Lo logró Piñera. A pocas semanas de abandonar el cargo, sus incesantes llamados a la “unidad nacional” surtieron efecto. Sin ninguna oposición, la cámara baja aprobó su proyecto de pensión garantizada universal, la salida favorecida por las AFP, luego del golpe mortal que significaron los retiros a su negocio.
Todo había comenzado con una jugarreta de última hora, en medio de la campaña presidencial. El proyecto de Pensión Garantizada Universal fue presentado por Piñera, luego de comprobar que el candidato que aparecía como el probable ganador, Gabriel Boric, había prometido una modificación que era prácticamente idéntica. Una se llama PGU, la otra iba a bautizarse PBU.
Usted lo leyó aquí antes.
El cambio consiste en que las pensiones básicas, solventadas enteramente por el Estado, y el aporte fiscal a las pensiones de hambre de las AFP, el llamado pilar solidario, fuera reemplazado por un sistema único, a cargo de las finanzas públicas. Ésta había sido, desde el año pasado, la gran exigencia de las AFP.
Los dueños de las AFP, desde hace ya casi una década, han cambiado. Ya no son los grandes grupos económicos internos. Hoy predominan compañías de seguro. Sus dueños son grandes capitales estadounidenses; el oscuro Grupo Empresarial de Cali, de Colombia, cuyo despegue se origina en la intersección de capitales locales con los inmensos intereses del narcotráfico; y grupos económicos chilenos ligados al negocio inmobiliario.
Desde un inicio, habían querido trasladar al Estado el pago de las pensiones más bajas, o sea, la gran masa, como es sabido, de las pensiones. Las AFP sabían que su negocio, tal como está estructurado actualmente, no es sustentable en el tiempo. Así, calculaban, podrían seguir controlando una parte jugosa de las cotizaciones de los trabajadores, pero minimizando el riesgo de ser eliminadas del mapa, debido a la presión popular.
Las AFP incrementaron su presión sobre los partidos del régimen. Al final, su plan fue acogido por todos los sectores políticos, incluyendo el de Apruebo Dignidad. Antes de la segunda vuelta, Boric develó su propuesta de una “pensión básica universal”, negociada, ostensiblemente, con la Democracia Cristiana, pero que seguía exactamente las pautas fijadas por las AFP.
Esa pensión iba a ascender a 250 mil pesos, la “universalidad” era con letra chica, pues sólo iba a llegar, inicialmente, a los sectores más pobres. Y, además, aumentaba, en los hechos, la edad de jubilación de las mujeres de 60 a 65 años. Cínicamente, ese zarpazo fue presentado por el entonces candidato feminista como una conquista de la paridad.
A los pocos días, Piñera presentó su propio proyecto, exactamente igual, con la diferencia del monto, que es más bajo: 185 mil pesos. Pero esa suma, a diferencia del plan de Boric, beneficiará, a cambio, a más gente. Un detalle.
La iniciativa de Piñera, por supuesto, fue un golpe de efecto de última hora. ¿Cómo podría tramitarse un proyecto así, improvisado, que ni siquiera estaba redactado, a pocos días de terminar la legislatura? Hay que recordar que tres meses, en el mundo del Congreso Nacional chileno, equivalen a poco más de dos semanas de trabajo. Pero, al mismo tiempo, como buen especulador, Piñera les había visto la debilidad a sus probables sucesores. No tendrían fuerza para oponerse, calculó.
Pero, lo intentaron. Después de la arrolladora victoria electoral en segunda vuelta, lograda gracias a una inesperada movilización de grandes sectores populares, Boric intentó poner objeciones. “No tiene financiamiento”, alegó y, eso no lo dijo públicamente, su implementación iba a ser mucho menos gradual que su propio plan. En consecuencia, el Estado iba a tener que destinar inmediatamente recursos que ya no tiene al pago de pensiones. Su futuro gobierno quedaría amarrado y desfinanciado.
Eso era cierto. Todo el proyecto de Piñera era una improvisación. De hecho, ni siquiera era un proyecto, sino que una indicación a una iniciativa que ya se estaba tramitando. Con ese truco, ganaba varios días o semanas en el proceso legislativo. Por separado, presentó otro proyecto que, obviamente, va a ir mucho más lento, en que se eliminan ciertas franquicias tributarias. Con esos ingresos, el fisco pagaría las pensiones, prometía el gobierno. Sí, sí, seguro.
En su breve y fútil resistencia, los parlamentarios del Frente Amplio y del Partido Comunista se convirtieron, de súbito, en los más acérrimos halcones de la austeridad fiscal, en los paladines del neoliberalismo.
“No se pueden hacer gastos permanentes, sin ingresos permanentes”, exclamaban. Claro, es cierto: ese es un principio de balance de las cuentas públicas. Pero todos los Estados del mundo, sin importar la orientación política de sus gobiernos, deben realizar gastos, por una vez o que se mantengan en el tiempo, cuando tienen que hacerlos, no cuando cuadren las cuentas. Por eso, todos los Estados del mundo, con gobiernos de derecha, de centro y de izquierda, incurren en déficits. Y esos déficits hay que pagarlos.
La pregunta es cuándo y cómo. Y ahí hay diferencias políticas.
El dogma neoliberal sostiene que el déficit debe ser financiado antes que cualquier otra cosa. Si hay que cerrar hospitales y escuelas, despedir paramédicos y profesores, eliminar servicios básicos para lograrlo, que así sea. Pero hasta los más extremistas defensores de las políticas de austeridad entienden que eso debe ocurrir al cabo de varios años e, incluso, décadas. Por ejemplo, en Chile existe la llamada regla de balance estructural, impuesta durante el primer gobierno de Bachelet. De acuerdo a ese mecanismo, supuestamente obligatorio, pero que los gobiernos de Piñera han ignorado de lo lindo, el déficit debe reducirse a un determinado ritmo, según una estimación de los ingresos futuros del Estado, durante varios años.
A nadie en el mundo, excepto a Apruebo Dignidad, se la ha ocurrido que ese ajuste fiscal deba realizarse antes de que el Estado realice los gastos que requiere para funcionar. Y eso es así, porque el Estado no se mueve como un presupuesto familiar en que, a inicios de mes, la mamá pone en un sobre el dinero para las cuentas de luz y agua, en otro sobre, el dinero para locomoción, y en un tarrito, lo que se va a gastar en la feria y el súper. El Estado tiene, por así decirlo, una enorme cuenta corriente, cuyos ingresos suben o bajan constantemente, pero que sigue operando, porque es el Estado.
Hay excepciones, por supuesto. Por ejemplo, los dictados de la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y de Alemania a Grecia imponían políticas similares al gasto fiscal a las que preconizan ahora el Frente Amplio y el PC. O, más cercano, los programas de ajuste del FMI en América Latina en distintos períodos.
Por eso, Piñera y sus ministros deben haber sonreído ante el vano intento de darle largas al asunto de la PGU. Sabían que el futuro gobierno y coalición de las “grandes transformaciones” al final cederían. Han visto como son: más blandos que esos pulpos reversibles, con una carita feliz y una carita enojada, que están tan de moda.
Finalmente, el proyecto elaborado por las AFP fue aprobado por unanimidad.
Para que nos vayamos haciendo una idea.