Boric va a Norteamérica y sale cuña: el presidente invitó a los empresarios chilenos a invertir con “los altos estándares canadienses”. ¿En qué consisten esos “estándares”? Véalo aquí. Se va a sorprender. O no.
Mariano Abarca, de Chicomuselo, en el estado de mexicano de Chiapas, era un hombre persistente. Había organizado a los campesinos del sector para luchar en contra de una empresa canadiense, BlackFire, que quería emplazar una mina de barita en sus tierras ejidales, es decir, de propiedad colectiva. Los permisos, los canadienses los habían obtenido de un gobernador corrupto.
Pero no contaban con Abarca, ni con el pueblo, que resistía con fiereza el robo de sus tierras.
Así que alguien decidió ensañarle una lección a Mariano Abarca. En 2007, unos matones lo asaltaron en su casa. Le sacaron a mugre, a él, a su mujer, a sus hijos. Que se dejara de joder a los gringos, le dijeron.
Pero no. Mariano seguía.
En 2008, BlackFire le puso una demanda y lo detuvieron. Tampoco sirvió.
En 2009 fue al Distrito Federal. Allí, frente al parque de Chapultepec, se manifestó ante a la embajada de Canadá. Denunciaba la persecución de la que era objeto y la colusión del gobierno canadiense con los intereses de la minera.
¿Fue eso lo que selló su suerte?
Pocos días después, Mariano había desaparecido.
Sus compañeros temían lo peor.
Pero no, gracias a Dios.
Había sido detenido por las autoridades, bajo los cargos de asociación ilícita; sólo que se habían tardado varios días en avisar, eso era todo.
El problema era que Mariano era uno de esos… de los que nunca se doblegan, hicieran lo que hicieran. El 27 de noviembre de 2009, unos sicarios en motocicleta le dispararon en el pecho, en la puerta de su casa.
Ahí sí, y sólo así, pararon a Mariano Abarca Roblero, albañil.
La policía detuvo pronto a cuatro sospechosos del asesinato, todos empleados de BlackFire. Los tribunales, sin embargo, los liberaron rápidamente y nunca más se supo de ellos.
La búsqueda de justicia, alentada por familia de Abarca y por organizaciones medioambientales de México y Canadá, se centró en el papel del gobierno de Ottawa o, más concreto, en su representación diplomática en México.
La embajada, se supo luego de la divulgación de correos electrónicos internos, mantenía un contacto constante con los ejecutivos de BlackFire y presionaba a las autoridades del estado de Chiapas a que reprimiera las protestas en contra de la mina. Los mensajes también muestran que la embajada estaba al tanto del pago de coimas a altos funcionarios chiapanecos y al alcalde de Chicomuselo. Según testimonios, en una reunión en agosto de 2009, entre el secretario de gobernación de Chiapas y los jefes de Blackfire, el primero pidió un pago de 65 mil dólares y se concluyó que “Abarca debía ser eliminado”.
Los reclamos por la actuación del Estado canadiense en el asesinato de Abarca fueron rechazados en por la justicia del país norteamericano. Ahora se hace nuevo intento ante la Corte Suprema.
Sólo un mes después de la muerte de Mariano, fue asesinado, un poco más al sur, en el departamento de Cabañas, El Salvador, Ramiro Rivera Gómez, miembro de una organización campesina, el Comité Ambiental de Cabañas para la Defensa del Agua y los Recursos Naturales, que se había enfrentado a la compañía canadiense Pacific Rim. También ese homicidio era culminación de años de persecuciones y amenazas de la empresa, apoyada por los representantes diplomáticos de Ottawa.
Seis días más tarde, otra integrante de la organización, Dora Alicia Recinos Sorto, fue asesinada, pese a que se le había otorgado protección policial. Tenía 32 años y estaba esperando un hijo. Estaba en el octavo mes de gestación.
Esos son sólo tres ejemplos de los “estándares canadienses”.
El presidente Boric en su visita a Ottawa pidió a los empresarios chilenos seguir esos “altos estándares medioambientales”.
