Cayó como una bomba. Y las ondas expansivas de la quiebra de la constructora CVV, con amplios intereses en grandes proyectos de infraestructura estatales, siguen causando estragos. Se presenta el hecho como un signo patente de la crisis económica o de la burocracia estatal. Pero se trata, más bien, sólo de un ejemplo de cómo el capital igual gana, aunque todo se derrumbe.
El Consejo de Defensa del Estado, el organismo que ve los intereses del fisco ante los tribunales, anunció que examinará con más detalle las consecuencias de la quiebra de la constructora Claro, Vicuña, Valenzuela.
Ya era hora, porque la liquidación voluntaria anunciada por la compañía deja muchos asuntos -y cuentas- pendientes. De cuánto estamos hablando, ni siquiera se sabe. Pero, al igual que conviene decirle CVV a la empresa, para simplificar las cosas, se trata de sumas que es más fácil expresarlas en dólares estadounidenses que en pesos chilenos.
Y que en esta quiebra hay gato encerrado, lo hay. El “miau, miau” se escucha de lejos; no importa con cuanto hormigón lo tapen.
Por ejemplo, el presidente del Consejo de Defensa del Estado, Juan Antonio Peribonio, nombrado por Piñera, señaló, luego de reunirse con el ministro de Obras Públicas, “lo más importante para el CDE, es resguardar el interés público y fiscal en los temas que afectan principalmente a los trabajadores, a las familias beneficiarias de viviendas y a la ciudadanía en materia de obras viales”.
Qué raro que diga eso.
Porque, se supone, el CDE no está para preocuparse de esas cosas -que para eso hay otro organismo, conocido como gobierno- sino de una pura cuestión: que la empresa le pague hasta el último peso de lo que le debe al fisco y ver, especialmente, que la quiebra sea real, y no una maniobra para quedarse con la plata.
Otra cosa rara: todos quieren -o querían- salvar a los “quebrados”.
La vocera de gobierno, Camila Vallejo, declaró que, lamentablemente, los dueños de CVV no se acercaron a conversar con el gobierno, para ver qué se podía hacer para ayudarlos. “Cada vez que se presenta una dificultad hay instancias de dialogo y conversación, pero ese dialogo para poder mejorar y enfrentar las dificultades y hacer avanzar los proyectos, requiere también de una contraparte disponible a conversar”, se lamentó la ministra, que agregó que, en cualquier caso, estaban conversando con todas las constructoras.
Ya lo ve. Si usted tiene un problema económico, llame a La Moneda, y ahí verán cómo le pueden dar una manito. Pero no olvide comunicarse, porque, si no llama ¿cómo le van a ayudar?
El ministro de Hacienda, Mario Marcel, confirmó que se están ajustando “los polinomios” de los contratos del Estado con las grandes constructoras. Lo dijo en complicado-algebraico, porque lo que eso significa en castellano simple -que le van a pagar más plata por las mismas obras- suena, quizás, demasiado feo.
La historia de CVV no se distingue gran cosa de sus competidores. Ya hace tiempo se sabía que venían con problemas.
Las causas son obvias. Las compañías asumen enormes deudas, para lanzarse a proyectos en que esperan obtener ganancias extraordinarias, gracias a la especulación.
Cuando el precio de la deuda -la tasa de interés- sube o la burbuja inmobiliaria se pincha -los precios de los edificios y terrenos dejan de subir o sí aumentan, pero de manera más lenta-, se crea un problema que, por lo común, es bastante devastador.
Mucha plata, mucho riesgo.
Si a ese cálculo financiero se le suman consideraciones reales: por ejemplo, la escasez y el aumento de los costos de los materiales -cemento, acero, madera, hormigón, arena, etc.- y de arriendo e importación de máquinas y herramientas, la cosa se ve mal y peor.
Pero siempre hay un sector de la contru que puede salvar el negocio.
El Estado.
Puentes, caminos, colegios, consultorios, y las famosas concesiones: carreteras, aeropuertos, hospitales y cárceles que, aunque nominalmente privadas, son financiadas por el Estado igual. Y, además, hay un sector bueno, bueno: las viviendas sociales.
CVV se había metido firme en ese ámbito. Por ejemplo, estaba construyendo el by-pass de Castro que, para aliviar el tránsito en la capital provincial chilota, se mete en el monte y la murra, cruza pampas, ríos y pendientes, y vuelve a aparecer casi llegando a Chonchi. Es decir, se da la media vuelta… y se embolsa el medio contrato.
¿Por qué los contratos del Estado son tan buenos?
Primero, porque el mercado está dominado, para los grandes proyectos, por un puñado de empresas nacionales y extranjeras (para no decir: españolas). Estas pujan para que los gobiernos encarguen obras: mientras más, mejor. Eso es obvio y no es ningún secreto. Una ayudita en las campañas puede aceitar adecuadamente esa máquina.
Además, están los cargos menores: por ejemplo, los consejeros regionales o cores. ¿Usted sabe lo que hacen? Alguien podría creer que absolutamente nada, pero, en realidad, su tarea es atender los requerimientos de estas compañías. Y qué decir de los alcaldes. Esos no cortan el queque, pero pueden presionar.
