No se debía mover ninguna hoja. El gobierno ordenó que el nuevo aniversario del 11 de septiembre estuviera marcado por el despliegue policial en la capital y la represión. En creciente soledad, se pretende proteger tras cascos, botas, escudos y la desvergüenza.
Un día de la infamia. Otro más, bajo la actual administración. Habían estado planificando la operación con ahínco y anticipación. Según se informó, la recién nombrada ministra del Interior, la notoriamente corrupta dependiente del ex yerno de Pinochet y de su dinero sucio, Carolina Tohá, se dejó caer en las reuniones previas, de “coordinación”, con los jefes de las fuerzas represivas. Quiso asegurarse de que su impronta especial quedara registrada.
Y se esmeraron. En la madrugada, policías desmontaron los pesados portones del Cementerio General, una acción que debió contar con la anuencia y conocimiento del administrador de ese recinto, el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue. De ese modo, la represión se aseguraría, horas más tarde, una vía libre para el asalto al cementerio y contra quienes querían rendir homenaje a los caídos del período de la dictadura.
El centro de la capital fue copado por personal y vehículos represivos que actuaron en contra de los manifestantes apenas se dio la ocasión.
Paralelamente, habían dispuesto a equipos de “civiles no identificados” que se desplazaban anónimamente por las calles, para atacar y secuestrar a personas que asistían a la marcha. Un registro muestra cómo actúan, a traición y con brutalidad, en contra de dos menores de edad.
No hay duda. Le pusieron esfuerzo. No sólo querían reprimir, también buscan aterrorizar, evocando a la CNI de la dictadura.
En un giro que ya no sorprende, dirigentes de los partidos del oficialismo que también fueron parte de la marcha hostilizada y reprimida por órdenes del gobierno, optaron por denunciar los incidentes y refriegas con otros sectores políticos, que calificaron de “desclasados”, “lumpen” o “fascistas”.
Por lo visto, la complicidad y la desesperación alcanzan grados masoquistas.
Mientras eso ocurría, el gobierno citó a funcionarios e invitados a La Moneda, el símbolo del golpe de 1973, a lo que llamó una “jornada de reflexión y conmemoración solemne”.
Sin embargo, en vez de conmemorar o reflexionar, el presidente Boric prefirió en su alocución, poco solemne, por lo demás, simplemente hablar. Y de su tema preferido: él mismo.
El mandatario, por lo pronto, juzgó que aquel acto solemne de reflexión y conmemoración era la ocasión más adecuada para desmentir los rumores de que él, el sábado en la noche, hubiese sido internado debido a excesos de consumo de alcohol y drogas o de tensión nerviosa.
Uno poco antes, notificó al auditorio que él no había nacido aún en 1973, un hecho al que le asigna, por alguna razón, un gran significado. También supimos que, en una ceremonia privada en el Cementerio General, realizada a temprana hora para no toparse con las multitudes que convergerían en ese lugar y que serían atacadas por la fuerza policial, tomó conocimiento de una frase de Salvador Allende que él no había escuchado antes, porque, como explicó, no es usada en los posters o afiches.
Aquella cita, que había escuchado sólo pocos momentos antes y, que, abundó en el relato, comentó con su pareja en el auto, en el camino de regreso, un detalle que consideró necesario compartir, esa frase de Salvador Allende, entonces, y que tanto le impresionó, ya no la pudo recordar “textualmente”, a sólo minutos de haberla escuchado, y que atribuyó al primer mensaje presidencial de Salvador Allende “el 21 de mayo de 1970”, en circunstancias de que éste asumió, como todo el mundo sabe, recién el 3 de noviembre de ese año, esa frase, insistimos, “decía algo así como”… “nuestro proyecto es muy sencillo, quizás para quienes están acostumbrados a la grandilocuencia: es, justamente, darle dignidad, calor, trabajo, abrigo al pueblo que lo necesita”.
Se trata de un falseamiento característico.
Lo que dijo Salvador Allende ante el Congreso Pleno en el año 1971, luego de que las elecciones municipales hubiesen fortalecido la opción de la Unidad Popular, es que lo que su programa buscaba era algo bastante poco sencillo, como el mismo reconocía: la “vía chilena al socialismo”.
“La tarea es de complejidad extraordinaria”, explicó Allende, “porque no hay precedente en que podamos inspirarnos. Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas -particularmente al humanismo marxista- y teniendo como norte el proyecto de la sociedad que deseamos, inspirada en los anhelos más hondamente enraizados en el pueblo chileno”.
Lo que era sencillo, en su concepto, era la forma de llevar adelante ese camino: “atender a las grandes reivindicaciones populares”.
Y reflexionaba: “ningún valor universal merece ese nombre si no es reductible a lo nacional, a regional, y hasta a las condiciones locales de existencia de cada familia. Nuestro ideario podría parecer demasiado sencillo para los que prefieren las grandes promesas. Pero el pueblo necesita abrigar sus familias en casas decentes con un mínimo de facilidades higiénicas, educar a sus hijos en escuelas que no hayan sido hechas sólo para pobres, comer lo suficiente en cada día del año; el pueblo necesita trabajo, amparo en la enfermedad y en la vejez, respeto a su personalidad. Eso es lo que aspiramos dar en un plazo previsible a todos los chilenos. Lo que ha sido negado a América Latina a lo largo de siglos. Lo que algunas naciones empiezan a garantizar ahora a toda su población”, concluyó, con una referencia a la Unión Soviética, cuyo ejemplo había invocado al inicio de su alocución a los congresistas de todos los partidos.
El presidente que, de manera superficial e indolente, incluso en un acto “solemne”, dedicado a su memoria, pretende invocar el pensamiento de Salvador Allende, carece de todo “proyecto”, y menos, si cabe, de uno de transformación social.
Pero, además, su política es la negación misma de “la atención de las grandes reivindicaciones populares”. Su gobierno, a los estudiantes secundarios que piden “escuelas no sólo para pobres”, no les da colegios, sino balas y palos. Al pueblo que necesita trabajo, le responde con medidas que favorecen a los ricos y capitalistas. A los enfermos y ancianos que necesitan amparo, les retruca con indiferencia y protección para quienes lucran con esas necesidades.
Este 11 de septiembre no se distingue de otros que hemos conocido en el pasado. Ya hemos visto tantas veces la utilización cínica del recuerdo de los mártires populares, hemos presenciado la represión y las apologías de la dictadura, presentadas como “conservación del orden público” y “defensa de la democracia”.
Pero no habíamos visto a un gobierno tan desesperado y fracasado que pretenda con esa misma infamia granjearse los favores del pinochetismo. Siempre hay una primera vez.