Fiesta a la represión

El gobierno comenzó la semana con celebración a las fuerzas represivas: militarización, “escuadrón Centauro” en las calles y penas más altas. Para el júbilo, a falta de ideas propias, debieron recurrir a las probadas políticas de Sebastián Piñera en la materia.

“Tenemos buenas noticias. Queremos dar inicio y revitalizar el plan, ehhh, el escuadrón… ehhh…”.

La ministra del Interior, a punta de coaching y asesorías, ya no lleva la cara de cachorrito triste de las últimas semanas. Ahora habla fuerte y golpeado, con los acentos en la “prímera” sílaba, como se estila en cuarteles.

Pero eso no evita que igual se le olvide cómo se llama el “escuadrón” de pacos que quería presentar públicamente en la 51ª Comisaría, en Pedro Aguirre Cerda. Una rápida mirada atrás y ahí estaba su salvador, el general director de Carabineros, Ricardo Yáñez: “Centauro”, susurró el policía.

Eso. “Centauro”, repitió la ministra. Escuadrón Centauro se llama.

Según Yáñez, se trata de una “unidad de radiopatrullas que trabaja bajo el concepto de enjambre”. No es broma, por supuesto. Esta gente realmente habla y piensa así.

El Escuadrón Centauro fue una invención del primer gobierno de Piñera. En 2010 asignó a parte de la 30ª Comisaría de Radiopatrullas al refuerzo de las grandes redadas de fin de semana implementadas por Carabineros en esa que buscaban, no seguridad o prevenir delitos, sino otra cosa: detenidos. Mientras más, mejor.

El esquema les quedó gustando y lo extendieron a regiones. En Santiago, por ejemplo, el Escuadrón Centauro se emplazaba en seis accesos a la población La Legua Emergencia y realizaba un control de identidad a toda persona entrara o saliera del sector, como si estuvieran en los territorios palestinos.

Curiosamente, nada de eso disminuyó en un ápice los negocios del narcotráfico.

Al parecer, a los que transportaban la merca y los fierros no los controlaban tanto, a diferencia de todo el resto de los vecinos, a los que les hacían la vida imposible.

Y a muchos, esa era la consigna, se los llevaban a la comisaría. Iban presos, por responderle mal al carabinero, por una citación pendiente, por permiso de circulación vencido o porque sí. Como es obvio, toda esa gente salía libre el lunes, pero se había cumplido con el objetivo: aumentar la estadística de detenidos.  

Con el tiempo, el propio gobierno de Piñera fue abandonando las redadas masivas y los controles fijos.

Pero el Escuadrón Centauro continuó y, con ello, los problemas, incluso en el plano interno.

El año pasado, el Tribunal Oral en lo Penal de Los Ángeles condenó al subteniente Felipe Fernández Pineda por apremios ilegítimos: en 2018 había sacado a un detenido del calabozo y sometió a su víctima, que tenía las manos esposadas, a una golpiza con su bastón retráctil. El tormento sólo se detuvo cuando sus subordinados, finalmente, se decidieron a actuar para frenar la agresión.

Fernández pertenecía, por cierto, al famoso escuadrón.

El sumario interno de Carabineros sancionó al subteniente con un día de arresto. Los policías que intervinieron para detener la golpiza, en cambio, fueron castigados con cuatro días de arresto.

Y la justicia ordinaria, finalmente, impuso una pena de 541 remitidos a Fernández. Es decir, el torturador no pisó ni un solo día una cárcel por el delito cometido.

Lo interesante es el relato del teniente. En la declaración judicial de Fernández se señala que “la unidad de intervención Centauro tiene personal calificado para estar en ese cargo, no lo dispone él, sino que la jefatura y él calificaba para estar ahí. Y su misión es trabajar en los lugares más peligrosos y conflictivos de una comuna y trabajar en materias de control de orden público como primera respuesta. Por eso, tenía un uniforme diverso, este bastón isomer y un sinfín de otros elementos”.  

Según Fernández, toda la situación se debió a que el detenido, recordemos, esposado y encerrado en un calabozo, quería… ¡fugarse! y a que los carabineros de la 1ª Comisaría de Los Ángeles -que no pertenecían al escuadrón- le “querían hacer la cama”, porque “sabían como era él, recto”.

Este grupo, entonces, especial es el que el gobierno quiere “revitalizar”, siguiendo las mismas pautas de actuación impuestas por Piñera: no perseguir o prevenir delitos, sino detener a la mayor cantidad de gente posible.

La principal asesora del presidente Boric, Lucía Dammert, una importante operadora en los círculos de “seguridad” del Estado, objetó -en 2012- que el indicador de éxito fuera la cantidad de detenidos: “no da luces sobre si aquellas detenciones fueron justificadas, ni sobre la evolución de los detenidos: qué penas se sancionaron, qué porcentaje estuvo justificado, etcétera. Además, evidentemente, las detenciones no deben ser un fin en sí mismas”.

