeos, sino que es el resultado de pura voluntad, pura fe, puro amor, digamos.

Qué bien se siente ser feliz, todos juntos, por un momento.