La Corte de Apelaciones de Valparaíso rechazó la apelación presentada por la fiscalía en contra de la absolución de cuatro personas acusadas de incendiar la municipalidad de Quilpué, en octubre de 2019. El caso es una ilustración de cómo opera la persecución y la prisión políticas realizadas por el Estado.
El 29 de octubre de 2019, Martina estaba en cuarto medio, en el colegio Nuestra Señora de Las Mercedes. Ella vive con sus padres y dos hermanos menores. Ese día, había decidido ir a una velatón que se iba a realizar frente a la comisaría de Quilpué, junto a un amigo, Diego. Por Whatsapp, le pidió permiso a su mamá que, pese a que estaba preocupada, se lo dio, bajo la condición de que fuera informándole sobre lo que pasaba y que se cuidara.
Diego la esperaba en la plaza. Martina lo llamó, y cuando lo divisó de lejos, le hizo señas. La situación era tensa. Carabineros estaba disparando en contra de una muchedumbre que se manifestaba. Según pudieron ver, se había declarado un incendio en el edificio de la municipalidad, una gran casona de color rojo. Asfixiados por las lacrimógenas, los dos jóvenes se alejaron. Fueron hacia la estación, pero allí, también, la policía disparaba. De súbito, aparecen decenas de carabineros de Fuerzas Especiales. Martina ni alcanza a correr, cuando la someten. Dos minutos después, un auto blanco llega al lugar. Se baja un grupo de civiles armados. A la fuerza, la introducen en el vehículo, y la obligan a mantenerse agachada. Ella alcanza a ver que hay otra persona que ha sido capturada dentro del auto, pero poco más. Su madre, al ver qué sus mensajes no le llegan, parte al centro. Sería el inicio de una larga y angustiosa noche, buscando a su hija.
Sebastián llevaba algunos meses trabajando en un local de sushi de Quilpué. Cuando terminó su turno, se juntó con Camila, su polola. Querían estar juntos, tomarse un helado, ahí, en la Santo Gelato, cerca del mall. Pero por todos lados había gente manifestándose, carabineros que reprimían: los dueños decidieron bajar las cortinas de la heladería. Sebastián y Camila caminaron a la plaza. Habría unas doscientas personas. Varios llamaban a atacar la muni. Alguien había roto la puerta de entrada. Vieron como un chico emergió del interior del edificio con una impresora. La otra gente lo retó; y lo obligaron a devolver el equipo que se quería robar. Al poco rato, Sebastián y Camila vieron las llamas en el edificio. Por otro lado, había aparecido un auto blanco. Uno de los ocupantes había sacado una pistola y realizó varios disparos al aire. La pareja decide buscar protección cerca del Teatro Municipal, como muchos otros.
En ese instante, aparece el mismo auto blanco. Se bajan varios hombres que se lanzan encima de Sebastián. Le quitan su gorra azul, que decía New York Yankees. Lo suben al auto y lo mantienen ahí, en el asiento trasero, entre dos de los individuos que lo habían sometido. Nunca supo qué había pasado con Camila. No volvería verla en mucho tiempo.
Luis Corvalán es obrero de la construcción. Es sordo. Ese día, les habían dicho que se fueron temprano, nomás. La obra, en Marga Marga, es grande, cinco torres de edificios. No era primera vez que los despachaban temprano. Desde que habían comenzado las protestas, los citaban todas las tardes a una reunión. Ahí estaba el ingeniero, el jefe de obra, el viejo del sindicato. Y les decían cómo era la cosa: si había protestas, se iban; si no, trabajaban. Ese día, había protestas.
Luis necesitaba sacar plata del cajero, si se podía. Carlitos, el responsable del comedor, lo iba a llevar en su auto al centro de Quilpué. Se sumó otro compañero, que es maestro de luz, y una mujer, jefa de construcción. Acercaron al maestro a su paradero y después, se bajó Luis. En el centro de la ciudad estaba la grande. Mientras avanzaba, buscando un banco, Luis tomaba fotos con su celular. Estaba tan impresionado, que se comunica con su mujer a través de la videollamada del Facebook. Y así le muestra, en vivo y en directo, los carabineros, los manifestantes, las piedras, el guanaco, las barricadas… En medio del caos, Luis constata que el BCI está cerrado; no hay como sacar plata. La micro que lo debe llevar a casa, él vive en la población Las Palmeras, tampoco pasa. En un momento, ve unos hombres armados que van en un auto blanco. Están de civil, deben ser detectives, se dice a sí mismo.
Sigue caminando, hasta llegar a la municipalidad. Ahí ve el incendio. Luis se acerca al frontis del edificio, cuando se le aproxima un chico que estaba sufriendo por los efectos de las lacrimógenas. Estaba mal y le pidió ayuda. Luis saca de su mochila una botella plástica con agua y se la pasa para que aliviara el dolor en los ojos y la cara. El muchacho, sin embargo, se quedó con el envase y entró al edificio en llamas. Luis se preocupó: ¿y si hay una explosión o algo así? Podían morir, pensó.