Los tiempos han cambiado, claramente. Porque ahora rige nuevamente la doctrina Piñera. La ministra Siches, en su alocución en la comisaría de Pedro Aguirre Cerda, que el aumento de la dotación policial en 17 comunas del país había llevado a que “se desarrollaran más de 1.500 detenciones”. “¡Casi dos detenciones por hora!”, exclamó, satisfecha.

Seguiría contenta. Horas más tarde, el Congreso Nacional aprobó la extensión del estado de excepción en cuatro provincias del sur o Wallmapu, como Siches le decía antes de promover su militarización.

La ministra, quizás por el exceso de alegría ante tanto éxito, dejó escapar una rara confesión, aunque podría ser que de manera involuntaria. Ante la pregunta de si el estado de excepción seguiría siendo “acotado”, Siches simplemente dijo que “ese debate es espurio”.

Pocas veces Siches se ha expresado con tanta precisión. Porque espurios fueron los argumentos con los que el gobierno quiso justificar la militarización hace un mes. O sea, puras mentiras. El decreto que establece el control del Ejército y la Armada no “acota” absolutamente nada.

Reinó en el Congreso la “unidad nacional”. Sólo la senadora Fabiola Campillai y siete diputados se opusieron a la intervención militar en contra del pueblo mapuche.

El Escuadrón Centauro, “revitalizado”, y la militarización dirigida en contra de la lucha del pueblo mapuche no fueron las únicas ideas que el gobierno tomó prestadas de Piñera este lunes.

El ex presidente, vía Twitter, había reclamado que un proyecto, presentado durante su gobierno, que crea un “estatuto de protección” para miembros de Carabineros, Investigaciones y Gendarmería, “dormía en el Senado”.

Sus sucesores no tardaron sino un par de horas en complacerlo, aunque en la particular versión del castellano de la ministra Siches: “nosotros tenemos propuesto como gobierno modificar el código penal. Y en esa discusión, es importante analizar cómo se gravan las penas a aquellos que somos funcionarios públicos, entre ellos, particularmente, a Carabineros de Chile”.

Por supuesto, el gobierno no quiere imponer un impuesto (que eso significa gravar) a las penas, sino sólo aumentarlas; y, tampoco, a ella misma ni a los pacos, sino a quienes los atacan.

Único problema sería determinar qué exactamente se quiere castigar.

El Código, no Penal, sino de Justicia Militar ya contempla las máximas penas a quien mate a un carabinero, y las sube sustancialmente para otros delitos, como lesiones. Eso se llama maltrato de obra a carabinero.

En 2005, bajo el gobierno de Bachelet, otra gran amiga de Carabineros, ya se aumentaron las penas. Ahí no hay mucho más que hacer. De hecho, el proyecto de Piñera tampoco busca incrementar el castigo, sino impedir que los condenados obtengan penas sustitutivas o la libertad condicional.

A lo que Siches se refirió es a algo distinto y que sí está, como ella dijo, en el Código Penal, y que, en efecto, también la incluye a ella, además de los pacos.

Se trata del atentado a la autoridad.

Calma. Es menos grave de lo que suena.

Aunque, quizás, en eso esté el problema.

Veamos en qué consiste ese “atentado”: la ley dice que uno de los casos es de aquellos que “acometen o resisten con violencia, emplean fuerza o intimidación contra la autoridad pública o sus agentes” (ahí entran pacos, ratis y gendarmes).

Interesante: los que se resisten a los pacos o a la autoridad pública, o sea, el gobierno, por ejemplo. Pero resistir, intimidar, emplear fuerza ¿en qué sentido?

El contexto lo deja bastante claro. Porque el otro caso de atentado a la autoridad es para quien “sin alzarse públicamente” (o sea, con armas, guerra civil y todo eso) usa “fuerza o intimidación” para alcanzar… ¿qué exactamente?

Bueno, varias cosas: “cambiar la Constitución del Estado o su forma de gobierno” o “impedir la promulgación o la ejecución de las leyes” o “coartar el ejercicio de sus atribuciones o la ejecución de sus providencias a cualquiera de los Poderes Constitucionales” o “arrancarles resoluciones por medio de la fuerza”, entre otras lindezas.

El lector atento y la lectora acuciosa, ya se han dan cuenta para dónde van los tiros: todos estos actos son de naturaleza política.

Las movilizaciones sociales ¿no buscan arrancarle por medio de la fuerza resoluciones al gobierno? ¿no quieren, muchas veces, impedir la ejecución de ciertas leyes, por ejemplo, las corruptas?

De lo que hablan Siches y los jefes de los pacos, entonces, nada tiene que ver con que, si un narco mata a un carabinero -cosa que, por lo demás, no ocurre nunca o muy rara vez- éste se seque en la cárcel.

No, no.

Las penas más altas están pensadas para otra cosa.

Lo que tienen en mente, por supuesto, es otro levantamiento popular.