Y no digan que no les avisamos con la suficiente antelación. El gran acuerdo constitucional de los partidos del régimen es un reflejo fiel de sus autores: podrido, fracasado, corrupto… y ridículo. No es que eso sea novedad, tampoco.
La convención constitucional sesionó durante un año entero. Dedicó ingente tiempo al debate y la elaboración de su reglamento. Después, durante varios meses, sus miembros se dedicaron a hacer tiempo, a la espera de las elecciones parlamentarias y presidenciales. Sólo después de haberse resuelto ese asunto a satisfacción de la mayoría de sus miembros, ese cuerpo se puso a la tarea de “escribir la constitución”.
En lo medular, ese cometido fue cumplido en apenas tres meses, entre mediados de febrero y mayo, siguiendo un complicado y aparatoso procedimiento.
Luego del rechazo en el plebiscito de ese texto, extenso y complejo, los partidos del régimen coincidieron en que los convencionales eran los responsables del resultado adverso. Ellos no habían sabido medirse a sí mismos o leer la realidad o escuchar a los que piensan distinto, etc.
Por eso, inmediatamente después del plebiscito, y en cumplimiento de un espurio pacto político, celebrado previamente entre la derecha y el gobierno de Boric, se afanaron en cerrar un nuevo gran acuerdo.
El hecho de que el anterior intento, el del 15 de noviembre, había fracasado estrepitosamente, no los frenó. Al contrario, pareció servir de incentivo para hacerlo todo con celeridad. La ministra del Interior, Carolina Tohá, predijo que bailarían en el 18 con un acuerdo para una nueva constitución.
En el primer intento, se iban a cocinar los platillos a fuego lento -para una cena de cinco tiempos, con aperitivo plurinacional, entremés paritario, postre ecologista y dos platos principales, la protección de los intereses económicos de los grandes grupos económicos y del régimen dominante.
En esta segunda ocasión, lo cocinado lo traería un motorista del Rappi. Todos contentos.
Lo interesante es que, de verdad, todos estaban de acuerdo, en el fondo.
La derecha decía que si ganaba el Rechazo, que ella favorecía, iban a realizar un proceso nuevo. El gobierno, prometió lo mismo si se imponía la opción que supuestamente apoyaba, el Apruebo.
Es decir, para los partidos del régimen, el resultado era indiferente. De lo que se trata, para ellos, es lograr, del modo que sea, que la población les diga que “sí” a su orden. Legitimación, le llaman.
Es lo que intentaron a partir del 15 de noviembre y fracasaron.
Ahora, quieren doblar la apuesta y, por una vez, ganar.
Lo único que debían hacer, era ejecutar lo ya acordado. Fijarlo en un documento, firmarlo, y mandar a los abogados a que les redacten un proyecto de reforma constitucional para que toda la historia quede a firme.
¿Qué tan difícil puede ser eso?
Bueno, ya lo podemos concluir: simplemente, no les da el cuero.
Intelectualmente. Políticamente. No les da, nomás.
Pasó septiembre. Pasó octubre. Pasó noviembre, aniversario incluido. Y ya estamos en diciembre.
Y, más o menos en el mismo tiempo en que los otros habían diseñado una constitución entera, con 388 artículos permanentes y 57 transitorios, lo único que tienen éstos es un torpedo.
En él, dejan establecido lo que, por ley, deberá ser el contenido de la nueva constitución, generalidades varias, detalles intrascendentes y mitos o fetiches “del modelo”. A eso, sus ideólogos le llamaron “bordes”, en un extraño uso del léxico de la lengua castellana. Después, optaron por la expresión “bases”, sin duda, siguiendo la nomenclatura de la constitución pinochetista, que habla de las “bases de la institucionalidad”.
En este caso, éstas serían Carabineros y milicos, que deben estar mencionados por su nombre en la constitución; la existencia de tres poderes, “separados e independientes”, del Estado; los estados de excepción constitucional (muy importante); entre otros, que ya forman parte destacada del actual texto constitucional.
Los negociadores, sin embargo, se permitieron dos innovaciones que superan, y con creces, cualquier cosa que haya inventado la convención. Así, determinan que Chile será un “Estado democrático y social de derechos”. El concepto, conocido hasta ahora en la teoría, habla, por supuesto, de un “estado de derecho”; algo muy, muy distinto. Pero, quizás, es sólo un desliz que “los expertos” podrán arreglar.
Menos remedio tiene otro principio impuesto de antemano: “Chile es una república democrática, cuya soberanía reside en el Estado” escriben estos pergenios. Esto sí que es algo poco común. Siempre se ha entendido que los regímenes democráticos se fundan en el hecho de que su orden estatal “proviene” del pueblo (o de la nación) y no de sí mismo.
Ese es el principio que rige desde la constitución estadounidense y de la Revolución francesa. Ni siquiera Pinochet lo puso en duda. Incluso en monarquías que no tienen una constitución escrita, como la del Reino Unido, se entiende que la soberanía no reside en el Estado, ni en el rey, sino en el parlamento, constituido con el consentimiento de los ciudadanos. Y eso viene ya del siglo XVII. O sea, harto tiempo.
La concepción de los representantes de los partidos del régimen -desde el PC hasta la UDI- parece estar más emparentada con las ideas fascistas como aquella de Mussolini y Giovanni Gentile que señalaban que “el concepto fascista del Estado lo abarca todo; fuera de él no pueden existir valores humanos o espirituales, mucho menos tener valor. Así entendido, el fascismo es totalitario, y el Estado fascista -una síntesis y una unidad inclusiva de todo valor- interpreta, desarrolla y potencia la vida entera de un pueblo”.
Lo interesante es que este principio no será ni debatido ni votado por nadie, sino que operará como una regla de cumplimiento obligatorio para el “órgano constitucional”.
Si no hace caso, siempre se puede poner “una comisión técnica”, la salida preferida de esta gente cuando no sabe qué hacer. Y así, también, está señalado en el torpedo.
La última genialidad de este mamarracho, Frankenstein, cazuela de pescado, es el acuerdo que cerró el presidente Boric con su amigo Javier Macaya de la UDI. En ese plan, primero unos expertos redactan un “anteproyecto”, después un “cabildo” lo redacta de nuevo, y finalmente el Congreso hace lo suyo.
Brillante.
Saben qué más -dan ganas de decir- métanse su nueva constitución por donde mejor les quepa.
Bah, no hace falta exigirlo. Ustedes ya lo van a hacer solitos. Porque, que son pencas, son pencas.