Para alguien que hizo, por ejemplo, de la aprobación del acuerdo de Escazú una bandera política destacada, hablar de “altos estándares” canadienses parece o una muestra de ignorancia irresponsable e inexcusable o un acto de cinismo repulsivo.
Ese acuerdo llama, entre otras cosas, a los Estados a “favorecer el acceso a la justicia en asuntos ambientales, así como la creación de instrumentos que permitan la protección y seguridad de los defensores ambientales”. Cabe esperar que hombres y mujeres humildes, como Mariano o Ramiro o Alicia, también quepan en esa categoría.
Un informe reciente de la ONG Global Witness, señala que, en 2020, de los 227 asesinatos reportados, documentados por vía oficial, contra defensores de la tierra y el medioambiente, el 73% (165) fueron registrados en países latinoamericanos. En orden de ocurrencia, está en primer lugar Colombia, luego Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua.
Las cifras de 2019 dan cuenta de lo mismo. También las del 2018, las del 2017… América Latina ocupa este lugar, el más peligroso para los defensores ambientales, desde 2012.
“Estamos viendo intereses más fuertes sobre la tierra y los recursos naturales para responder a las demanda de los consumidores. Industrias como minería, agronegocios o la explotación de madera están entrando cada vez más a nuevos territorios, en los cuales vemos que las empresas están haciendo acuerdos con políticos corruptos para imponer proyectos”, opinó Ben Leather, funcionario de Global Witness.
Según el reporte, la minería es el sector donde se produce la mayor cantidad de asesinatos, desplazamientos, desapariciones, entre otros crímenes contra la población.
De acuerdo a otro informe presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2017, en América Latina había 22 proyectos mineros canadienses “que presentaban graves impactos en el ambiente y vulneraciones de Derechos Humanos”.
La base de datos del Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina (OCMAL) registra actualmente 219 conflictos activos debido a la minería, en 20 países de la región.
De los proyectos mineros canadienses, 39 están en Perú, 37 en Chile, 37 en México, 27 en Argentina y 20 en Brasil.
En Perú, la Defensoría del Pueblo registraba, en septiembre de 2013, 107 conflictos sociales activos o latentes en el sector de la minería, de un total de 148 conflictos socioambientales.
Tanto es así, que “los altos estándares canadienses” en América Latina tienen un nicho de estudio particular dedicado exclusivamente a ellos. Uno de tantos, es el que elaboró el “Proyecto Justicia y Responsabilidad Corporativa” (JCAP).
La JCAP “ha documentado inquietantes incidentes de violencia relacionados con las compañías mineras canadienses en América Latina. En general, ni el gobierno canadiense ni la industria están monitoreando o reportando tales incidentes”.
Estos son algunos de los antecedentes que reporta el informe de 139 páginas, titulado “La marca canadiense: la violencia y la minería canadiense en América Latina” :
Adicionalmente, la investigación muestra que las compañías canadienses que cotizan en la Bolsa de Valores de Toronto no incluyen reportes de violencia en sus divulgaciones obligatorias sobre el desempeño corporativo. Entre 2000 y 2015:
Según datos más actuales, entregados por la plataforma Distintas Latitudes “entre el 50% y el 70% de la actividad minera en América Latina está a cargo de empresas canadienses. En el 2012, operaban 67 empresas mineras canadienses en Argentina; 50 en Brasil; 55 en Chile; 39 en Colombia; 17 en Brasil; 201 en México y 89 en Perú” y las siete empresas mineras canadienses más importantes, en cuanto a los ingresos provenientes de la explotación minera en América Latina son Barrick Gold, Yamana Gold, Teck, Goldcorp, Kinross Gold, Pan American Silver y Gran Colombia Gold.
El informe de la plataforma cita al New York Times, que se ha referido a este drama de los derechos humanos como “el lodo de las mineras canadienses en América Latina”.
Esta situación, de acuerdo al periódico, no ha cambiado bajo la administración de Justin Trudeau, primer ministro que “se ha hecho viral en redes sociales por sus visiones progresistas y pro refugiados”.
No. ¿Por qué habría de cambiar? Ya queda claro que el progresismo liberal, en los dos hemisferios, no duda sumergirse en el lodo y en la sangre de los grandes capitales.