Estados Unidos instigó la guerra en Ucrania. Y justo cuando los costos del enfrentamiento se generalizan y las potencias europeas deben prepararse para el difícil desenlace del conflicto, Washington abandona el viejo continente, y se lanza a atizar las tensiones en Asia.
La guerra en Ucrania se prolonga. Y crece la incertidumbre sobre cómo va a terminar.
Estados Unidos, acompañado del Reino Unido, es el principal impulsor militar del conflicto. Por medio de la OTAN amenaza a cualquier iniciativa política de relaciones entre comunidades que pueden socavar su prevalencia a nivel global.
En el caso actual, dispararon sobre los nexos políticos y económicos que se estaban levantando entre la Unión Europea (principalmente, Alemania) y Rusia. En Washington habían tomado debida nota de las consecuencias para la posición mundial de Estados Unidos si esa asociación se profundizaba.
Hoy todo eso quedó trastocado. Los principales baluartes europeos, Alemania y Francia, tuvieron que supeditarse a la retórica más belicista de países de segundo orden como Polonia que, estimulados por Estados Unidos, proponen la humillación de Rusia y, consiguientemente, la elevación de su propio poder en Europa oriental.
Pero, contrariamente a sus predicciones y suposiciones, la guerra no es favorable a sus intenciones anexionistas y expansionistas.
El conflicto ha dejado en evidencia la debilidad política de Europa, una Europa que es una unión de gobiernos, pero que carece de una conducción e ideología, y es más débil cuando las crisis estallan dentro de sus fronteras.
En lo militar, por años y por reminiscencias de la guerra fría, siguió dependiendo formalmente de Estados Unidos a través de la OTAN. Y, hoy, el pacto atlántico es un factor de que condiciona el poder político de los países europeos, daña sus perspectivas económicas y compromete su seguridad, con la instigación de nuevas y viejas amenazas en sus fronteras.
Mientras Europa apenas lidia contra la inflación, el peligro del desabastecimiento energético, la merma de producción, la ola de inmigrantes, la falta de reservas militares, y los costos de la continua ayuda financiera a Ucrania, en el mismo momento, Estados Unidos se despliega hacia Oriente.
En Asia, el presidente Joseph Biden promete a Corea del Sur la protección ante cualquier conflicto, una amenaza velada -o menos que eso- en contra de Corea del Norte.
Pero va más allá. Pone en alerta a China.
Biden anunció públicamente que Estados Unidos intervendría en Taiwan de manera directa. El gobernante rompió en dos segundos con décadas de la política exterior estadounidense, basada en la aceptación formal del “un país, dos sistemas”, con respecto a la relación entre China y Taiwan; y la llamada “ambigüedad estratégica”, con respecto a una guerra directa con la República Popular China sobre el diferendo taiwanés.
Paralelamente, propone reflotar el TPP-11, desechado por Trump, pero como un tratado nuevo, dirigido ahora explícitamente en contra de China.
En otras palabras, el octogenario mandatario, no contento con dejar en ascuas a los europeos, ahora la siembra la alarma de confrontación política y el peligro de guerra en Asia.
Y, dicho al margen, provocando, de paso, honda inquietud en otros países dependientes del Pacífico, especialmente en el sur, que también deberán definirse. ¿Serán capaces? Bueno, al menos uno de sus gobernantes fue elegido el más influyente del mundo por la revista Time, así que no debería haber problema ¿verdad?
Pero volviendo del paréntesis y de la periferia al centro, al norte global, va quedando claro que el fin del conflicto en Ucrania no podrá depender de Estados Unidos.
Deberá ser arbitrado por los mismos países europeos y Rusia.
Y, justamente, esa perspectiva es la que hoy parece más lejana y difícil.
Los tambores de guerra resuenan con más fuerza en el lado ucraniano que habla de una “victoria” sobre Rusia.
El problema es que pasará un buen tiempo hasta que se compruebe fehacientemente que esa tesis es una mera ilusión.
Todo el armamento prometido ha estado llegado Ucrania. Pero ese influjo de material no se ha convertido en un factor desequilibrante. Lo único que hace es postergar el fin.
La ayuda de los países occidentales a Ucrania se acerca a los 65 mil millones de dólares. Una parte importante de esa suma corresponde a equipo militar que, en muchos casos, es destruido casi inmediatamente. Washington reconoce ese hecho cuando admite que debe recurrir a rutas “variadas y resilientes” -es decir, más lentas y sujetas a ataques- para ingresar sus equipos militares a Ucrania.
Otra parte de ese dinero va, simplemente, a sostener a un Estado que, ya antes de la guerra, estaba en plena bancarrota. Y sea cual sea el desenlace del conflicto, Ucrania tendrá que pagar esta nueva deuda en el futuro.
En el plano político, la capacidad de acción europea para terminar el conflicto y delinear una posguerra parece hoy muy reducida.
Y tampoco se ve cómo podría aumentar. Contra ello conspiran múltiples factores: el condicionamiento que ejerce la OTAN, las influencias directas de Estados Unidos en el continente, los efectos adversos de las sanciones económicas, el papel desestabilizador del Reino Unido, el expansionismo de Turquía en los bordes europeos, la creciente inquietud en los Balcanes, los peligros del terrorismo y del nazismo, y se podría seguir.
Mientras no se resuelvan algunas de estas variables, la guerra continuará afectando a Europa. Corre el peligro de enfrentar con desventaja la desgastante competencia que ejercerán nuevos bloques continentales que mermarán el poder de las potencias imperialistas ya establecidos.
¿Y Rusia?
Incluso una victoria en el campo de batalla ucraniano dejará en evidencia que no podrá subsistir sola. Deberá integrarse a un bloque mayor para defenderse.