El presidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, es pródigo en frases llamativas y desconcertantes. Pero se superó a sí mismo cuando, al pedir al Congreso más recursos para la guerra, señaló que “no estamos atacando a Rusia, sino ayudando a Ucrania”.
Desde inicios de este año, el principal impulsor de la creciente política de agresión de Ucrania, ha sido Estados Unidos. Eso terminó, como sabemos, en la reacción rusa y la guerra actual.
Mediante la OTAN, Estados Unidos ha tratado de prolongar los enfrentamientos. Primero, instó a los países fronterizos a que reciban refugiados ucranianos; después los impulsó a proporcionar un apoyo bélico directo al régimen de Kiev.
Washington ha encontrado colaboradores especialmente dispuestos en el Reino Unido, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania. Otros países también se suman, pero su papel es más reducido.
Estados Unidos, en un principio, cuando desató una andanada de sanciones económicas, creía que su cruzada antirrusa sería secundada por todos los países del orbe. Pero su influencia se limitó a Europa y varias otras naciones dependientes. La mayor parte del mundo prefirió ver el choque político entre dos potencias nucleares más bien de lejos.
Los efectos de las sanciones y la prosecución de la guerra han golpeado a gran parte de los países mundo, que ya habían recibido un golpe feroz con la pandemia, las turbulencias económicas globales, y, en muchos casos, sus propias crisis sociales y políticas.
Pese a que Biden dice que no quiere atacar a Rusia, al menos, no frontalmente, exactamente eso es lo que hace, al pedir al Congreso de Estados Unidos que autorice 33 mil millones de dólares, que se suman a otros 13.600 millones previos, en apoyo a Ucrania.
Desglosado ese total, 20 mil millones son destinados la asistencia militar y de seguridad, 11.440 millones a comprar y reponer material, 2.600 millones al despliegue de las tropas estadounidenses, 1.900 millones a ciberseguridad e inteligencia, 8.500 millones a ayuda a la economía ucraniana y 3.000 millones para asistencia humanitaria.
Respecto de la visión estadounidense sobre el conflicto, se puede discernir que recurre a las antiguas herramientas de la guerra fría. Es decir, dos fuerzas están en un conflicto indirecto permanente, y cada una trata de socavar a la otra cuando se encuentre más débil, pero entre ellas respetan la regla de no elevar el conflicto a un nivel nuclear, la guerra “caliente”.
Lo dice claramente el mandatario yanqui, que ve en las amenazas rusas sobre un posible uso de armas estratégicas sólo un engaño, una fanfarronería que no debe ser tomada en cuenta.
Esa posición tendría alguna base si estuviéramos en 1962. Pero, en la actualidad, Estados Unidos y Rusia no son las únicas potencias que se disputan la hegemonía mundial. Ante una presión constante en el ámbito económico y, sobre todo, geopolítico, la posibilidad de que Rusia emplee sus armas nucleares no puede ser descartada fácilmente.
La época de las luchas indirectas, a través de terceros países, pertenece al pasado. Con Ucrania se está terminando ese capítulo de la historia de las potencias solitarias.
El peligro real es que Rusia use en algún momento su abundante arsenal de armas nucleares tácticas, de alcance destructivo acotado, pero de consecuencias políticas y militares incalculables.
Ello supondría una escalada amenazante para la humanidad. En cualquier caso, la debilidad relativa de los países europeos, de Estados Unidos y de Rusia, que queda evidenciada en la prolongación del conflicto y la creciente amenaza de expandirse más allá del campo de batalla escogido, es sólo un aliciente más para la conformación de grandes bloques continentales que buscarán neutralizar el peligro de una confrontación militar equilibrando el poder de las actuales potencias. Ucrania habrá sido entonces la última guerra imperialista basada en los presupuestos del siglo XX.