El nuevo gobierno, en vísperas de su asunción, anunció que retiraría querellas por Ley de Seguridad del Estado en el contexto del levantamiento popular de 2019. La medida busca encubrir el verdadero plan de la administración Boric para enfrentar el problema de los presos políticos: que se “resuelva” solo.
Fue prometido. La primera medida del nuevo gobierno será retirar 139 querellas por Ley de Seguridad del Estado presentadas por el gobierno de Piñera durante el levantamiento popular, según informó la ministra del Interior, Izkia Siches.
Siches agregó que, además, se conformará “una mesa de reparación para víctimas de violaciones a los derechos humanos” y que el ministerio de Economía dará “apoyo”, suponemos que plata, “a las pymes afectadas en el contexto de las manifestaciones”; para eso, por lo visto, no hay necesidad de una “mesa” y se trata como si fueran cosas equivalentes. Concluye su mensaje en twitter con arbolito #seguimos puñito.
La medida, como acto simbólico, es significativa.
Pero ¿símbolo de qué es?
De acuerdo al gobierno de Piñera, son actualmente 306 las querellas bajo la ley de seguridad del Estado que se están tramitando en tribunales, no 139.
Sabemos que al nuevo mandatario las matemáticas no se le dan mucho. Ignoramos cómo le va a la doctora Siches con la madre de todas las ciencias, pero no es difícil darse cuenta de que 167 querellas seguirían vigentes.
¿O no?
¿En qué casos el nuevo gobierno se desiste de la medida represiva y en qué casos la mantiene? ¿Cuál es el criterio empleado por las nuevas autoridades? ¿Y la promesa electoral no era retirar todas las querellas?
No hay respuesta a esas preguntas.
La Ley de Seguridad del Estado no tiene su origen en la dictadura. Su recorrido es más antiguo. Bajo el gobierno de Alessandri Palma se dictó una primera versión que buscaba perseguir a quienes incitaran a la “subversión”. Después, fue la llamada “Ley Maldita” de “defensa de la democracia”, bajo el gobierno de Gabriel González Videla y el antecedente directo es la norma promulgada por Ibáñez en 1958.
La dictadura la amplió y la usó a destajo. Los gobiernos que le siguieron, también, aunque es más preciso decir que su uso se volvió más selectivo. Como lo que hace es, principalmente, tomar delitos comunes y agravar su pena con el argumento que su comisión puso en peligro, justamente, la seguridad del Estado, en la práctica sirve ahora, sobre todo, como una medida de presión del gobierno hacia los jueces y, por supuesto, a los imputados.
Hoy en día, no se trata tanto de lograr la condena de una persona según esa ley, aunque ha habido numerosos casos. Su fin principal es asegurar que vaya en prisión preventiva.
Así, por ejemplo, ocurrió con el famoso bloqueo de los micreros en 2002. El gobierno de Lagos invocó la seguridad del Estado y los capos de las micros partieron a la peni por dos semanas. Santo remedio, porque los buses se movieron al toque.
Desde antes de asumir, Boric y su entorno han hablado de retirar las querellas por Ley de Seguridad del Estado como un mecanismo para lograr, al menos en parte, la salida de los presos políticos del levantamiento popular.
Sin embargo, pocas personas están presas bajo esa ley. Muchos siguen en la cárcel -o lo estuvieron- simplemente por imputaciones, no de leyes especiales, sino por delitos comunes, como las contenidas en las llamadas leyes anti-barricadas y anti-saqueos, aprobadas en medio de la ola represiva, con el voto de quien ahora será el nuevo presidente de la República.
Según datos del ministerio del Interior -lo que diga esa gente no es muy de fiar, es cierto- en diciembre de 2020 sólo hubo ¡seis personas! en prisión preventiva en razón de la Ley de Seguridad del Estado.
El anuncio del nuevo gobierno es cínico.
Encubre su intención de que la prisión política se mantenga indefinidamente, mientras hacen pantomimas de gestiones políticas y legislativas.
Su cálculo es simple: con el paso de los mesas, semanas y días, los propios tribunales van a permitiendo la salida de los presos.
En algunos casos, la fiscalía, luego de dos años de “investigación”, y de cárcel, simplemente, se desiste de seguir con el procedimiento: todo fue un lamentable malentendido. En otros casos, presiona a los presos con juicios abreviados o los jueces imponen condenas que se dan por cumplidas, debido, justamente, a la prisión política ya aplicada.
El nuevo gobierno espera que, con el paso del tiempo, sólo queden pocas personas en la cárcel.
En algún caso, se dirán los nuevos funcionarios, se podrá conceder generosamente un indulto presidencial. En otros, porque la condena amañada es demasiado grave, o los supuestos hechos -o la persona castigada- son demasiado “políticamente incorrectos”, quedarán presos, nomás.
El cinismo de las “medidas simbólicas” no puede ser aceptado como atenuante a la continuidad de este crimen de Estado. El nuevo gobierno es tan responsable como el anterior de mantener el método de los rehenes políticos y de la prisión como método represivo.