¿Así o más cínico?

La alcaldesa de Viña del Mar, perteneciente al nuevo oficialismo, denunció que las 120 ollas comunes que se levantaron en su comuna fueron financiadas por el narcotráfico. Después agregó que no todas, pero algunas, sí. No habló de las actividades criminales de los municipios. Las palabras infamantes son el reflejo de una posición de clase que sólo conoce el cinismo como vía de expresión.

Macarena Ripamonti, miembro del partido de gobierno Revolución Democrática, hizo sus declaraciones durante un acto en que se lanzarían unos fondos de seguridad comunales. Originalmente, la ministra del Interior, Izkia Siches, debía presidir la ceremonia, pero no pudo asistir debido a un pequeño problema político.

Así que Ripamonti se tomó el escenario para compartir sus reflexiones sobre el crimen organizado: “el Estado no puede abandonar más a las comunidades porque cuando el Estado abandonó, las más de 120 ollas comunes que hubo en Viña del Mar, adivinen quién las costeó… Ese es el problema cuando no llega el Estado. En Valparaíso y en todas las comunas pasa lo mismo.”

Luego de la indignación que provocó la divulgación en la prensa de sus declaraciones calumniosas, la alcaldesa se remitió a publicar otro pasaje de ese mismo discurso. Allí, da marcha atrás, quizás, por la reacción entre el público presente: “no vamos a generalizar que todas las ollas comunes son así. Obviamente, la mayoría son autoconvocadas, de las propias comunidades, 99 por ciento de mujeres que además de prestar su casa se dedicaban a generar almuerzos y comidas… Obviamente, hay que hacer las distinciones, no es una generalización apresurada”.

Los políticos comúnmente se cuidan de ofender al pueblo con palabras.

Es con sus acciones que lo perjudican y dañan.

Cuando, sin embargo, acciones y palabras, por una vez, se alinean, se desprende un tipo de falsa sinceridad tóxica y brutal que se llama cinismo: “¿y qué? ¿acaso no es verdad?”, concluyen, desafiantes.

El punto es que no es verdad.

Pueden los burgueses “progresistas” citar una o diez historias en que les han contado que cierto narco, en alguna población, pagó por una fiesta de Navidad. O que otro mandó a llevar a una abuelita al hospital. Y pueden razonar que eso es una táctica para ganarse el favor de los vecinos para la realización de sus negocios.

Pero lo que no pueden hacer estos cínicos es reconocer que la verdad sobre el narcotráfico y las mafias no consiste en que se aprovechen de la “ausencia del Estado” para presentarse como filántropos ante la población.

La verdad del narcotráfico, al contrario, consiste en que se aprovecha, corrupción mediante, de la presencia del Estado para realizar sus fines.

Por cada -hipotética, sólo para seguir con el razonamiento- caja con pollos congelados para los vecinos, hay cien asados en la subtenencia, un par de millones para el jefe de obras y los inspectores y los concejales y los alcaldes y…

En otra de sus desconcertantes frases, la propia ministra del Interior señaló que cada día que va a su trabajo en La Moneda, “paso por el lado, escucho todas las organizaciones de narcotraficantes”.

Si ella los ve y escucha, la policía, la seguridad municipal, fiscales y jueces, también.  

Y, sin embargo, siguen allí.

El nuevo gobierno ha asumido los mismos lineamientos que fundaron la llamada “política de seguridad democrática” en Colombia, bajo el gobierno de Álvaro Uribe, que partía del mismo -cínico- supuesto: la “narcoguerrilla” se extendía en aquellas zonas donde había una “ausencia del Estado”, que debía ser suplida con acciones civiles, policiales y militares.

Lo cínico radica, por supuesto, en que los narcotraficantes en Colombia forman parte de la clase burguesa, del propio Estado y, en el caso de Uribe, del mismo gobierno.

Los resultados de esa política son conocidos. Se ha consolidado el poder de los capitales que dependen del narcotráfico y se ha incrementado la “presencia” del Estado mediante matanzas, asesinatos y represión constante en contra del pueblo, sus organizaciones y sus líderes.

Lo que molestaba a Uribe en Colombia y lo que, indudablemente, fastidia al nuevo oficialismo “progresista”es que aquella ausencia del Estado se manifiesta en organización independiente de los pobladores, de los trabajadores, no sometidos a los negocios sucios que promueven los representantes de ese mismo Estado, como los son las autoridades municipales.   

Señora Ripamonti, pongamos las cosas en su lugar. “Obviamente” no todos los alcaldes -y alcaldesas- de Chile están comprados por el narcotráfico. Eso sería una “generalización apresurada”.

Pero algunos -y algunas- sí, pues.