En defensa de los perros

¡Con los perros no, cabrito! Si alguien quiere picarse a choro, y al peo, porque anda con la media pera; si aparenta trabajarla a cuerpo grande, pero es sólo un wiwi perkin; si todo lo que hace, es pura pose y simulación, que al menos tenga la decencia de dejar los perros afuera. No se lo merecen.

Hace 15 mil años, ciertos lobos, animales temibles y feroces, se acercaron a los humanos. Los acompañaban y los ayudaban, por ejemplo, a cazar o a proteger a otros animales de la acción de sus antepasados, los lobos.

Es tan estrecha la relación con el humano que el nombre científico de los perros es canis lupus familiaris, o sea, como un lobo, pero de la familia.

Comparten esa especial relación con los gatos, pero, eso es muy sabido, los felinos domesticados, pudiendo ser muy simpáticos, no hacen gran cosa. O, mejor dicho, hacen lo que quieren.

No así los perros. Estos se distinguen por una característica especial que los asemeja a los caballos, a las mulas o los bueyes, pero también a los humanos: trabajan. Pero, a diferencia de aquellos animales fuertes y aguantadores, y bastante más cercano a los hombres, su capacidad de trabajar es indeterminada. Es decir, pueden hacer muchas cosas distintas, e incluso, aprenderlas.

Lo que los perros, no obstante, no pueden hacer, porque son animales y no humanos, es realizar esas actividades por su propia voluntad; aunque hay ciertos casos asombrosos, como los perritos que van de compras, pero eso no es la regla.  

Pero ese hecho, los aproxima aún más a nosotros. Porque para trabajar, ser útiles, los perros, necesariamente, deben estar cerca de los humanos. Los acompañan. Se vuelven sus amigos.

De ahí, surge la idea de que es “el mejor amigo del hombre” y como esa relación es un tanto unidimensional, por decirlo de algún modo, aparece ese otro aforismo: “mientras más conozco a los humanos, más quiero a mi perro”.

Y aquí entramos al punto al que queremos llegar. No es difícil, siendo tan estrecha la relación, que los humanos empiecen a ver a los perros como si fueran, también, humanos.

Cuando Fidel Castro viajó por primera vez a Chile desde el golpe, en 1996, con ocasión de una cumbre internacional, fue objeto de injurias y amenazas. Un panfleto, suscrito por un grupo llamado “Acción Anticastrista”, espetaba: “Por Chile y por Cuba, muerte al perro Fidel.” El revolucionario respondió con simpleza que se sentía “honrado de que me llamen perro, porque los perros siempre son muy fieles”.

En efecto, esa lealtad -una virtud humana- que le atribuimos a los perros, expresa, proyectada en los animalitos, una humanización. O sea, si lo pensamos bien, al hacer como si los perros fueran humanos, nosotros reafirmamos nuestra propia humanidad.

¿Y cuando es al revés?

Cuando nosotros, los humanos, tomamos lo animal de los perros y lo fijamos como propio –“lo echaron como a un perro”, “alimentan mejor a sus perros finos que a los niños”, “se lanzaron contra la multitud como una jauría de perros salvajes”- nos deshumanizamos.

Entonces, cuando aparece alguien que quiere perseguir a un enemigo -al que llama “la delincuencia”, pero en la que mezcla lo legítimo con lo criminal, lo justo con lo injusto, lo necesario con lo egoísta, y efectúa esa confusión de manera deliberada, mañosa e injuriosa- cuando se quiere, entonces, perseguir a ese enemigo “como los perros” -lo dijo dos veces- estamos hablando de alguien que reconoce literalmente su descenso a lo animal y su desprecio por lo humano.

Y que lo haga un perro tan, pero tan chico, que sólo sabe ladrar, porque nada tiene que hacer en las peleas de los perros grandes, lo vuelve, en verdad, doblemente ofensivo.