Desde hace dos semanas ronda por la mente de muchas personas una fantasma aterrador: el riesgo de una guerra mundial que afectaría a todo la Tierra.
El actual conflicto en Ucrania venía gestándose desde hace más de un año. La administración Biden, al mismo tiempo que implementaba la salida de las fuerzas militares de Estados Unidos de Afganistán, con el humillante desenlace que conocemos, venía incrementando su asistencia bélica y económica al régimen de Kiev.
Desde 2019 hasta la fecha, solamente los programas de ayuda militar estadounidenses a Ucrania suman 1.456 millones de dólares. Como comparación, en el año fiscal 2015, que contabiliza el período previo -el del derrocamiento del gobierno de Viktor Yanukovich por el movimiento del Euromaidan, y el levantamiento popular en diversas zonas del Este y el sur del país- los aportes fueron de 47 millones de dólares.
El armamento proporcionado a las fuerzas armadas ucranianas no corresponde al perfil requerido para una estrategia disuasoria y de defensa ante una potencial invasión, sino a las operaciones que ya se realizaban en contra del Donbas: material avanzado, pero ligero.
Desde que Rusia amasara sus fuerzas en su límite occidental a inicios de este año, en prevención de una ofensiva en contra de las repúblicas populares del Donbas, Washington y los gobiernos europeos aumentaron la tensión. La OTAN que, según el presidente francés, Emanuel Macron, sufría de una “muerte cerebral”, súbitamente revivió, bajo la batuta de Estados Unidos que venía prediciendo una invasión rusa a gran escala a Ucrania.
Fue así, bajo la convicción de que régimen de Kiev proseguiría con sus planes de aplastar el Donbas y la evidencia de la creciente beligerancia de la OTAN, que Moscú decidió reconocer políticamente a las repúblicas populares de Lugansk y Donetsk y pasar a la acción.
La “operación militar especial” de “desnazificación” de Ucrania parafrasea o responde a la “operación conjunta de fuerzas” llevada adelante por Kiev desde 2018, que buscaba “descomunizar” esa zona.
La acción rusa se guía por un principio del arte de la guerra: si se puede destruir el aparato militar del enemigo con una fuerza mayor, eso es lo que se debe hacer. A eso se refiere el componente de la “desmilitarización” enunciado por el Kremlin: neutralizar y aniquilar a la fuerza que golpearía a las repúblicas del Este.
Esa operación está siendo ejecutada metódicamente. Muchos observadores externos, acostumbrados a las guerras de “baja intensidad” de las décadas recientes, se muestran perplejos. Estiman que, si Rusia no sometió al gobierno ucraniano en un par de días, su guerra ya fracasó. No consideran que las operaciones actuales buscan, etapa tras etapa, destruir la capacidad de acción de las fuerzas ucranianas.
Recién entonces, “desmilitarizada” de manera efectiva Ucrania, los objetivos políticos de la guerra, la separación de Ucrania del ámbito de la OTAN y el reconocimiento y la seguridad de la población de las repúblicas populares, tienen un sustento real.
Eso se comprobó este jueves en la primera ronda de las conversaciones entre ambos países en Turquía. Las concesiones que Ucrania podría ofrecer ahora -si es que siquiera se plantearon en el diálogo de los cancilleres- sólo tienen sentido en la medida en que su aparato militar deje de representar una amenaza cierta. Y los gestos que Rusia podría hacer a la contraparte -limitar sus operaciones o un cese al fuego para facilitar las negociaciones- sólo son posibles si el tiempo otorgado a Kiev no pueda ser usado para la llegada de más y más armamento y personal extranjero.
Las consecuencias de esta situación, indudablemente, recaen sobre la población civil. La conducta rusa y de las milicias de las repúblicas populares está dirigida en contra de las fuerzas militares del enemigo. Pero éste, ante la amenaza de ser aniquilado, impide la evacuación de los centros urbanos y emplaza sus posiciones en medio de zonas habitadas.
El bombardeo del hospital municipal Nº1 de Mariupol muestra la cara perversa de ese proceder. Presentado ante el mundo como un ejemplo de la barbarie rusa y como un crimen de guerra, el hecho concreto es que las instalaciones médicas habían sido convertidas hace tiempo en una base militar por tropas ucranianas. Ese hecho, en efecto, fue denunciado, el 7 de marzo, nada menos que en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, por el represente de Moscú ante la ONU.
Los riesgos que viven los ciudadanos ucranianos se ven aumentados por la política del régimen de entrega indiscriminada de armamento a civiles, sin proporcionarles la preparación, organización y disciplina que permita asimilarlos a las fuerzas armadas. Se trata de una decisión deliberada del régimen ucraniano. Nada obstaría a que Kiev decrete una movilización general y la conscripción obligatoria de la población apta para combatir. Sin embargo, las medidas sólo han apuntado a movilizar a reservistas y a prohibir la salida del país de la población masculina adulta.
De los “costos”, es decir, del sufrimiento y la muerte entre la población civil, Estados Unidos sabe mucho: ellos acuñaron el término “daños colaterales”. La diferencia con la campaña rusa actual es que esos daños, con frecuencia, eran los centrales o principales, en su casi infinita sucesión de guerras e invasiones.
