Mientras Estados Unidos ha pasado, en apariencia, a un segundo plano, las naciones europeas se deshacen en iniciativas para incrementar la presión bélica. El único problema: nadie dirige nada.
“Las potencias europeas se enfrentan a una decisión de vida o muerte. Occidente está en peligro.” El orador estaba recién midiendo la temperatura de la sala. En la casi hora y media de su discurso, interrumpido por aplausos y consignas, evocaría el peligro de un enemigo que persigue sus objetivos con “infernal esmero”, “agotando todo su potencial interno” y “sin importarle el bienestar de los pueblos que somete”. Ante semejante peligro, dirige su acusación a la pusilanimidad de ciertas potencias occidentales.
El discurso culmina con una apelación tenebrosa: “¿quieren la guerra total?” (el público: “¡sí! ¡sí!”) y continúa: “¿la quieren, si es necesario, más total y más radical de lo que hoy nos podemos imaginar?”
Joseph Goebbels, el orador, había preparado todo, ahí sí, con “infernal minuciosidad”. Su discurso en el palacio de los deportes de Berlín en 1943, después de la derrota de Stalingrado, había reunido a miles de funcionarios nazis, convenientemente adiestrados sobre cuándo aplaudir, además de las consignas que debían gritar. Para aumentar el efecto, los altoparlantes emitían aplausos grabados, lo que permitía que el público pudiera extender, en los momentos precisos, su brazo derecho, “el saludo alemán”.
La “guerra total” parecía una expresión desalojada del léxico civilizado, aunque no necesariamente de la práctica de las potencias mundiales.
Por eso, llamó la atención cuando el ministro de finanzas de Francia, Bruno Le Maire, declaró “una guerra total”, pero financiera y económica, en contra de Rusia. El premier ruso, Dimitri Medvedev le respondió que tuviera cuidado, porque no sería la primera vez que una guerra económica lleva a una guerra “real”.
La ministra de Relaciones Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, quizás consciente del eco que resonaba, buscó matizar la retórica. Dijo, frente a la asamblea general de la ONU, que su país estaba consciente de su “responsabilidad histórica”, en referencia, cabe suponer, a la muerte de veinte millones de ciudadanos soviéticos, incluyendo a aquellos que habitaban Ucrania. Llamó, indirectamente, a los ucranianos a que no fueran tan racistas, por las agresiones que sufren ciudadanos de naciones africanas o de la India que buscan salir de ese país. Reconoció que “entendía” a aquellas naciones del mundo que cuestionaban sus llamados a “apoyar a Europa”, pero… y, ese era el mensaje, “hay que elegir de qué lado se va a estar”.
Los bandos en este conflicto exceden con mucho a Rusia y Ucrania. La política de intensificación de la guerra en contra del Donbas había sido dirigida por Estados Unidos. Pero una vez que llegó la respuesta rusa, Washington ha medido su retórica. Asegura que no entrará en una guerra con Rusia, pase lo que pase.
Los países europeos, en cambio, se han lanzado en un frenesí de activismo y amenazas que después, sin embargo, muchas veces ha debido retirar.
En Polonia y Bulgaria se habló de usar sus bases para lanzar ataques aéreos en contra de las tropas rusas en Ucrania. Poco después, se clarificó que, mejor, no.
La encargada de relaciones exteriores británica había amenazado con el envío de “voluntarios” a Ucrania. Después, su jefe, Boris Johnson, explicó que había “muchas de maneras de ayudar” y que ciudadanos del Reino Unido viajen a Ucrania, “no es aconsejable”.
El ministro francés de la “guerra total”, horas después, retiró sus dichos, que calificó de “inapropiados” y aclaró que Francia no tiene “ningún conflicto con el pueblo ruso”.
El parlamento de la Unión Europea recibió, telemáticamente, al presidente ucraniano Volidimir Zelensky y vitoreó su llamado a ser incorporado a la UE. Después, por lo bajo, los representantes de los países miembros aclaraban que se trata de un proceso “muy complejo”, que no se puede realizar “en un par de meses” y que es mejor ver cómo se desarrolla la situación.
Finlandia quiere ser parte de OTAN y la provincia de Kosovo, adyacente al único aliado europeo de Rusia, Serbia, lo pide también, además de la instalación de una base militar.
En pocos días del conflicto, las potencias europeas se alinean y desalinean.
Alemania, que había llegado, bajo Angela Merkel, a un acuerdo estratégico para la provisión de energía, que debía asegurar su predominio económico en el largo plazo, declara cerrado el gasoducto Nordstream II, que debía transportar esa misma energía. Al mismo tiempo, anuncia que duplicará su gasto militar, que se mantenía dentro de ciertos límites acordados con su principal socio europeo, Francia. Había una razón para eso: la mantención de un cierto equilibrio como garantía de estabilidad interna en la UE, en general, y eso de la “responsabilidad histórica”, en particular.
¿Y Francia? Su presidente había declarado a la OTAN en estado de “muerte cerebral” y abogaba por una fuerza europea. Ahora, canta las loas de un Pacto Atlántico en el que la potencia dominante no es Paris, sino Washington.
La guerra en Ucrania es, en efecto, una manifestación de la crisis del sistema mundial. Pero ha bastado menos de una semana de la “operación militar especial” para multiplicar esa crisis exponencialmente.
Y, en efecto, habrá que decidir qué bando tomar: el de los pueblos o el de los jefes imperialistas que sólo podrán ofrecerle al mundo más guerras y más destrucción.