El ser y la nada

Cada día, las amenazas bélicas en Ucrania se incrementan. En un incesante martilleo, Estados Unidos aumenta las tensiones, en su afán de obligar a Rusia a cesiones políticas. Sin embargo, de la amenaza a la guerra real, hay sólo un paso.

Drôle de guerre, la guerra rara, así se conoció el período entre el estallido de la II Guerra Mundial, en septiembre de 1939, y la invasión nazi a Francia. Se esperaba en cualquier momento el inicio de las hostilidades. Pero nada pasaba. Jean Paul Sartre, el filósofo y escritor, había sido reclutado al servicio meteorológico del ejército francés. En medio del sentimiento de anticipación, temor y aburrimiento, concibió, no podía ser de otra manera, su obra “El ser y la nada”.

No sabemos si, en medio de la espera del inicio de una guerra en Ucrania alguien está ideando una trabajo filosófico de importancia. Lo que sí está claro es que esta es una guerra muy, muy rara.

Este fin de semana, los presidentes de Rusia y Estados Unidos sostuvieron una nueva conferencia telefónica, de una hora. Según la versión de Washington, Joseph Biden amenazó a Vladimir Putin de que EE.UU. y sus aliados responderían “de manera decisiva” e impondrían “rápidos y severos costos” a Rusia, en el caso de una invasión a Ucrania.

Según asesores del mandatario ruso, citados por la prensa estadounidense, la conversación fue “como de negocios”, pero marcada por la “histeria estadounidense”.

Previamente, Washington había emitido -nuevamente- una advertencia a sus ciudadanos residentes en Ucrania a que abandonen el país con urgencia. El Pentágono anunció que retiraría a 160 de sus efectivos militares que cumplen tareas de entrenamiento para las tropas ucranianas. De acuerdo al asesor de seguridad nacional de Biden, Jake Sullivan, Rusia ha incrementado sus fuerzas en la frontera occidental con Ucrania.

Mientras, la prensa de EE.UU. publica versiones difundidas por los servicios de inteligencia que apuntarían a que el próximo miércoles sería la fecha clave para el inicio de las operaciones militares rusas en contra de Ucrania. Pero esos reportes matizan que todo eso puede ser meramente un truco de los rusos.

En tanto, el país supuestamente amenazado por la inminente invasión desmintió las alertas de Washington. El presidente ucraniano Volodimir Zelenski se lamentó de la “sobreinformación” y aseguró que “todo está bajo control” y que “el mejor aliado de nuestros enemigos es el pánico”.

En verdad, muy curiosa esta guerra.

Lo raro ya empieza con la propia Ucrania, cuyo nombre significa -muy revelador- tierra fronteriza.

Su sentimiento nacional surge como fuerza política recién en las postrimerías del imperio zarista y como respuesta de sectores reaccionarios al triunfo de la revolución de octubre. En 1922 se convierte en una de las repúblicas constituyentes de la Unión Soviética.

Durante la II Guerra Mundial, fue invadida por las tropas nazis. Los invasores, junto a la denodada resistencia de la población, encontraron apoyo en grupos colaboracionistas que participaron activamente en las campañas de exterminio en contra de los resistentes y, en particular, de la minoría judía. Uno de sus jefes, Stepán Bandera, es aclamado hoy como un héroe nacional por el actual régimen ucraniano.

El derrumbe de la URSS, en 1991, dejó a Ucrania como un país independiente y ubicado en una posición intermedia, y acaso incómoda, entre las esferas de influencia de Estados Unidos y la Unión Europea, y la Federación Rusa.

Su desarrollo estuvo marcado por el ascenso de régimenes corruptos, dominados por los llamados oligarcas, que extraen jugosas ganancias de las arcas fiscales y dominaban el juego de acercarse, ora a “Occidente”, ora a Moscú.  

Sin embargo, este esquema entró en crisis en 2013, con las masivas protestas conocidas como Euromaidán (por Maidán, una plaza céntrica de Kiev, la capital). El entonces presidente, Viktor Yanukóvich, había rechazado un acuerdo de asociación con la Unión Europea.

Como reacción, y aprovechándose del descontento popular, diversos organismos estadounidenses como la CIA, la USAID, la Open Society Foundation, el National Endowment for Democracy, además de gobiernos europeos, promovieron movimientos nacionalistas que buscaban imponer gobiernos pro-occidentales.

