El oficialismo ha montado una comedia parlamentaria y política, pero no de teatro, sino circense. El principal recurso son las cachetadas de payaso, que buscan soslayar un hecho indesmentible: el TPP-11 va y, con él, más saqueo del país.
La historia del Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico, que todo el mundo conoce como TPP-11, es sinuosa.
Comenzó bajo el gobierno del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, en medio de la gran crisis de 2008, como una iniciativa que buscaba aislar política y económicamente a China.
Para ello, Washington formó una singular coalición. Se apoyó en una iniciativa de libre comercio que habían lanzado Australia, Nueva Zelanda y Singapur, para sumar a naciones latinoamericanas dispuestas a seguirle la corriente: Perú y Chile, en un inicio.
¿Qué provecho económico tenían esos países para celebrar un tratado de libre comercio entre sí y, de paso, satisfacer los intereses estratégicos de Estados Unidos?
Ninguno en particular. Todos ya tienen, en mayor o menor medida, acuerdos de libre comercio cruzados.
Por eso, la estrategia del TPP-11 se centró en atraer a dos economías asiáticas que sí tienen un interés patente en abrir nuevos mercados y no depender del peso de China y de las demás potencias de la región: Malasia y Vietnam, los países de más reciente dinamismo industrial.
Las negociaciones terminaron siendo largas y costosas. Estados Unidos, ya bajo la administración de Obama, estuvo determinado a sonsacarle hasta la última de gota de beneficio al acuerdo, en beneficio de sus capitales.
Parte importante de las conversaciones fueron realizados directamente por emisarios y abogados de grandes transnacionales. Su contenido debía permanecer secreto.
En 2013, Washington logra un éxito diplomático. Convence a Japón, la segunda economía del continente, y que entonces estaba sólo a poca distancia de China, a incorporarse. Previamente, había presionado a sus socios del Nafta, Canadá y México, a sumarse también.
Así, el acuerdo iba adquiriendo forma y fondo, marcado por las exorbitantes exigencias monopólicas de las compañías estadounidenses, en vez de las provisiones de libre comercio.
Washington justificaba la dureza de sus posiciones con un argumento político: sin extra ganancias para sus capitales, el futuro tratado simplemente no sería aprobado en el Congreso, siempre sediento de las “donaciones” e “incentivos” que prodigan las grandes empresas a representantes y senadores para convencerlos de las bondades de ciertos proyectos.
Hasta que pasó lo que tenía pasar.
En la campaña presidencial de 2016, por izquierda y por derecha -Bernie Sanders y Donald Trump- las emprendieron en contra de las consecuencias de los tratados de libre comercio sobre el empleo en Estados Unidos. Y tenían evidente éxito entre los electores.
Presionada, la candidata favorita -pero, al final, fallida- Hillary Clinton, repudió el proyecto que ella misma, como secretaria de Estado había ayudado a moldear. Los demócratas en el Congreso notificaron a Barack Obama que el tratado, en lo que respecta a Estados Unidos, había muerto.
Apenas asumido, Trump se dio el gran gusto de formalmente abandonar el TPP. Estados Unidos, como el proverbial capitán Araya, se había quedado en la playa.
Pero fue Japón quien decidió mantener a flote el barco. Bajo su égida, se eliminaron algunas de las condiciones más leoninas impuestas originalmente por Estados Unidos. El eje de poder del TPP giró hacia Tokio y en contra de Corea del Sur y China.
Chile había iniciado las negociaciones bajo el primer mandato de Bachelet. Diez años después, ella misma pudo firmarlo, a pocos días del término de su segundo gobierno, en una ceremonia realizada en Santiago.
El proceso de ratificación requiere la aprobación, por mayoría simple, en el Congreso. La Cámara de Diputados dio inmediatamente su apoyo al tratado, en una estrecha votación.
Votaron en contra parte de la ex-Concertación y los diputados del Partido Comunista y del Frente Amplio. Entre ellos, un tal Gabriel Boric que, fiel a su estilo, se hizo fotografiar, sonriente, con una polera con la inscripción “No al TPP-11”, tanto en el hemiciclo como, desconcertantemente, en las aguas del gélido estrecho de Magallanes.
El proyecto pasó al Senado, que siempre se toma su tiempo. Y, además, pasaron otras cosas. El gobierno de Piñera fue mostrando su debilidad y se enfrentó crecientemente al llamado “parlamentarismo de facto”. Una de las prendas de negociación con el Ejecutivo que se reservaron los honorables de la cámara alta fue, justamente, el TPP-11.
Siempre vendría bien mantenerlo en reserva a cambio de otra cosa. Además, las campañas sociales en contra de la aprobación del tratado eran importantes y sumaban a distintos sectores.
Y después vino el levantamiento popular.
La aprobación se había vuelto imposible. Eso lo entendían todos los sectores políticos en el Senado. No obstante, Piñera lo intentó igual. En enero de 2021, en medio de la pandemia, quiso forzar la votación y le puso “discusión inmediata” al proyecto. Fracasó.
Desde esa fecha, renovó la “suma urgencia” para la aprobación del tratado en 24 ocasiones. Pero los senadores fueron sistemáticamente postergando la votación bajo diversos subterfugios reglamentarios, a pesar de su obligación legal de conocer y despachar la iniciativa en el plazo de 15 días.
Lo único que podría rescatar al TPP-11 del olvido era un gobierno nuevo.
Se dio la circunstancia, sin embargo, que ese gobierno nuevo, cuando asumió, tenía entre sus figuras más salientes, como el propio presidente de la República, a firmes opositores al TPP-11. Supuestamente.
Si el debilitamiento del gobierno de Piñera se hizo evidente con el paso de los meses, el de Boric tardó sólo días o un par de semanas. No es raro, entonces, que los partidos en el Congreso decidieran ahora cobrar su ficha que habían mantenido guardada en un cajón durante años.
No es que enfrentaran alguna resistencia del gobierno. Este quiso, en su típico estilo de farsa, tapar el hecho con la rápida suscripción de acuerdos bilaterales con algunos países firmantes para eximirse, según se ha dicho, del especial mecanismo de resolución de controversias que dispone el TPP-11.
Nada de eso cambia la esencia del asunto, ni realmente les quita el poder a los capitales extranjeros de demandar al Estado chileno si este aprueba leyes o adopta políticas que, en su criterio, perjudican sus ganancias, como podría ser, incluso, un aumento del salario mínimo.
Además, como lo han remarcado los defensores del TPP-11, en los tratados de libre comercio que Chile ya ha contraído con los países miembros del pacto, concedió que los intereses nacionales sean sometidos a tribunales ad-hoc, que deben velar por las garantías de las empresas y no por el interés nacional.
Así que eso es puro cuento, al igual que las maniobras dilatorias en el Senado.
El próximo martes, se votará el TPP-11 y, por lo que se ve, será aprobado por los muy comerciables senadores.
Fin de la historia.
Pero, nos tememos, no será esta la última farsa que nos ofrecerán para distraer la atención de las maniobras vendepatrias.