La convención constitucional discutirá la nacionalización de los recursos naturales. Su tratamiento, en medio de un sinfín de otras normas, será fundamental para determinar quién es quién en esa asamblea.
Ya se ha dicho: primero, el problema de la convención constitucional era que no escribían nada, y ahora, que escriben demasiado.
Los convencionales no pueden quejarse mucho de esas críticas, proferidas incansablemente en los medios de comunicación y por políticos que ahora piden un “plan B” para frenar sus “excesos”. Ellos mismos crearon esta situación.
En su afán de “defender la convención”, taparon, durante largos meses, las diferencias políticas e ideológicas en una elaborada y bizantina pugna por el procedimiento. El objeto de la batalla era, por supuesto, asegurar los dos tercios, es decir, el derecho a veto de la derecha, según el plan original del acuerdo del 15 de noviembre de 2019.
Pero, como no nos hemos cansado de repetir en estas páginas, y contrario a lo que muchos dicen, ese acuerdo no ha logrado imponerse hasta hoy.
La crisis que quedó en evidencia con el levantamiento popular del 18 de octubre continúa y se profundiza. La fuerza del pueblo subsiste, pero en un sordo enfrentamiento con un régimen que no quiere abandonar el poder. Hasta ahora, ninguno de los dos bandos ha podido derrotar al otro.
La convención ha tratado de eludir su papel en ese conflicto. Ha buscado, de hecho, colocarse por “por encima” de ese gran choque de trenes. Se trata de una aspiración casi imposible. Pero en una gran mayoría de los convencionales existe un consenso de cómo se podría intentar ese auténtico acto de magia.
El truco se puede resumir en un acuerdo en torno a tres o cuatro grandes corrientes ideológicas, que quedarían plasmadas en el nuevo texto constitucional: indigenismo, feminismo, ecologismo y, si es que existe algo así, regionalismo.
El indigenismo, en este plano, deriva, por supuesto, en la plurinacionalidad, en general, y el otorgamiento de facultades autónomas a los pueblos originarios, en particular.
El feminismo, en su faz constitucional, se ha centrado en la paridad en los cargos públicos y el reconocimiento a los derechos sexuales y reproductivos.
El ecologismo se traduce en la proclamación de nuevos principios jurídicos muy amplios, como los derechos de la naturaleza, y en un sinfín de normas específicas, que buscan limitar, por ejemplo, las actividades extractivas.
Y el regionalismo ya es más difícil de definir, porque engloba las exigencias de, por ejemplo, diversas zonas de recibir una parte de los ingresos de aquellas mismas actividades extractivas -ese es el modelo que se utiliza en Argentina- pero también la demanda por más atribuciones políticas.
Este programa, por llamarlo así, es el que comparten desde los sectores independientes de la convención hasta la Concertación. Incluso, la derecha sabe que debe subordinarse a él.
El problema es que todos podrán estar muy de acuerdo, pero la realidad igual se cuela por todos lados.
La tarea de los convencionales es, en el pacto de 15 de noviembre, darle un barniz democrático a la subsistencia del actual régimen político. ¿Pero cómo darle un barniz a un edificio que se está cayendo?
Y ahí empiezan las complicaciones de los convencionales.
El indigenismo, el ecologismo, el feminismo, el regionalismo, todo eso está muy bien, pero sólo en general, como postulados abstractos.Pero eso, que le sirve al régimen, difícilmente se podrá presentar a la población como un cambio, aunque sea modesto.
Hay que ponerse más concretos. Si los pueblos indígenas plantean autonomía, no es suficiente que sea como una mera posibilidad, tiene que recaer sobre un territorio concreto. Si las feministas exigen paridad, no pueden ser simplemente unas cuotas para mujeres, sino que se debe reformar a todo el aparato del Estado para adaptarse a ese principio. Si los ecologistas quieren salvar el planeta, deberán limitar realmente las operaciones de las forestales, mineras y pesqueras. Y los regionalistas, si quieren más atribuciones y recursos, deben, en efecto, quitarle facultades, poder y dinero al gobierno central y al Congreso, para traspasarlos a otras entidades estatales aún desconocidas.
Como se ve, la nueva constitución así se vuelve un puzzle insoluble para los pobres convencionales que deben tratar de ajustar esas opciones políticas sin romper con el régimen, sin sobrepasar el acuerdo del 15 de noviembre.
Pero eso no es nada.
Porque, además, los convencionales deben responder, de algún modo, al pueblo y sus demandas. ¿Bastará con declarar “derechos sociales”? Difícil.
Y ahí es cuando surge una de la iniciativas más llamativas, más decisivas y más trascendentales de los centenares de propuestas que se debaten en la convención: la que propugna la nacionalización de la minería y -paralelo a ello, la que plantea la caducidad de las concesiones o derechos de agua y su reasignación. Su tratamiento será, en medio de las infinitas negociaciones, la marca que permitirá establecer la real utilidad de la convención constitucional para el pueblo.