Se conmemora otro año más del asesinato de dos hermanos de la Villa Francia a manos de los pacos. No ocurrió en 2019. Fue el 29 de marzo de 1985.
En 1985 la dictadura militar vivía tiempos tumultuosos, pues otra vez el pueblo se había puesto a andar. Nada detenía su fuerza y furia. Habían intentado de todo: ataque a las poblaciones más resistentes, allanamiento de las poblaciones y detención en canchas de todos los hombres, asesinatos selectivos y en el futuro vendrían casos peores: secuestros y desapariciones, asesinatos en grupo. Pero su máquina del terror no lograba el efecto esperado.
Al contrario, desde la periferia de las grandes ciudades se movilizaba una juventud consciente y con ansías de cambiarlo todo. Eran revolucionarios. Muchos de ellos habían vivido las penurias económicas y, más que ser llamados, ellos daban un paso adelante para eliminar la escoria militar que se aferraba al poder.
Por todo Chile se movían cientos de miles de jóvenes en las barricadas, en las marchas y enfrentamientos con la represión. Entre ellos, habían nacido grupos armados de resistencia que protegían al pueblo de la represión brutal. Ellos le recordaban a los represores todos los días que sabían quiénes eran, dónde estaban y lo qué hacían.
En las grandes manifestaciones se quedaban enfrentándose a los pacos, para que el pueblo pudiera irse tranquilo a sus casas. En las poblaciones protegían armados cualquier intento de represión brutal. Desfilaban en las poblaciones mostrando que había hombres y mujeres que no tenían miedo. Atacaban comisarías y retenes de pacos para que sintieran el miedo del cobarde.
Muchos sabían que podrían caer en cualquier lugar, quemados, torturados o baleados. Más que por un partido u organización, lo hacían porque la realidad, la necesidad de parar la dictadura lo requería. Eran jóvenes, alegres, humildes, de la clase trabajadora, de una población, y cambiaban parte de su juventud por defender a su pueblo. De esa estatura eran Eduardo y Rafael Vergara.
Eduardo Antonio Vergara Toledo estudiaba en el Pedagógico. Tenía 21 años. Rafael Mauricio Vergara Toledo, estudiaba en el Liceo de Aplicación, tenía 18 años.
A treinta y siete años, su muerte todavía causa indignación y rabia.
Lo que sucedió ese día no fue más que el miedo que tienen el poder. Transmiten ese miedo a sus esbirros. Los pacos tenían que moverse por calles y pasajes en sus vehículos a toda velocidad, porque temían. Y ese temor lo causaban los jóvenes. El día de los hechos, una patrullera de los pacos divisó a los jóvenes. Corrieron. Era normal correr, pues también te golpearían y te meterían preso, aunque no hicieras nada.
Pero ese día, decidieron los uniformados, darían un escarmiento. Se bajaron con sus escopetas, ametralladoras y pistolas y dispararon a los que huían. Eduardo recibiría tres disparos y caería muerto en el acto. Rafael caería herido en el lugar con cerca de 10 disparos, lo subirían al carro policial y fuera de la vista de testigos, le dispararían un tiro de pistola en la cabeza. Luego, lo dejarían junto a su hermano y dirían que murieron en un enfrentamiento.
Estos jóvenes vivos o muertos hicieron ver la ignominia, la inmoralidad, la cobardía de los regímenes que se escudan en la represión como arma para impedir que el pueblo muestre su descontento.
Los sueños de esos jóvenes, como los de hoy, no es ser presidente o ganar plata a costa de los demás, sino ser parte de un proceso para que, de una vez por todas, nuestro país cambie.
Que se vayan los partidos políticos y todo su séquito que parasita del Estado, que se haga justicia, que se castigue a todos los asesinos, que se creen otras fuerzas armadas y policías que protejan al pueblo, que se acabe la burguesía y que nuestro pueblo viva feliz.
Esa es la gran deuda que siguen martillando todos los 29 de marzo los jóvenes combatientes.