El presidente Boric “instó” a los partidos oficialistas a llegar a un “acuerdo” para cambiar la nueva constitución, aún antes de que sea aprobada, y según los dictados de la derecha. Claramente, al régimen le gusta tanto el pacto del 15 de noviembre, que quiere repetirlo. No vaya a ser que se cumpla su deseo.
Cuando, en la noche del 25 de octubre de 2020, los resultados del plebiscito constitucional iban llegando, los dirigentes de los partidos del régimen se dieron cuenta de que algo no había salido bien. De nuevo.
Todo había comenzado un año antes.
En la madrugada del 15 de noviembre 2019 habían sellado un acuerdo que denominaron “por la paz y la nueva constitución”. Las negociaciones habían comenzado en los días previos, en el Congreso en Valparaíso. Las circunstancias eran, en los testimonios posteriores de los protagonistas, “dramáticas”.
Según el entonces presidente del Senado, Jaime Quintana, el gobierno le había comunicado, a través del ministro del Interior, Gonzalo Blumel, que era necesario que los partidos llegaran a un acuerdo, porque, de lo contrario, no quedaría otra que declarar un nuevo estado de excepción. De acuerdo con otros relatos, se estaba fraguando un “golpe” o un “autogolpe”.
Como ninguno de esos dirigentes manifestó, ni entonces, ni después, una objeción clara e inequívoca frente a ninguna de esas hipótesis o planteó, en consecuencia, la necesidad de defender el orden democrático, sólo se puede concluir una de dos cosas. O no les importa el orden democrático o no era ese el peligro que los movió a actuar, sino que fue el temor a que las movilizaciones populares los golpearan a ellos también.
Convengamos que lo que parece contradictorio perfectamente puede ser complementario. Es decir, es posible que no quisieran levantar ni un dedo frente a la amenaza de una agudización de la represión en contra del pueblo -que sólo se podría realizar por medios dictatoriales- y que, al mismo tiempo, temieran mucho más a la respuesta popular.
Pese a lo extraordinario de las circunstancias, los involucrados en las negociaciones no quisieron romper con sus rutinas: los jueves en la tarde nadie trabaja en el Congreso en Valparaíso, aunque el país “esté en llamas”. La mayoría de los parlamentarios se fue a sus casas, con excepción de los negociadores y de algunos otros, que también querían ser parte de las tratativas.
Las conversaciones se retomaron en la antigua sede del Senado, en la calle Compañía de la capital. Éstas, a pesar de lo complicado de las materias tratadas, avanzaron a un paso rápido. No hubo desavenencias importantes, especialmente luego que el entonces diputado Gabriel Boric y el senador de la UDI, José Antonio Coloma, presentaran a los demás un esquema que habían acordado en una charla que habían tenido en el baño de hombres, donde habían coincidido para aliviar sus necesidades biológicas. Muy fino.
Se realizaría un plebiscito, “de entrada”, en el particular léxico de sus autores; se elegiría una asamblea, que debía llamarse “convención”, que se conformaría exactamente como la Cámara de Diputados; la nueva constitución, elaborada por ese órgano y con una mayoría de dos tercios -que aseguraba, en cualquier circunstancia, el control de la derecha sobre su contenido- se sometería a un plebiscito, bautizado “de salida”.
Ese era el acuerdo. En apariencia, eso sí, porque no explicitaba su punto principal: todos se comprometían, bajo cualquier circunstancia, a proteger al gobierno de Piñera y a mantenerse ellos mismos en sus cargos en el Congreso. Eso, sin embargo, nadie quiso dejarlo por escrito. Adicionalmente, hubo otro subentendido: nadie esperaba que aquella nueva constitución fuera sustancialmente distinta a la actual.
Todo se dio a conocer en la madrugada del viernes 15 de noviembre. La causa de la demora fue que, pese a que el trato ya había sido cerrado, el senador Andrés Allamand insistió, a última hora, en algunos cambios: el órgano constituyente debía componerse de parlamentarios, al menos en parte, y éste sólo podría modificar la constitución pinochetista. Es decir, si una propuesta específica de una norma no lograba los dos tercios, seguiría rigiendo el artículo de la constitución del ’80.
Tardó un tiempo convencerlo de que eso no era la idea. Para que se dejara de fregar, se incluyó la posibilidad de una convención “mixta”, mitad elegida, mitad designada por el Congreso entre sus miembros.
Para entonces, los honorables estaban cansados. Había muchos otros detalles que revisar, pero eso se lo dejaron a una “comisión técnica” que se establecería después.
