El gobierno cerró un nuevo trato con otro grupo de camioneros, luego de otro ultimátum incumplido. Les concede, obvio, plata; pero, especialmente, la adopción de las políticas represivas de Piñera. Es el precio de entrada que exige la derecha para el gran acuerdo nacional reaccionario.
La ministra del Interior, sometida a un proceso de coaching para que no deje la grande, anunció el viernes, en una dramática comparecencia en La Moneda, que “todo tenía un límite” y que el gobierno “cuidaría de la población”, sometida a las presiones de los camioneros en las carreteras. Por segunda vez, amenazó que aplicaría la Ley de Seguridad del Estado en contra de los responsables.
Pero se trató de amenazas vacías de la ministra amateur.
En la mañana siguiente los, supuestamente, requeridos por atacar al Estado estaban tranquilamente reunidos con los representantes del gobierno en la intendencia de la octava región, sin que Carabineros ni nadie intentara arrestarlos. ¿Para qué? El Ejecutivo estaba cediendo a todas sus exigencias, una vez más.
La actitud es distinta con los trabajadores de Enap que, a falta de camiones, se ayudan con sus autos particulares para reforzar sus piquetes en la planta de la empresa estatal en Talcahuano y en el acceso a la terminal portuaria de San Vicente. Eso sí que es un peligro “estratégico” y una presión “inaceptable”. Cuando las demandas son de los trabajadores y no de los dueños, no hay concesiones.
Desde antes de asumir, el gobierno de Boric ha intentado congraciarse con el gremio de los camioneros e inició conversaciones de alto nivel con sus principales dirigentes. Éstos entregaron a las nuevas autoridades su ya conocido listado de exigencias.
Uno, el real o propio, que demanda garantías de que se mantendrán los generosos subsidios y granjerías estatales que gozan. Cuando se trata de plata, esta gente es extraordinariamente viva: sabe que, tarde o temprano, la presión por cobrarles los impuestos que -ahora- el Estado les regala, va a aumentar, en la medida que se profundice la crisis económica.
El otro, es el encargo que los camioneros realizan en nombre de grandes grupos económicos -especialmente, dos: Angelini y Matte, propietarios de las grandes empresas forestales emplazadas en el territorio mapuche- y de sectores políticos reaccionarios. Y ese encargo consiste en una larga “agenda” legislativa, conformada durante los años por los gobiernos de Bachelet y Piñera, que busca aumentar la impunidad y el alcance de las medidas represivas del Estado, no sólo en Arauco, Malleco y Cautín, sino en todo el país.
Son muchas leyes que el Congreso no ha querido tocar por una razón muy sencilla. Los parlamentarios de los partidos del régimen, incluyendo a muchos de derecha, intuyen que, de implementarse todos esos proyectos juntos, deberán compartir, en algún momento, parte de su ya precario poder político con los organismos que tendrán mayor autonomía en el ejercicio de la represión: las Fuerzas Armadas y Carabineros, pero también la justicia y la fiscalía.
Ni Piñera, pese a los amagues y discursos, quiso realmente impulsar esa “agenda” de manera completa. Sólo lo hizo cuando tuvo asegurado el concurso de todos los partidos del régimen, como cuando promovió en 2019 las llamadas leyes anti-barricadas o “anti-saqueos”, destinadas a llenar de presos las cárceles en medio del levantamiento popular. En esa oportunidad, contó con el apoyo vergonzante del actual presidente y de su coalición política, que votó a favor o se abstuvo, como la mayoría de los diputados del PC. Para graficar la amplitud del acuerdo: hubo sólo siete votos en contra.
Con este gobierno, las cosas son distintas.
Su debilidad es tan patente que no puede, como Piñera lo intentaba, mantener el control sobre los órganos represivos. Por eso, incluso antes de someterse a la negociación con los partidos en el parlamento, acepta todas las espeluznantes exigencias de los arietes de la reacción más desatada, los camioneros.
En su ineptitud, sus operadores confiaron que una negociación con los supuestos grandes dirigentes del rodado les evitaría los problemas en las carreteras. No se imaginaron que bastaba a lanzar otros, más piñufla, a las rutas, para que tuvieran que ceder aún más.
Y esas concesiones, rendidas a una manga de mafiosos de poca monta, van a ser el piso de la cocina política que se avecina.
La más increíble de todas, es el plan de establecer un llamado estado de excepción “intermedio”. La palabra sugiere una intervención militar de menos intensidad. Pero se trata de exactamente lo contrario: la imposición de un régimen de control militar en parte o en todo el territorio nacional permanente y arbitrario, al margen de la supervisión política que hasta la constitución de Pinochet impone al despliegue de las Fuerzas Armadas para tareas represivas.
Hay que decirlo: éstas son, muy precisamente, aquellas políticas de las que el país debía salvarse, ante el peligro de un eventual gobierno de Kast.
Pero esto es sólo el comienzo. El empleo de las Fuerzas Armadas para tareas de represión interna, embozada -siguiendo la doctrina que Estados Unidos ha pretendido imponer en América Latina desde fines de la década de los ’90- como el combate al “crimen organizado”, es el punto inicial del “gran acuerdo nacional” reaccionario que se está fraguando en estos mismos momentos.
Se trata, ante el temor de nuevos levantamientos populares, ante el miedo de que la lucha popular obstruya las políticas del ajuste, de sellar, dos años después del 15 de noviembre de 2019, un nuevo “gran acuerdo nacional” entre los distintos componentes del régimen.
Para ese acuerdo, cuya faz reaccionaria es innegable, “está todo sobre la mesa”, entre ellos, el destino de la nueva constitución.
Pero el punto central no es ese. Es un régimen que trata de defender con uñas y dientes su esquema corrupto y los grandes intereses económicos. Para ello, se unen “progresistas”, “centristas” y “fascistas” en contra del pueblo.