Mijaíl Gorbachov, quien falleció hoy a los 91 años de edad, es descrito como una figura “trágica”. A pesar de sus intentos de reformas, se dice, el derrumbe del sistema soviético era inevitable, al igual que la caída política de su último dirigente. Tal como entonces, esa interpretación es un relato interesado.
“Un hombre que cambió el curso de la historia”: es una frase que se encontrará en la mayoría de los obituarios en recuerdo de Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, proveniente de una familia de campesinos humildes del Cáucaso, hijo de un combatiente del Ejército Rojo, abogado y el último presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Sin embargo, ese logro final como estadista ya debería llamar la atención. Pues, así como fue el último presidente de la URSS, también fue el primero en ostentar ese título. Hasta que Gorbachov asumió ese cargo, modelado según la tradición estadounidense, el papel de jefe de Estado lo ostentaba el presidente del presídium del Soviet Supremo.
La caída política de Gorbachov coincide exactamente con la desaparición del Estado que encabezó.
El relato oficial de cómo se llegó a eso es sencillo.
Gorbachov, un joven burócrata de ideas modernas, llega a encabezar el Partido Comunista soviético, propone reformas destinadas a abrir el país y democratizarlo, y en ese proceso, siempre trágicamente, se encuentra atrapado entre liberales y conservadores. Para los primeros, sus reformas se quedan cortas, para los segundos, representa una amenaza.
Los inmovilistas intentan detener la ineluctable caída de la Unión Soviética; el fracaso de su tentativa termina también con el protagonismo de Gorbachov, reemplazado por líderes más dinámicos como Boris Yeltsin y los dirigentes de las diversas naciones dominadas, hasta entonces, por Rusia.
La democracia y el libre mercado llegaron, finalmente, a esa parte del mundo que había querido, inútil y sangrientamente, crear otro tipo de sociedad. Ese proceso, sin embargo, se desvió un tanto, terminando en sistema de oligarcas y autoritarismo que, no por casualidad, pinta a Gorbachov como el culpable de la caída aquel “imperio”.
¿Lo es?
Al menos en eso coinciden, aunque con una distinta valoración, Putin y Biden; el actual régimen ruso y la potencia vencedora de la guerra fría.
Pero hay una diferencia. Estados Unidos, quien tras la desaparición del bloque soviético quedó como única gran potencia hegemónica mundial, al menos por un breve momento histórico, considera que el derrumbe de la URSS era inevitable y el papel de Gorbachov en ese proceso, por ende, trágico.
Lo que no dicen, es que las políticas de perestroika (reestructuración) y glasnost (transparencia) asociadas a Gorbachov esconden, principalmente, la adaptación de la propia Unión Soviética al capitalismo.
La denuncia del período de estancamiento de la década de los ‘70, con la que Gorbachov inició su trabajo como secretario general del PCUS, originó el desmantelamiento por dentro del sistema de planificación centralizada, favoreciendo la corrupción interna, que Gorbachov decía querer combatir, y la dependencia de créditos externos y acuerdos con organismos internacionales, empresas y potencias imperialistas.
La llamada “liberalización económica” emulaba las medidas adoptadas por los gobiernos de otros países del Pacto de Varsovia, principalmente Polonia y Hungría. Su resultado fueron el rápido descenso de las condiciones de vida de la población y el deterioro de sus conquistas sociales.
En el plano político, la reorientación de la perestroika significó el fin al apoyo a los movimientos de liberación en los países dependientes. Ese cambio estratégico influyó en la derrota de los procesos revolucionarios en El Salvador y Nicaragua. Pero, en general, significaba que la URSS ya no sería un contrapeso a los intereses del imperialismo estadounidense. Con ello, contribuyó a debilitar las luchas sociales en todo el mundo, incluyendo en los países capitalistas industrializados. No por nada Margaret Thatcher declaró que con “ese hombre” -Gorbachov- “podemos hacer negocios”.
El derrumbe de la Unión Soviética y de los países que se habían incorporado a un bloque común, no se inició en 1989 ni concluyó en 1992, con la disolución formal de la URSS. Tampoco representa exclusivamente el colapso del sistema del “socialismo realmente existente”, debido a que era “inviable”.
Fue, al contrario, la caída, en medio de protestas populares provocadas por las medidas pro-capitalistas aplicadas por los propios regímenes de esas naciones, de una nueva mixtura político y social, que, sin embargo, continuaría, con otra forma, bajo el nuevo orden “democrático” y “de mercado”.
El fin de la Unión Soviética significó, sólo entre 1992 y 1996, la reducción, de la expectativa de vida en ¡seis años!: el equivalente a la inmolación de una generación entera, no por una guerra, ni por una catástrofe natural o una pandemia, sino por la instauración del orden del capital.
Sin embargo, si de figuras trágicas se trata, más que mirar a Gorbachov, deberíamos considerar la suerte de Thatcher, Reagan o Bush (padre e hijo). Los líderes políticos del orden del capital, que presumían haber alcanzado el fin de la historia, nada construyeron con la incorporación de un tercio de la humanidad a su órbita.
Al contrario, profundizaron la crisis que amenaza la existencia de la humanidad, desataron guerras y conflictos, vaciaron las conquistas sociales y degradaron su bendita democracia.
Si nos preguntamos -y no es una cuestión vana- sobre la viabilidad y las condiciones del derrumbe de un determinado sistema económico, político y social, nuestra mirada debe dirigirse no a la antigua Unión Soviética, sino al capitalismo.
Un nuevo orden, basado en principios sociales distintos, del trabajo, del desarrollo humano, de la solidaridad y la igualdad, en cambio, por su parte, sólo debe fijarse en una cosa: cómo limpiarse del legado de los Gorbachov y suprimir su surgimiento.