Un gobierno débil

El gran momento del cambio de mando será el mejor de todos los que que vivirá el gobierno de Gabriel Boric. Demasiado pobres son sus recursos, demasiado débil es su conformación interna, demasiado adversas las circunstancias que enfrenta. Es deseable que cobre rápidamente conciencia de su condición y no pretenda erigirse en una barrera al avance del pueblo.

Mientras frente La Moneda se congregaba una multitud para escuchar el discurso del nuevo presidente, la policía reprimía, a pocas cuadras, a manifestantes, un grupo muy menor número.

Podría ser la historia de dos ciudades, pero es la misma capital. Esta imagen refleja las contradicciones con las que se inicia un nuevo mandato presidencial.

Sobre el primer sitio, la Plaza de la Constitución, se encienden los focos más luminosos; sobre el segundo, Plaza Dignidad, está sólo el sol y la sombra de la tarde.

El nuevo gobierno de Gabriel Boric puede iniciar su mandato sobre el contraste con su predecesor: “el peor gobierno de la historia”. Eso es suficiente para recibir, si no una adhesión decidida, al menos una actitud comprensiva y favorable de amplios sectores de la ciudadanía.

Pero el propio mandatario pudo comprobar que, incluso, entre sus seguidores más entusiastas, los que fueron a saludarlo a La Moneda, hay visiones contradictorias con las posiciones que él sustenta. Sus reiteradas admoniciones a la unidad nacional -no usó ese término exacto- y a la “empatía” con los sectores más reaccionarios del país, fueron recibidas en silencio. En cambio, el público tomó protagonismo para el grito de “liberar, liberar a los presos por luchar” y para culminar el acto político con la exigencia de “juicio a Piñera”.

El presidente respondió con una mueca nerviosa y suspiró aliviado cuando terminó su alocución.

Podrá comprobar pronto, sin perjuicio de las muestras de simpatía o de apoyo de las que es objeto, que la realidad es una sola o, como dirían algunos, es concreta. Las ilusiones que busca evocar se caracterizan por la extraordinaria desconexión con los problemas fundamentales de la sociedad y la situación política, social y económica del país.

Y, para cuando llegue el difícil momento de aquella comprobación, podrá también constatar que el peso del gobierno -ni siquiera de su gobierno, sino de la dirección política del Estado, en general-se ha reducido a una expresión mínima.

El que se inicia es un gobierno débil. Asume en medio de una crisis terminal del conjunto del régimen político, con el propósito de mantener vivo a ese mismo régimen. En ese sentido, su punto de partida es, incluso, peor que el del malhadado gobierno anterior.

La primera notificación de su debilidad le fue hecha al asumir el cargo. Cuando entró al salón de honor del Congreso, los esperaban en la testera un tal Raúl Soto -nuevo presidente de la Cámara de Diputados, ex-DC, ex-independiente, ex-FA y ahora PPD, pero, básicamente hijo de su papá, quien la lleva en Rengo y alrededores- y el jefe del PS, el senador Álvaro Elizalde. Nada de eso estaba previsto.

Las dos cámaras del Congreso Nacional cerraron meses de negociaciones para la distribución de los cargos. El resultado fue, ya en el inicio, una derrota política del gobierno de Boric. Los partidos, incluyendo a los que formalmente serían el “oficialismo”, declararon que son ellos los que quieren gobernar, pero a su modo. Es el llamado “parlamentarismo de facto”, que marcó al gobierno anterior.

El problema es que, si ese mecanismo ya fue desastroso en el período de Piñera, en lo que viene se vuelve, francamente, suicida. La antigua Concertación se alió a la UDI y Evópoli para “defender al Senado” frente a la convención constitucional; la derecha se dividió, luego de que RN ofreciera hacer concesiones al nuevo gobierno; el nuevo oficialismo, a juzgar por los resultados de las negociaciones, tiene un inesperado eje dominante: el PS y el ¡PPD!, el mayor beneficiado de todos.

Todos operan, y al nuevo gobierno no le queda más que acatar.

Si ya debe inclinarse ante el parlamento, lo mismo ocurre frente a la convención. Las corrientes mayoritarias quieren evitar el mote de “oficialismo” como el diablo, el agua bendita. Pero al hacerlo, sólo profundizan la crisis política que los envuelve a todos.

Estas contradicciones suscitan, ya fuera de Chile, la curiosidad: ¿qué significa, exactamente, este nuevo gobierno? ¿Podrá ser una variante novedosa de la izquierda? Pero ¿cómo? ¿O es sólo una evolución muy peculiar del liberalismo? Y sí es así ¿qué se propone hacer, en un país dependiente y sacudido por cataclismos sociales y económicos?

El propio Boric lo dijo, “el mundo nos está mirando”. Sus adherentes, en tanto, lo interrumpían al grito de “¡el pueblo unido jamás será vencido!”. Al retomar el hilo, el presidente se equivocó: “el pueblo nos está mirando… eh, el mundo nos está mirando”.

Ese mundo que mira ¿qué ve?

El nuevo gobierno había querido fijar, en un plano simbólico y político, su posición frente al mundo. Declaró que no invitaría a los jefes de Estado, ni a delegaciones, de tres países latinoamericanos a la ceremonia de cambio de mando: Cuba, Nicaragua y Venezuela. “A dictaduras no se les invita”, explicaron los flamantes funcionarios gubernamentales su decisión que, para el caso puntual, no tiene trascendencia, pero que representa una política de plena continuidad con el ya fenecido eje golpista de Duque, Piñera, Kuczinsky, Macri, Bolsonaro y Moreno.  

La recompensa por la sumisión a los designios de Washington iba a ser la presencia de la vicepresidenta Kamala Harris. Pero todo cambió. Harris, por supuesto, no pudo venir: estaba en Europa Oriental, avivando las llamas de la guerra. Lo mismo vale para el secretario de Estado Antony Blinken. Y los otros funcionarios, ya más subordinados, pero sí conocedores de los asuntos de la región, tampoco estaban disponibles. Ellos están ahora, a toda máquina, trabajando con… ¡Venezuela! para cerrar importantes acuerdos.

El mundo mira. Y el pueblo, también.

El nuevo gobierno es débil, no porque haya suscitado grandes expectativas que no podrá cumplir.

Es débil, porque las expectativas no pasan por él, sino que son delineadas por el propio pueblo que fija sus demandas y aspiraciones y los medios para conquistarlas.

El levantamiento popular del 18 de octubre de 2019 no se agota en “heridas que debemos cerrar”, como cree Boric. Es, al contrario, el inicio de una etapa en que el protagonismo ya no radica en el régimen dominante y, menos, en su gobierno.

El pueblo ya sabe que nada debe esperar de los gobiernos, de los partidos, de la convención, de ninguno de ellos. Habrá quienes, por intereses personales o de clase, quieran convencerlo de lo contrario. Pero, aparte de ilusiones y engaños, no tienen nada ya que ofrecer.

La clase trabajadora chilena ya sabe que debe hacer su propio camino. Ya sabe que no puede confiar sino en sus propias fuerzas.

Y tiene perfectamente claro cuáles son los obstáculos que debe remover.

Sería prudente no interponerse en su camino.