Las protestas comenzaron como movilizaciones no-violentas, debidamente amplificadas en todo el mundo. Cuando no cumplieron su objetivo, la crisis pasó a una confrontación armada. Posteriormente, se supo, por ejemplo, que durante una tentativa de policial de desocupar la plaza, francotiradores habían atacado tanto a manifestantes como a policías, para aumentar el caos.

Con la intervención de gobiernos europeos, se llegó a una salida política: elecciones adelantadas, un gobierno de transición, y un nuevo presidente, otro oligarca, el llamado “rey de los chocolates”, Petró Poroshenko.

Pero el conflicto interno no cesaba. Grupos nacionalistas y fascistas se enfrentaban a sectores de la población ruso-parlante o, simplemente, contraria a la deriva ultraderechista.

En Crimea las tensiones estallan violentamente, hasta que aparecen grupos armados que toman control de los edificios administrativos y proclaman un referéndum para dirimir el futuro de la región. En pocos días, una serie de tomas de aeropuertos e instalaciones militares realizadas por estos “hombres buenos” -con indumentaria militar, pero sin insignias de ningún tipo- llevan a la anexión de Crimea a Rusia.

En el intertanto, otra región de Ucrania mostraría su determinación a no ser parte del Euromaidán: el Donbas. Con una población menos permeada por la propaganda europeizante, con más lazos culturales con los rusos, este territorio frenó el ímpetu de los euromaidán a través de la toma de todo el aparato político del Estado, que devendría luego en la toma de los cuarteles policiales y militares. El 11 de mayo de 2014, en un referéndum, se aprueba la separación de Ucrania.

Las tropas del gobierno ucraniano avanzaron para neutralizar a los milicianos en Mauriupol y en el aeropuerto de Donetsk. Con esto el conflicto se convertiría en una guerra. Los éxitos militares de los combatientes de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk llevarían a ambas partes en lucha a mantener posiciones y a la dilatación del conflicto que no sido resuelto hasta el día de hoy.

La actual guerra rara, por supuesto, no se debe sólo al conflicto ucraniano. Es la consecuencia del derrumbe del orden unipolar impuesto por Estados Unidos tras la caída del bloque soviético.

“Ni una pulgada más al Este”: esa fue la promesa que hizo Estados Unidos a la URSS, en sus días finales. “Si Estados Unidos se mantiene en Alemania, en el marco de la OTAN, la jurisdicción militar actual de la OTAN no se extenderá ni una pulgada más al Este”, aseguró el secretario de Estado James Baker en febrero de 1990 a su contraparte soviética. Era la garantía con la que URSS aceptó al anexión de la RDA a una nueva y poderosa Alemania.

Desde entonces,  la OTAN se ha extendido, no una, sino 39 millones de pulgadas (o 1.000 km) hacia el Este. De hecho, siete de los ocho antiguos países miembros del Pacto de Varsovia, la respuesta soviética a la OTAN, se han integrado al pacto militar dirigido por EEUU. La OTAN está ahora en los países bálticos, a una hora y media de distancia de San Petersburgo.

En 2008 anunció que Rumania y Ucrania serían incorporadas a la OTAN. Ese ímpetu expansionista se ha detenido. Ahora, Estados Unidos debe buscar su lugar en un mundo en que muchas potencias compiten por territorio, mercados, influencia política.

Esta guerra rara –de anuncios, amenazas, conversaciones telefónicas, movimientos de tropas, reales o imaginarios, ejercicios militares y propaganda- es la expresión de estos choques de intereses, en que cada nación con la suficiente capacidad económica y militar intenta asegurar un radio de acción propio a expensas de sus competidores.

El problema es que este conflicto, que refleja la crisis general del sistema del capital, contiene, en sí mismo, la necesaria tendencia hacia la guerra.

Estados Unidos está jugando en torno a las líneas rojas, aquellos límites geográficos y políticos que pueden hacer estallar un conflicto de enormes proporciones. Y no lo hace directamente, sino a través de Estados clientes, cuyos regímenes dependen de su ayuda económica y militar.

Bajo estas condiciones, el riesgo de una guerra rara a una real, se incrementa conforme pasan las horas.