En el acto de develamiento de una estatua de Patricio Aylwin frente a La Moneda, los dirigentes del régimen hicieron una exhibición de sus miserias -intelectuales, políticas y morales- y presentaron ese espectáculo como un “acto republicano”.
La ceremonia, dirían sus organizadores, fue “sobria”. Un puñado de autoridades e invitados en lo que fuera el estacionamiento de La Moneda, ahora llamada pretenciosamente Plaza de la Ciudadanía.
La sobriedad, si es que existió, fue consecuencia del hecho de que la policía cerró la Alameda y las calles aledañas, impidiendo así la presencia de la ciudadanía que, según las evocaciones que realizaron en sus discursos, sólo tiene admiración por el homenajeado: Patricio Aylwin Azócar.
También dirían que el acto fue “republicano”, lo que debe entenderse como una referencia, no a los habitantes de Chile, sino a los jefes de los distintos estamentos del Estado: parlamentarios, jueces, ministros, burócratas, militares y jerarcas de la Iglesia.
Y, efectivamente, Patricio Aylwin, cuya figura, esculpida con su gesto característico, que ahora se levanta más allá de las vallas policiales que resguardan el palacio presidencial, fue una especie de héroe de aquella minúscula “república”.
Es muy pequeña. Dos ex-presidentes, Michelle Bachelet y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, no consideraron necesario corresponder a la invitación oficial que se les extendió.
Eso sólo dejó al actual mandatario como intérprete del significado de Aylwin para ese grupo. Sin embargo, esa tarea supera las capacidades del presidente Boric, quien optó por hablar, no de Aylwin, sino de su tópico preferido: él mismo.
Así, recordó a las autoridades presentes que él es aún “joven”, lo que le daría amplio tiempo para lograr su objetivo: igualarse a su ídolo, Patricio Aylwin, en forma de una estatua.
Generosamente, extendió ese cometido a otros políticos, como a las dirigentes del Partido Comunista Karol Cariola y Camila Vallejo, y a su amigo Giorgio Jackson. A ellos, les concedió las figuras de Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic, Bernardo Leighton y Renán Fuentealba. Un dadivoso universo democratacristiano: incluso, sobra uno. Así, nadie se quedará con las manos vacías.
Boric, en su afán de conservar su juventud, incluso fue más allá, y declara sus experiencias de infancia como novísimas máximas políticas. “Ustedes no vivieron esa época”, le habría dicho su padre, como justificación de las acciones del gobierno de Aylwin. Una frase que ahora “retumba”, según Boric, en sus oídos.
Todo esto debe haber desconcertado a los presentes, que incluían a familiares y ancianos colegas políticos del homenajeado. Ellos se habían acostumbrado a la imagen de Aylwin como el gran conciliador entre la dictadura y la democracia, como un político hábil que supo minimizar sus múltiples traiciones, especialmente a sus propios correligionarios, y como el último jefe de una tradición política hoy muerta: la Democracia Cristiana.
Es decir, ninguno de ellos -democratacristianos, derechistas, socialistas, ppdés, radicales, etc.- ha negado, como lo hace Boric, que Aylwin fue uno de los promotores y conspiradores del golpe civil-militar de 1973. El adjetivo “civil” -o “cívico”, como a veces se dice, erradamente- está dedicado precisamente a Aylwin y Frei.
Y ninguno de ellos ha pretendido que la famosa frase de la “justicia en la medida de lo posible” haya significado algo distinto del sentido preciso y técnico que Aylwin dio a su declaración: que sólo se perseguirían ante la justicia algunos crímenes de la dictadura, no cubiertos por la ley de auto-amnistía dictada por los propios asesinos. Pero el presidente ve en eso sólo un gran malentendido suyo, y estima que esa conclusión, de algún modo, se superpondría a los hechos.
Y, finalmente, ninguno de ellos se ha atrevido ha desconocer que la llamada política de los acuerdos, o de los consensos, significaba, en primer lugar, acuerdos con la dictadura o sus poderosos remanentes.
En la, literalmente, infantilizada interpretación del actual jefe de Estado, sin embargo, Aylwin es un demócrata consecuente, un parangón de la política sin tacha alguna, y la Democracia Cristiana no sólo está viva, sino que es la única ideología que le queda a este régimen. Es cosa, pareció insinuar, de mirarlo a él, Boric.
Si los presentes en el acto, representantes de peso, pero no los más importantes, del actual régimen esperaban algún mensaje de orientación, alguna inspiración, de la remembranza de Aylwin, se vieron confrontados a su propia confusión y desánimo.
Observando la -horrible- estatua del antiguo estadista, sólo vieron reflejados su propia crisis, formulada en clave lunática por un presidente que parece “habitar”, como él dice, ni el cargo que ostenta, ni La Moneda, sino un mundo propio, personal.
En efecto, ninguno de los factores que permitieron a Aylwin alcanzar el poder, están hoy en pie. Y ninguna de las características del régimen que él ayudó a levantar se escapa de la podredumbre que sólo espera un último remezón para hacerlo derrumbar.
Deben haberse ido pensativos a sus casas, los dignatarios y autoridades. Y más de alguno debe haber hecho un cálculo de cuánto tiempo seguirá en pie esa estatua a un traidor a la patria.