El hecho de que la parte pública del acuerdo debería ser sometido a un trámite legislativo en las dos cámaras del mismo Congreso Nacional al que todos, o casi todos, los firmantes del acuerdo pertenecían, no tuvo la más mínima importancia.
Todo saben que lo que ocurre en el Congreso es una farsa. Y los que más claro lo tienen, son sus honorables miembros.
Pero muy pronto los chefs, sous-chefs, sommeliers, ayudantes y lavaplatos de esta cocina se percataron de que algo andaba mal.
Lo primero y principal: el levantamiento popular, que el acuerdo debía frenar, simplemente seguía. Y, peor aún, ignoraba el acuerdo, si es que no lo denunciaba por lo que era: un intento desesperado de un pequeño grupo aferrado al poder de salvarse a sí mismos mediante lo que creían eran concesiones importantes, pero que nadie había pedido.
Lo segundo, al propio acuerdo le fue entrando agua la bote. La derecha, al cabo de un par de días, comenzó a hablar que llamaría a rechazar lo que ellos mismos habían acordado.
¿Cómo era posible? El tiempo apremiaba.
En abril de 2020 se votaría el plebiscito. Un par de meses después, a la convención. Y cuando ésta terminara -se habían fijado nueve meses de funcionamiento- iba a haber una nueva constitución, que se ratificaría en septiembre de 2021. Eso significaría que el nuevo gobierno y el nuevo poder legislativo serían elegidos ya bajo las reglas de una nueva constitución.
Ese era el acuerdo. ¿Funcionaría? ¿O se habían equivocado?
La pandemia global dio un respiro al régimen. Las movilizaciones se frenaron y el país miraba, como el resto el mundo, el futuro inmediato con incertidumbre y preocupación.
Y entre los dirigentes políticos surgieron todo tipo de ideas. ¿Y si suspendemos todo indefinidamente? Total, nadie cree ya en el famoso acuerdo, decían.
Finalmente, optaron por aplazar el plebiscito a octubre de 2021.
Pero cuando llegó el día y los resultados electorales, todos se percataron que su famoso plan no estaba resultando. La proporción de casi 80-20 a favor del Apruebo iba más allá de los cálculos de los partidos: parece que esta gente de verdad quiere una especie de cambio de algún tipo… ¡Ay, ay, ay!
El año siguiente, cuando se votó la convención, hubo otro accidente.
La derecha no logró su tercio de bloqueo y, tomado en general, los partidos del régimen quedaron en minoría.
¡Santo cielo! ¡En qué nos metimos!
Costó, pero, al final, se logró normalizar el problema de la convención. La propuesta constitucional no daña a los grandes intereses económicos, no obliga a realizar cambios inmediatos y deja en manos de los partidos su implementación real.
Todo bajo control.
Pero, aun así, hay algo que les molesta igual: esa maldita democracia. ¿A quién se le ocurrió esto de los plebiscitos, en que puede pasar cualquier cosa?
Así, con el correr de los meses se han ido sumando los representantes del régimen que llaman a rechazar. Pero no, alegan, para que vuelva la constitución del ’80. No, no. Para hacer un nuevo acuerdo, entre todos los partidos, como aquella vez.
Ahora, el -hay que decirlo- indiscutido líder del oficialismo, porque no le avisó a nadie, Gabriel Boric, se suma a esa posición.
No dice Rechazo, porque eso se vería mal, pero sostiene que la propuesta, esa misma que se elaboró, se supone, siguiendo un proceso democrático, sea modificada por los partidos en un nuevo y amplio acuerdo.
Al hipócrita “rechazar para reformar” de la derecha, Boric le opone un cínico “aprobar para rechazar”.
Porque eso es lo que quiere decir cuando afirma que “las coaliciones están de acuerdo en lo sustantivo de que el proyecto es perfectible, y son ellas las encargadas de dar las garantías de que eso se va a llevar adelante. No solamente lo veo viable, sino que los insto” [en castellano debe decir: las-concordancia de género- insto a -el verbo es transitivo- hacerlo -o cualquier otro complemento; pero se entiende igual].
No se trata, por supuesto, de que “las coaliciones” del oficialismo estén de acuerdo en lo que sería “perfectible” de la propuesta constitucional, sino en celebrar un nuevo pacto con los demás partidos del régimen, para ver cómo siguen protegiendo sus intereses, al margen del proceso democrático que ellos mismos inventaron.
En otras palabras, a un mes del plebiscito, uno de los principales impulsores del acuerdo del 15 de noviembre ratifica nuevamente que ese acuerdo nació muerto y que ahora quiere intentarlo de nuevo.
Les deseamos mucha suerte en ese empeño, señores.
La van a necesitar.