Una vez iniciada la operación rusa, Estados Unidos y sus satélites lanzan una campaña de guerra económica, sin precedentes en su amplitud -desde restricciones financieras hasta el cierre de McDonald’s- pero limitada en cuanto a sus repercusiones concretas para frenar el esfuerzo bélico.
Incluso, la táctica de golpear los bienes de los llamados “oligarcas” (en Chile se les dice “empresarios”), es decir, la facción burguesa que controla los grandes grupos económicos y que se reputa como el sostén del régimen ruso, ha tenido un efecto inesperado en lo inmediato. Sin acceso al dinero, su influencia y poder político dentro de Rusia y en el seno del régimen político se han visto mermados. Y la salida de empresas extranjeras, que tienen una presencia fundamental en el sector productivo del país, exceptuando la explotación de importantes materias primas, ha llevado a que se discuta ahora… ¡su nacionalización!
Ya impuestas las primeras sanciones, los países occidentales han estado un tanto exigidos para buscar maneras de “aumentarlas”. Así, Washington anunció, con gran pompa, que prohibirá el ingreso de petróleo ruso. Pero Estados Unidos consumió en 2021 la estratosférica cantidad 19.782 millones de barriles de petróleo por día; de eso, las importaciones rusas representan menos de un millón, 672 mil barriles diarios, para ser exactos. Ridículo.
Lo que es menos ridículo son los amagues de distintos países, como el Reino Unido, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania y otros, de despachar efectivos a Ucrania, bajo el disfraz de “voluntarios”, o incentivando la participación de sus nacionales en el conflicto, además del envío de más armamento. Se quiere, así, prolongar las hostilidades.
Ante eso, el gobierno ruso hizo la advertencia de poner en alerta a sus fuerzas atómicas. Moscú dejó claro, así, que culpa a Estados Unidos de ser el instigador, apenas oculto, de esos movimientos. En efecto, ningún país de la OTAN podría amenazar con enviar aviones o material de guerra a la zona de confrontación sin el visto bueno de Washington.
La comedia de los MiG polacos prueba este punto.
Estados Unidos presionó a Polonia para que entregara a Ucrania los aviones de fabricación soviética que mantiene en su fuerza aérea, una escalada crítica en la guerra. A cambio, reemplazarían esas naves con aviones F-16. Incluso, los operadores del Departamento de Estado y del Pentágono hicieron “trascender” a la prensa estadounidense que ese acuerdo ya estaba cerrado.
Pero Varsovia se asustó y declaró que no pasaría sus aviones, dejando al descubierto la maniobra yanki. La humillación fue grande y el gobierno estadounidense aseguró, ya de manera pública, que insistiría con su plan. El gobierno polaco, para zafar, hizo una contrapropuesta: enviaría los MiG, pero no a Ucrania, sino a… Alemania, a la base aérea estadounidense de Rammstein. “Ahí, ustedes verán qué hacen con los aviones”, dijeron los polacos, que no se olvidaron, por cierto, de preguntar cuándo llegarán los F-16. Doble humillación.
Pero estos hechos demuestran que la amenaza de una tercera guerra mundial, es decir, de una conflagración directa entre Rusia y Estados Unidos, sigue vigente.
El problema es que esa guerra se libraría con armas nucleares.
Cualquier accidente, cualquier hecho que implique una escalada irreversible en el conflicto actual, puede desencadenar esa guerra mundial.
Es cosa de plantearse sus dimensiones: Rusia atacaría los emplazamientos de armas atómicas en Europa, el Reino Unido, Francia, Italia, Alemania y Turquía. Pero esa misma acción, la obligaría a golpear todos los objetivos norteamericanos continentales y de ultramar, así como los de sus aliados.
Es, no la guerra, la catástrofe mundial, en pocas horas.
Detrás de este inigualable riesgo que, de golpe, acecha a la humanidad sigue estando la crisis general del capital, sigue estando la desigualdad, la injusticia, la explotación que promueven muchos países “civilizados” y sus alianzas militares, que creen que, por su poder económico, pueden manejar a otras naciones de acuerdo a su conveniencia, que pueden invadir, bombardear, hacer golpes de Estado, asesinar, impulsar grupos neonazis, causar hambrunas, promover “primaveras” políticas, etc.
Los países promotores de estas políticas son Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Israel… son parte de los causantes de los conflictos que están en proceso actualmente en Yemen, Siria, Palestina, Etiopía, Libia, el Sahara occidental, por nombrar algunos que, al parecer, no merecen el repudio y la conmiseración internacionales.
La confrontación con los países pequeños se replica con las grandes potencias. Estados Unidos se aferra a los restos de su antigua primacía, intentando destruir sus competidores. Es lo que vemos actualmente con Rusia y con la amenaza velada en contra de China.
Aun cuando se pueda conjurar ahora la amenaza nuclear, su terrible potencial seguirá vigente, como la última alternativa que tienen algunos países para hacer frente al imperialismo norteamericano.