Otra tajadita.
Hasta aquí, la cosa ni siquiera es ilegal. Sólo corrupta, nada más.
La cosa se pone interesante en el siguiente paso.
Digamos que el Estado finalmente decide realizar una obra. Previamente, los distintos ministerios y servicios dedican uno, dos, tres o más años a los estudios, que, era que no, subcontratan a consultoras, oficinas de ingenieros, de sociólogos, arquitectos, etc., comúnmente muy ligados a los otros ingenieros, sociólogos y arquitectos que ya trabajan en los ministerios y servicios públicos, en una, digamos, red, que en Chile se llama, vaya uno a saber por qué, política.
Siempre se puede pagar dos veces por lo mismo.
Cuando finalmente se publican los pliegos de licitaciones ocurre un fenómeno mágico del mercado. O se presentan las compañías que dominan el mercado con una oferta que no se puede rechazar, o, simplemente, no van y la licitación de declara desierta.
En los últimos años, es más lo segundo que lo primero. Eso significa que los organismos estatales tienen que repetir todo el largo proceso previo y, como es obvio, mejorar su oferta, hasta que finalmente, se produce el fenómeno número uno: hay dos o tres supuestos competidores, pero hay uno al que le toca en esa ocasión y se lleva el contrato.
El siguiente paso es el mejor. Empiezan a trabajar y tratan de hacer economías. Las bases preveían perfiles de acero A630 y le ponen uno de menor calidad. Total, hay un tipo, un sólo inspector, que verifica que todo esté en orden. Y a cualquiera se le pasa algún detalle.
Mientras tanto, van embolsando los pagos por las etapas del proyecto, divididos en partes iguales. Pero -y esto no es un polinomio- las etapas no cuestan lo mismo. Es más barato remover tierra y poner los cimientos que armar el tercer piso o la instalación eléctrica. Pero una cosa va primero y la otra, después. Nada que hacer.
Por eso las constructoras dejan botadas las obras sin terminar; o alargan su finalización rebajando los costos, por ejemplo, contratando a menos viejos para la pega; o alegan que ya no consiguen los materiales; o que un descubrimiento arqueológico los dejó fuera del cronograma, porque los hippies con los cascos blancos se demoran un mundo en sacar las artesanías precolombinas o los huesos de dinosaurios con sus escobillas y palitas de juguete.
Todo eso, para las empresas, es lo mismo: plata que ganan.
Lo único que tienen que hacer es adelantarse. Antes de que los inspectores del MOP siquiera terminen de deletrear la palabra “multa”, las constructoras ya presentaron un reclamo, una solicitud de modificación del contrato o una demanda en contra del fisco ante los tribunales.
Y por eso, pese a que el Estado gasta millones y millones de dólares en obras públicas e infraestructura, hay tan pocos puentes, liceos, consultorios, hospitales, etc.
No es que no se hayan dado cuenta de que hay una falla en el sistema que permite que las empresas constructoras obtengan, y como regla, extraganancias indebidas o que, simplemente, se declaren en quiebra para escaparse con la plata.
No. Lo que ocurre es que no es una falla: ese es el sistema.
Por eso, la quiebra de CVV no sería nada tan especial.
Si no fuera por un detallito que es el que tiene a todos asustados. Y es lo que dijimos al inicio. Empresas como CVV, para lograr esas ganancias extra, se endeudan hasta las masas, con la expectativa de que siempre habrá una manera de extraer más plata con la especulación inmobiliaria o con los subsidios encubiertos que les paga el Estado.
Pero cuando los precios de los edificios dejan de subir y el Estado anda mal de caja, la cosa se complica. Y no tanto para CVV, sino para sus acreedores. En este caso, se trata de un señor Nazal, dueño de un fondo de inversión llamado Vantrust Capital, además del Banco Santander y de una financiera, Baninter Factoring, ligada a la Cámara Chilena de la Construcción que, a su vez, controla la AFP Habitat.
Y el amigo Nazal, el más expuesto con la quiebra, se lanzó a llorar: “el mercado de capitales se está cayendo a pedazos y la confianza clave para la inversión se desmorona producto de la falta de certeza jurídica que existe actualmente en el país”.
Ya lo sabemos: cuando el negocio de Nazal se cae a pedazos, es todo el mercado el que se derrumba; cuando él apuesta mal, no es su confianza la que decae, sino la de todo el país.
Quizás debido a ello, en 2019 a Nazal lo pilló la Comisión del Mercado Financiero entregando información falsa al mercado sobre su nivel de liquidez, patrimonio y endeudamiento, y le puso una multa de más de 100 millones de pesos.
Y este capitalista pide -y de forma muy poco delicada- que alguien, o sea, el Estado,le ayude: “en 10 días, la primera ministra de Inglaterra tuvo que renunciar, acá llevamos ocho meses de improvisación”. Igual, chistoso.
Pero no es la improvisación la que caracteriza al gobierno, al menos, no en este ámbito. Es la falta de plata o, dicho de otro modo, el derrumbe de este sistema que ya no funciona.
Sin embargo, nuestros capitalistas no deben llorar. De algún lado, el gobierno va a sacar los recursos para que ellos sigan robando.
Por algo son la clase dominante.