Parece ya una eternidad, pero son sólo cinco meses de la guerra entre Ucrania y Rusia. Esa sensación de desconcierto temporal se debe a que ya ha pasado suficiente tiempo para hacer un balance y sacar lecciones.
Operación militar especial, invasión o guerra. Las palabras no son inocentes. Cada quien usa la denominación que más le acomode para referirse al conflicto armado -¡otra palabra!- entre Rusia y Ucrania.
Pero, contrario a una idea que mucha gente abraza sin considerarla con la profundidad necesaria, las palabras no “crean realidad”.
Y cinco meses después del inicio de esta guerra, las realidades son abrumadoras, independientemente del lenguaje que se quiera usar.
El 24 de febrero de 2022, cuando el mundo respiraba aliviado porque la pandemia del Covid-19 retrocedía tras la vacunación masiva, el orbe quedó en ascuas nuevamente. La amenaza de una guerra en Europa hacía, incluso, temer una confrontación nuclear, si los eventos se salían de lugar.
Pero la operación militar especial rusa no era, propiamente, el inicio de la guerra. Era la respuesta a otra “operación especial”, denominada “antiterrorista”, de las fuerzas armadas ucranianas. Y esta campaña belíca ya llevaba ocho años acechando los territorios orientales que se habían levantado en contra del régimen de Kiev.
Éste había integrado a grupos nacionalistas y neonazis en batallones y regimientos de choque que actuaban en el Donbas y reprimían a quienes mostraran simpatías con los separatistas en las zonas que controlaban. Durante todo este período, las fuerzas armadas ucranianas se habían transformado en uno de los ejércitos más grandes y mejor equipados de la región, gracias a un ingente e inédito programa de ayuda implementado por Estados Unidos.
Ya en 2020, las tensiones habían aumentado a un grado crítico, conforme Ucrania se preparaban para la conquista de las repúblicas populares de Luhansk y Donetsk. El cálculo estratégico que subyacía a la decisión ucraniana de lanzarse a esa guerra estaba en la expectativa de que contaría con el apoyo de la OTAN, en el caso de que Rusia intercediera en favor de los separatistas.
Pero Rusia se anticipó y golpeó a Ucrania bajo la consigna de “desnazificar y desmilitarizar” al régimen de Kiev.
Las tropas rusas avanzaron rápidamente hasta las grandes urbes de Ucrania, provocando pavor en las capitales europeas que se sumaron rápidamente a las políticas de sanciones económicas en contra de Rusia. Pero éstas no surtieron efecto. Al contrario, comenzaron a debilitar las economías de todo el mundo. Le siguieron envíos masivos de armamento letal y de última generación
Rusia cambio de táctica, dejó de acechar algunas urbes principales ucranianas y volcó su máquina militar hacia la liberación del Donbas y la protección terrestre de Crimea. Cayeron Melitopol, Jerson y Mariupol, sin contar otros cientos de poblados. Lugansk fue liberada totalmente del enemigo, en Donetsk continúa la lucha.
En el ámbito diplomático, en un principio hubo negociaciones para un alto al fuego que permitiera una solución pactada al conflicto. Pero Ucrania, siguiendo los lineamientos de Occidente, ha privilegiado un desenlace militar. Esa decisión carece de lógica, pues coincide con una serie de derrotas en el campo de batalla en manos de las fuerzas armadas de Rusia y de las tropas de las repúblicas populares.
El anhelo de Kiev ahora es poder revertir la situación militar, apoyándose en el material bélico provisto por la OTAN. La experiencia hasta ahora indica que eso es una ilusión. La corrupción, la falta de cuadros militares capacitados, la ingobernabilidad de los batallones nacionalistas, la impericia en el uso de armamento y la deserción, indisciplina y la perdida de voluntad para luchar, caracterizan el estado del ejército ucraniano en la actualidad.
Por esas razones, los que manejan la guerra no son los mandos militares ucranianos, sino sus aliados en Estados Unidos y el Reino Unido, ambos con el propósito de afectar de alguna manera la capacidad operativa de Rusia. Éstos han organizado la campaña de reposición de equipos y material destruido en los combates – aviones, helicópteros, lanzadores múltiples, radares y parte de sus vehículos blindados- y animan a los ucranianos a “resistir hasta el final”.
Pero, a medida que avanza el conflicto, Rusia ha ido cambiando sus tácticas, de manera de minimizar las bajas en soldados y material bélico. En el primer mes, el uso abusivo de vehículos blindados significó que fueran presa de los miles de misiles antitanques occidentales. La adecuación táctica implicó el uso de la aviación, misiles, drones y de la artillería, para luego acceder con material blindado para hacerse del territorio. Esos cambios volvieron obsoletas a las fuerzas terrestres ucranianas, que tuvieron que asumir posiciones defensivas estáticas.
Sabemos que el que pierde la iniciativa, pierde la guerra.
La guerra, como tal, está perdida para Ucrania. Sólo resta saber cuándo acabará y de qué manera.
Pero eso es ya un mero episodio en un proceso mayor. Las potencias europeas que apoyan casi incondicionalmente la solución militar al conflicto sufren de la inflación, la merma de sus economías y crecientes turbulencias políticas internas.
El gran bloque de países encabezado por Estados Unidos, por primera vez en varias décadas, se ve en minoría frente al mundo que mira con distancia una guerra en que distintas potencias se enfrentan por intereses ajenos a los problemas más apremiantes que deben enfrentar las sociedades.
El interés de Estados Unidos de hacer un frente común en contra de Rusia chocó con los intereses nacionales de los países que quieren que sus economías comiencen a producir luego de la pandemia y con la falta de una conducción política a nivel internacional.
Pese al control de los medios de comunicación, a una propaganda enconada contra Rusia y al apoyo incondicional de gobiernos satélites, el bloqueo y la destrucción de la economía de Rusia aún no muestran resultados.
Al contrario, muchos países se dieron cuenta de los enormes riesgos de la escalada belicista propiciada por Washington. Ya están notificados que sus reservas internacionales ya no están protegidas y pueden ser congeladas o expropiadas. Todo esto estimula acuerdos o frentes comunes políticos y económicos entre países “no alineados”. La, hasta hace pocos meses, improbable revitalización del llamado pacto BRICS o la oposición a los planes estadounidenses en la reciente cumbre del G-20 son testimonio de una reorientación de fuerzas que busca adaptarse a este nuevo desorden mundial.
El gran aprendizaje de esta guerra es que la crisis general del capital lleva en sí mismo la tendencia a guerras imperialistas más frecuentes y más destructivas.
Frente a este proceso, los pueblos del mundo se ven en la necesidad urgente de actuar para terminar con un sistema basado en la explotación y la muerte.