En una declaración con ocasión del tercer aniversario del 18 de octubre, el Partido de los Trabajadores hace un llamado a la unidad y convertir todas las demandas, todas las luchas, en una sola lucha.
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Un sentimiento de profunda incertidumbre y confusión se ha apoderado del país.
Para los trabajadores, el presente se muestra como una interminable caminata cuesta arriba, todos los días. El futuro se dibuja borroso y en los colores más oscuros.
Y nadie se ofrece a señalar una certeza y un camino de cómo superar una crisis que se prolonga ya por demasiado tiempo. En medio de esta irresolución cunden los sentimientos de temor.
Los recientes procesos políticos sólo aumentan esa sensación de una ausencia aguda de conducción, en nuestras vidas cotidianas, en el país y en el mundo.
Las cúpulas del régimen se engarzan en sordas pugnas que sólo encubren su indecisión e incapacidad, mientras aceleran su propio proceso de putrefacción.
Quisieron salvarse con una nueva constitución, sólo para terminar abrazando la de Pinochet que ahora quieren reelaborar, literalmente. Quisieron eliminar el Senado, sólo para volver a tratar de gobernar desde el parlamento. Quisieron elevar el “progresismo”, el liberalismo, como una renovación política, sólo para terminar adorando las botas militares y las lumas policiales.
Enfrentados a la tarea de imponer los dictados del capital sobre las masas populares, titubean y miran, temerosos, en su derredor. Nadie quiere tomar la iniciativa. Todos ellos quieren algo contradictorio: salvarse a sí mismos y salvar al régimen.
Ahora quieren que el tercer aniversario del 18 de octubre, marcado por el derrumbe de sus proyectos y planes, de sus propósitos y promesas, sirva para desterrar todo vestigio del levantamiento popular de 2019.
Las emprenden en contra de un fantasma.
No es muy distinto o, acaso, es el mismo que aquel espectro de las revoluciones europeas de 1848, perseguido en una “santa jauría” por “el Papa y el zar, Metternich y Guizot, radicales franceses y policías alemanes”.
Bastaría intercambiar nombres e instituciones y el resultado sería el mismo: inútil. No se puede atrapar a un fantasma.
El levantamiento popular iniciado el 18 de octubre de 2019 representa para las clases pudientes una increíble amenaza que quisieran conjurar.
Para sus protagonistas, sin embargo, es un capítulo más de una lucha de clases ascendente y sistemática, cuyo paso se aceleró en aquella primavera.
En efecto, si el 18 de octubre algo tiene que ver con la lucha de clases -es decir, con las necesidades insatisfechas y el reclamo de dignidad de las grandes mayorías frente a quienes se erigen como sus explotadores y opresores- éste no ha terminado. Está en pleno curso de su desarrollo, más rápido, más profundo, más decisivo.
Este ascenso de la lucha de la clase trabajadora y el pueblo viene de muy lejos y no se ha detenido desde entonces.
Ya en la segunda mitad de la década de 1960, como parte de las grandes luchas revolucionarias en el mundo y en nuestro continente, se advierte un salto en la decisión, en la conciencia, la cohesión y la organización de los trabajadores. Sus filas se engrosan con amplias masas que migran del campo a las ciudades; con la aparición en escena de la juventud; con el despertar de las mujeres, pobladoras, obreras, que comienzan a sacudir la modorra de la dependencia y la subordinación; con la rebelión de las masas campesinas y de los mapuche que se levantan en contra del despojo.
Ese impulso histórico, sin precedentes en su amplitud y profundidad, fue canalizado por partidos políticos, entonces, vitales y activos, de la izquierda; incluso penetró en los partidos burgueses. Debido a ello, se considera al gobierno de la Unidad Popular como su expresión más propia. El golpe de 1973, en esa línea, es visto, consiguientemente, como la gran derrota de la clase trabajadora y del movimiento popular.
Esa visión, sin embargo, no se condice con los hechos históricos.
La dictadura se empeñó en destruir a los líderes más salientes, a las organizaciones sociales y a los partidos. Al cabo de pocos años, había logrado ese objetivo, que le permitió salvar a una clase dominante que estaba exánime y en ruinas. Sin embargo, el pueblo no fue derrotado. En apenas diez años de sanguinario régimen, se levantó abiertamente y enfrentó al enemigo. Lo hizo con una magnitud tal que la historia chilena no había visto antes.
Y lo hizo con nuevas formas, con otro tipo de líderes, métodos y organizaciones. La lucha se desplazó hacia las poblaciones, la juventud tomó un protagonismo principal. El pueblo se dotó de formaciones armadas que combatían a la represión en todos los planos.
No había el pueblo amasado tal grado de poder nunca antes en la historia.
Este poder, sin embargo, no tuvo una correspondencia similar en otras latitudes. Las grandes luchas en Chile coincidían con una extraordinaria movilización del imperialismo estadounidense y el debilitamiento de los países que se le oponían.
Y aquel poder insólito fue, al mismo tiempo, cooptado o desviado por partidos políticos que, mientras levantaban las banderas de la democracia, conformaban la base del actual régimen, sometido a las ansias de saqueo del capital transnacional de nuestros recursos naturales.
