A pocos días de comenzar su etapa decisiva, la convención constitucional, literalmente, se agita. Entrampada entre el choque del poder de la burguesía y el poder de los trabajadores, algunos de sus miembros han decidido, ellos mismos, sacudir un poco el ambiente.
Poco gratas han resultado las vacaciones de verano de los burgueses. Cada tanto, mientras mojan la punta de los pies en sus lagos, una olita inesperada les moja los tobillos o, incluso, la costura de los shorts. La agitación proviene de la convención constitucional. Primero, quieren que los jueces sólo duren ocho años, después proponen eliminar el Senado. Y, más aún, y eso molesta ya como los tábanos o colihuachos, aspiran a caducar los derechos de agua o renacionalizar la minería.
Y ahora, los convencionales María Rivera, Eric Chinga, Isabel Godoy, entre otros, piden que la nueva constitución establezca una “asamblea plurinacional de las y los trabajadores y los pueblos” y de la “suboficialidad” de las Fuerzas Armadas, que disuelva los antiguos poderes del Estado, y concentre su ejercicio en ese cuerpo, del que, por cierto, estarían excluidos los burgueses ya mencionados y, a estas alturas, bastante espantados.
De hecho, es el equivalente a una tormenta de granizos y una alerta de tsunami a la hora del cocktail.
Ante eso, uno de los jefes del oficialismo en la convención, Jaime Bassa, fue a poner los proverbiales paños fríos. No tienen los votos. Va en contra de la “cultura” del país. Y se opone a lo que, en realidad, se quiere lograr en la convención. Más por lo bajo, pero lo suficientemente audible, sus colegas se quejaban de que el plan revolucionario “le hace el juego a la derecha”.
Lo primero, lo de los votos, seguramente es así. Patrocina la iniciativa María Rivera, una conocida abogada de presos políticos y de sindicatos, perteneciente al Movimiento Internacionalista de Trabajadores, un grupo trotskista. Eso se nota: la propuesta se inscribe en la larga tradición de esa corriente ideológica de reemplazar la lucha política y social real por importantes declaraciones. Se suman el que fuera candidato a la presidencia de la convención, Eric Chinga, de Copiapó, representante del pueblo diaguita, Isabel Godoy, del pueblo chango, y varios convencionales independientes.
Es difícil que reúna muchos más apoyos, incluyendo a otros representantes de pueblos indígenas. Y hay que entender bien por qué. ¿Cuál sería la ganancia de adherir “libre y voluntariamente” a semejante asamblea de los trabajadores o de ejercer el “derecho a la autodeterminación de todos los pueblos que no quieren ser parte del Estado chileno”, como plantea el proyecto, si se puede obtener, menos “libre y voluntariamente” y sin “autodeterminación” alguna, muchas más cosas: alguien tiene que dirigir los “sistemas de justicia indígena” u ocupar los escaños reservados en los parlamentos regionales o los cargos que se abrirán en la administración del Estado “plurinacional”.
Y los demás convencionales ¿qué pueden ganar? En una norma transitoria, la iniciativa establece un comité electoral provisional, para conformar la asamblea. En él, se dice, habrá siete trabajadores de la minería del cobre, cinco de los portuarios, cinco del “proletariado agrícola”, tres mapuche, tres de la salud, tres de la educación, tres del campesinado, tres de los forestales, dos “representantes de la intelectualidad universitaria”, dos estudiantes, y ocho representantes de los otros pueblos originarios. Por alguna razón, no se incluyó en este comité a los sargentos de los milicos, tan destacados en el esquema general de la asamblea plurinacional.
Si consideramos que la, casi, totalidad de los convencionales pertenecen a la “intelectualidad universitaria”, independientemente de sus otras adscripciones, se ve fácilmente que la propuesta “no flota”. ¿De qué les sirve dejar de lado todos los beneficios que esperan de una reorganización constitucional del Estado a cambio de una simple asamblea?
En ese sentido, tiene razón Bassa: la propuesta va en contra de todo lo que ha estado haciendo la convención. Tal como dice él, la asamblea concentra y centraliza el poder del Estado, cuando lo que se quiere lograr es todo lo contrario: ampliarlo y extenderlo a más beneficiarios, preferentemente, se entiende, de la “intelectualidad universitaria”.
Pero el objetivo de la iniciativa no es ganar en el pleno de la convención. Sus autores están, seguramente, conscientes de que es improbable que la burguesía entregue su poder político a una asamblea de la que ellos estén excluidos.
Tampoco creerán, suponemos, que cada una de sus disposiciones específicas debe tomarse como la última palabra.
Por ejemplo, si se quiere incluir a los miembros de las Fuerzas Armadas en una asamblea trabajadora, sería necesario romper y no perpetuar su jerarquía interna; porque, además, aparte de los suboficiales, hay clases y soldados que quedaron en el olvido. En suma, los cuerpos armados del Estado burgués deben ser disueltos y reemplazados por un ejército del propio pueblo.
Y la idea de elevar a un sector de los trabajadores, como los mineros del cobre, por encima de otros, no se condice con la realidad de la clase trabajadora y cómo ésta lucha por sus derechos.
Las cajeras de supermercado, los técnicos de laboratorio, los viejos de la contru, los auxiliares de buses y las azafatas, los coleros y los barrenderos, mecánicos y torneros, operarias de salmoneras y hombres de mar, choferes y guardias, vendedoras de tienda y ambulantes, secretarias y ejecutivos de call center, la dueña de casa que amasa pan y cuida a los niños abandonados de la población y, en general, todos sus hijos e hijas, que aún van al colegio ¿no son parte de la clase trabajadora? ¿No es la característica de la clase trabajadora, enfrentada al problema del poder, que actúa en conjunto, unida, y no por partes?
No, la propuesta no considera eso.
De lo que se trata, más bien, es de hacer agitación. Y enhorabuena.
¡Bendita agitación!
Los convencionales se dan cuenta, a su modo, de que deben responder, de alguna forma, al verdadero conflicto que recorre a la sociedad chilena, el choque entre el poder de los burgueses y el de los trabajadores. Y su iniciativa refleja que comprenden que, aunque ya sea sobre el final, y de manera testimonial, que deben tomar posición.
Eso es correcto. Pero no deben olvidar que no se trata de ellos, sino de la acción del propio pueblo que lucha por asentar su poder y, en efecto, disolver, destrozar en mil pedazos el poder de la burguesía.
La agitación, para que sea eficaz, debe basarse en la realidad que viven diariamente los trabajadores y trabajadoras de Chile.
Y los convencionales que elevan el principio de una asamblea de trabajadores como una forma de organizar el poder de la clase quizás no estén conscientes de eso, pero el pueblo chileno ya ha avanzado bastante más, en sus luchas reales, de lo que cualquier iniciativa de norma constitucional podría sugerir.