Hasta el último día, la convención dejó en suspenso cómo se regularía la propiedad del Estado sobre los recursos naturales y, en particular, la gran minería del cobre, en la nueva constitución. Ahora, el misterio ha sido develado, en medio de 499 artículos del borrador: todo sigue igual.
La nueva constitución trata sobre innumerables asuntos. Algunos de ellos son novedosos y, por eso mismo, fácil presa de las burlas reaccionarias, como el reconocimiento a las ferias libres o el mandato al Estado a explorar el espacio, dos cosas que, a nosotros, al menos, nos parecen perfectamente razonables.
Pero hay un tema del que nunca se habló mucho, pero que era cuidadosamente monitoreado por las grandes empresas transnacionales, organismos no gubernamentales y de estudios financiados por éstas, y por lobbyistas informales a su servicio: el destino de la gran minería chilena, el cobre y el litio.
A diferencia de otras materias específicas, en que primaban los gritos al cielo y las protestas furibundas de los contrarios a cualquier cambio al actual estado de cosas, aquí mandaba la discreción y el cuidado.
La razón de la cautela radica en la propia constitución de Pinochet. La dictadura había hecho algo bastante audaz: copió, letra por letra, el artículo primero de la Ley de Nacionalización del Cobre, aprobado durante el gobierno de la Unidad Popular en 1971 y lo insertó en el texto constitucional.
El truco estaba en las disposiciones siguientes, en los que se regula, no la propiedad, exclusiva e inalienable, del Estado de Chile sobre los minerales y las minas,sino las concesiones mineras: el derecho, otorgado por el Estado, a extraer esos recursos naturales.
Ese enfoque jurídico, ambiguo y torvo, reflejaba la contradictoria política de la dictadura sobre la explotación de las riquezas mineras. Se trataba de un régimen subordinado a los capitales extranjeros, de eso no hay duda. Pero mientras pudiera, intentaría beneficiarse de la producción minera. De hecho, se aseguró de un flujo constante de ingresos con la llamada ley reservada del cobre, el saqueo indiscriminado de Codelco en favor de las arcas militares.
Fueron los gobiernos de la Concertación los que impulsaron la desnacionalización del cobre. Mantuvieron las minas, ya en vías de degradación en manos de Codelco, pero abrieron los nuevos yacimientos a los capitales extranjeros. Al cabo de una década, la producción privada ya equiparaba a la de Codelco.
He ahí, en este proceso, el fundamento económico de los “30 años”. Esas compañías transnacionales realizaron grandes inversiones, pese a que su situación legal era, a todas luces, complicada. Los defensores de la “certeza jurídica” se tuvieron que fiar más en el control que ellos ejercían directamente sobre un régimen político sometido a sus intereses que en la letra de la ley y de la constitución.
Los beneficios fueron -y son hasta hoy- espectaculares. Ellos extraen y venden el cobre que no les pertenece, y su dueño legítimo ni siquiera les cobra. Además, gozan de un régimen tributario especial que esas compañías se dan el lujo de subvertir con triquiñuelas contables.
El riesgo de que en la convención se revisara esa situación tan irregular era grande.
Pero las mineras extranjeras jugaron sus cartas con maestría.
Desde hace décadas mantienen una bien aceitada red de influencias políticas que opera a nivel mundial. Mediante múltiples mecanismos, por ejemplo, se protegen de los efectos adversos para sus negocios de nuevos requerimientos ambientales en diversos países, financiando a muchas ONGs ecologistas. Asumen ese tipo de restricciones como un costo adicional que apenas merma sus fabulosas ganancias.
El problema principal es otro: salvaguardar sus negocios de la amenaza de una nacionalización.
En el caso chileno, como hemos visto, lo han logrado subordinando a todo el régimen político a sus intereses.
Y en la convención, sólo era cosa de hacer valer ese poder, pero de manera sutil. Tampoco querían llamar la atención sobre el hecho de que tres décadas de saqueo descansan sobre una manifiesta manipulación, si es que no infracción, a la norma constitucional vigente.
En el último pleno de la convención constitucional antes de cerrar el borrador provisional, las distintas fuerzas del régimen se hicieron a la tarea de rechazar, nuevamente, todas las indicaciones que buscaban, siquiera, abrir la posibilidad de una nacionalización de los recursos naturales. Bastaba abstenerse para impedir que esas iniciativas llegaran a los dos tercios.
Y así fue.
La convencional indígena Isabel Godoy denunció que “fuimos presionados y hasta chantajeados, y no hablo de chantaje monetario, sino de dejar caer cuestiones importantes en los compromisos de nuestros territorios”.
Esa declaración es decidora, porque permite evaluar, por ejemplo, a la plurinacionalidad consagrada en el texto de la propuesta constitucional, bajo la luz de los intereses de los dueños del país.
Dicho de otro modo, el saqueo y la explotación bien pueden ser ecológicos, paritarios, inclusivos, regionalistas y plurinacionales.
O sea, todo sigue igual.
Por ahora.