El manejo que ejercieron los partidos del régimen sobre las organizaciones sindicales, poblacionales, estudiantiles, fue intenso, pero breve. Duró lo suficiente para dejarlas abatidas y sin destino. Se consideró entonces que esa era la derrota definitiva del pueblo; que ese era el fin mismo de la clase trabajadora. Desprovista de formas de expresarse y de actuar, ésta dejaría, prácticamente, de existir.
Una idea notable e increíble.
Los hechos, nuevamente, dijeron lo contrario. Las masas populares retomaron una vez más su camino, con más bríos, con más fuerza, con más decisión, representadas, entre muchas otras expresiones, por los levantamientos populares en numerosas regiones y localidades del país, y por el surgimiento de la juventud proletaria, de los estudiantes secundarios que empujaron nuevamente la lucha. Se convirtieron los escolares en agitadores y propagandistas, en organizadores, pero, sobre todo, en los promotores de acción y la conciencia.
Nunca antes en la historia, la capacidad del pueblo alcanzaba esa proyección de futuro y esa voluntad.
Es fácil, entonces, considerar el 18 de octubre como la síntesis de estas décadas de experiencia, y como su forma definitiva.
Lo primero es correcto. Lo segundo, un error reiterado.
El levantamiento popular significó, en los hechos, un salto a una nueva etapa, pero eso no ocurrió debido al mero paso del tiempo. Su fuerza se desencadenó debido a las circunstancias de la gran crisis general del capital; sus formas se nutrieron de las rebeliones populares en lejanos rincones del globo.
Su devenir ha estado, del mismo modo, condicionado por las grandes expresiones de esa crisis mundial, como lo fue la pandemia, que frenó su vertiginoso ritmo de desarrollo.
Y, sin embargo, también esa pausa, ese repliegue, fue necesario. Bajo las condiciones de la pandemia hasta ahora, se probaron todas las formas y concesiones ofrecidas por el régimen; se mostraron, en su verdadera faz, todas las clases y fuerzas sociales, con sus intereses y aspiraciones; y se derrumbaron las ensoñaciones tejidas por oportunistas e ilusos.
No es sorprendente, entonces, que debamos ahora hacer sobrias cuentas con la realidad.
Junto al inigualable avance de la unidad, a la formidable determinación de lucha, a la conciencia que se abrió paso en la acción, el levantamiento popular develó también la más nítida de las carencias: la necesidad imperiosa de una conducción.
Esa tarea política es la más difícil de todas, pues la confusión y la incertidumbre tienen también sus manifestaciones en los sectores más avanzados y organizados de las masas. En nuestro concepto, levantar una conducción exige un quiebre tajante y definitivo con el régimen político dominante y cualquiera de sus maniobras políticas, como, por ejemplo, el “proceso constitucional”.
Exige una disposición nueva, de incondicional confianza en el pueblo y sus capacidades. Esa es la base para esta enorme labor de la conducción.
No hay tiempo para divagaciones o nuevas ilusiones. Los problemas que enfrentamos como pueblo son demasiado graves y urgentes.
Tal como lo hemos venido diciendo, la crisis mundial requiere de una necesaria definición. La carestía y el empobrecimiento, las guerras y las turbulencias políticas, la falta de orientación, de rumbo y, sí, de un orden opuesto al caos que siembra este sistema.
Y tal como también hemos dicho, el fin de la crisis sanitaria no significa más estabilidad, sino más zozobra, sobre todo económica, que se descargará sobre los trabajadores.
Nosotros reiteramos el llamado a las organizaciones que defienden los intereses populares, a las agrupaciones políticas revolucionarias, a todos los compatriotas que saben que éste es el momento de defender lo nuestro, a la unidad, a la unidad más amplia y más férrea.
Consideramos que no hay tiempo que perder para levantar las organizaciones de lucha de los trabajadores, pobladores, los estudiantes secundarios, de las mujeres, en todos los lugares, en todo el país.
Sus métodos de trabajo han de ser indefectiblemente la movilización, la organización, la independencia de clase y la completa y clara oposición a los partidos del régimen, incluyendo al gobierno actual.
Sus principios son esa unidad, la confianza en el pueblo y el reconocimiento de la necesidad de una conducción forjada en el trabajo sistemático, en la lealtad, en la honradez y en la humildad.
Su táctica ha de ser la de convertir -paso a paso, de lo simple a lo complejo- todas las demandas y reivindicaciones, todas las luchas, en una sola lucha, en un gran movimiento nacional, que aglutine a todas las fuerzas en torno a paro general.
Su objetivo también es claro: es necesario terminar con este régimen -que se vayan todos- y que sea el pueblo el que determine la forma de dirigir el país.
Esto es una lucha en ascenso. Nunca el pueblo había creado, con su resolución, condiciones más favorables para su triunfo como hoy. Nunca fue su acción más necesaria que ahora, en Chile y en el mundo. No estamos solos en este camino.
A paso de gigantes, el pueblo remueve todo lo que debe ser removido, construye todo lo que debe ser creado, en su avance imparable a la liberación.
Camina, ahora sí, a paso de vencedores.