Luiz Inacio Lula da Silva se impuso en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil, con 50,9% contra 49,1%, sobre el ultraderechista Jair Bolsonaro. Lula, un político experimentado, tiene ahora la tarea dar algún grado de conducción a los regímenes en crisis, en su país y en el continente.
El resultado fue estrecho, como ya se preveía. Pese a la estrategia de crear una amplia coalición política anti-Bolsonaro, que incluyó a una parte de la derecha brasileña, el triunfo de Lula obedece más a una nítida división social. Movilizó a las urnas a los más desposeídos del país frente a un adversario que ha capturado la imaginación de la mayor parte de las llamadas clases medias y a la burguesía.
Este hecho, más que lo pequeño de la ventaja electoral o los reveses en las elecciones parlamentarias y estatales, debería ser la primera alerta sobre de los problemas que enfrentará el gobierno de Lula a partir de su toma de posesión, el 1 de enero de 2023.
Se abre ahora un interregno en el que se ignora qué maniobras realizará Bolsonaro, quien se recluyó tras la derrota. Por lo pronto, Lula fue reconocido como ganador por el presidente de la cámara baja del Congreso, lo que significa que al menos una parte del régimen que había apoyado a Bolsonaro no estaría dispuesto a sumarse a eventuales aventuras del gobernante saliente.
Más importante aun, se supo pronto de señales de que el ejército reconocería la victoria de Lula, quien se tomó el tiempo de responder, con un ademán serio, un llamado telefónico a pocos instantes de dar su discurso de victoria. Se trataría, sin duda, de un mensaje que no podía esperar.
En su alocución, Lula enfatizó que Brasil regresaría a las políticas aplicadas durante sus mandatos y que buscaría retomar su papel en el concierto internacional. Ese plan, expuesto en esos términos, seguramente no será suficiente para proteger su gobierno de los embates políticos y económicos en el país, la región y el mundo.
En lo inmediato, la asunción de Lula significa una variación importante en el cuadro de fuerzas en el Sudamérica. De la ola derechista de la década recién pasada, sólo subsisten Uruguay, Paraguay y Ecuador. Los dos primeros dependen en todo sentido de Brasil y el tercero es demasiado pequeño para ejercer influencia.
Eso deja sólo al gobierno de Boric en Chile como aliado seguro de los intereses de Estados Unidos.
Y no habrá mucho margen de maniobra con respecto a los choques entre las grandes potencias mundiales. La agenda del grupo de países agrupados en el BRICS, Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, está frente a nuevas definiciones, luego de la solicitud de ingreso a la coalición de Arabia Saudita.
En conjunto con México, una relación siempre difícil, Brasil podría, bajo un gobierno de Lula, ejercer un papel más decisivo en sostener los intereses de América Latina en medio de la crisis mundial.
De hecho, de la capacidad que demuestre Lula de ocupar ese rol, dependerá también su supervivencia política interna.
Porque, hoy por hoy, y más que nunca, lo local es lo global.