En esos minutos hizo algo muy singular. Como no escucha, mira. Y vio algo que le llamó la atención: una cámara de seguridad que apuntaba directamente a la entrada de la muni. Sin pensarlo, indica hacia el aparato. Los demás se percatan de su gesto y siguen con ojos la dirección de su brazo extendido. La multitud tomó una decisión rápida: hay que bajar la cámara. Un chico se encarama al poste al que está adherida, y logra sacarla.
Luis sigue su camino y, después de un buen rato, consigue tomar una micro a casa. Las protestas seguirían y como siempre, en la pega harían las reuniones: se van o se quedan. Un día, en enero de 2020, pasó algo raro. Iba en la micro y se fijó en dos personas, tenían pinta de patos malos. Cuando se bajó, los individuos se acercaron y Luis se asustó. Y, justo, de la nada, aparecen otros dos hombres, parecidos. Entre cuatro, lo rodean y le hablan y hablan. Pero Luis no los entendía. Para su sorpresa, sacaron unas tifas de Investigaciones. Él las conoce, tiene un amigo de infancia que es rati. Un mes después, cuando llegaba a su casa, aparecen más detectives, al menos ocho. Tampoco supo por qué, pero se lo llevaron. No volvería a dormir en su cama por casi dos años.
Sergio Jaramillo trabaja en la feria de Belloto Sur en un puesto de pescados. Ese día, se había juntado con su yunta, Mario Aguirre, que en paz descanse. Después de la hora de almuerzo, habían ido, como siempre, al “Burbujas”, un bar ubicado a media cuadra de la muni. Allí, le habían puesto de lo lindo. Salieron cuando ya era la tarde. En la plaza, se había reunido un montón de gente. Había ambiente, así ¿por qué no seguir? Sergio fue a la botillería frente al kiosko y compró dos six packs en lata. Uno para él, otro para Mario.
Todos conversaban sobre lo que estaba pasando y ellos, dale que dale con la cerveza. Cuando vieron que habían abierto la muni, Sergio se acercó. Les decía “cabros, no hagan eso”. Sergio, dice él, no es anarquista y no cree que esa sea la forma de protestar. Pero los muchachos no le hacían mucho caso. Cuando uno salió con una impresora, trató de convencerlo de que, mejor, la devolviera. Para qué hacer eso, argumentaba. Mientras discutía, agarró el papel que estaban en la bandeja de la impresora.
Finalmente, el joven accedió a devolver la máquina, pero los otros no estaban de acuerdo con Sergio. Algunos le decían que estaba “puro sapeando”, otros lo insultaban. “¡Yuta!”, le gritaban, entre otras cosas. Sergio sólo quería calmar el asunto y, además, ya estaba bien curao. Algunos estaban haciendo una fogata con cartones que habían encontrado por ahí. Sergio, pese a su oposición, les ayudó con el encendedor. En el intertanto, se había iniciado el incendio dentro del edificio de la municipalidad. Las llamas se veían desde la entrada y en el ala izquierda del edificio. Sergio se dio cuenta de que aún tenía esos papeles en la mano. Se acercó a una ventana enrejada, del lado derecho, donde no había fuego, y ahí metió los papeles.
El 26 de febrero de 2020, la PDI allanó su casa y se lo llevaron detenido. Además, tomaron debida nota de la existencia de dos plantas de marihuana que estaban en el domicilio de Sergio. Tampoco él volvería en mucho tiempo ni se juntaría nunca más con su amigo Mario, quien falleció en el intertanto.
El Estado chileno, a través de Carabineros, la PDI, el Ministerio Público y los tribunales, estimaron que Martina, Sebastián, Luis y Sergio eran responsables de haberse concertado para cometer el delito de incendios, además de narcotráfico, por las plantas halladas en la casa de Sergio, y de daños, por la cámara de seguridad que vio Luis.
El Estado chileno, entonces, pretendió que Martina fuera internada en régimen cerrado en un centro del Sename por cinco años, y los demás, recibieran 20 años de cárcel.
Cinco años para una joven, 20 años para los mayores de edad.
En el proceso para alcanzar ese fin, Sebastián y Martina fueron sometidos a arresto domiciliario.
Sergio Jaramillo y Luis Corvalán fueron sometidos a prisión preventiva desde el 26 de febrero de 2020 hasta el 3 de noviembre de 2021.
1 año, 8 meses y nueve días.
Para ello, el Estado chileno se valió de la mentira, la manipulación, la sinrazón y la infamia de jueces, policías y funcionarios públicos.
El Estado chileno se valió, para justificar y darle un barniz legal a la persecución y prisión políticas, de las mentiras de cuatro represores, los que iban en el auto blanco. Se trata de miembros de la sección de investigaciones policiales de la 2ª Comisaría de Quilpué. Sus nombres son: sargento segundo Daniel Alberto López Vega, cabo segundo Bastián Gabriel Bustamante Guzmán, cabo primero Rodrigo Antonio Araya Cornejo, sargento segundo Cristian Eduardo Maricich González.
El Estado chileno se valió, en conjunto con ello, de interpretaciones retorcidas y absurdas, planteadas por los fiscales en un juicio público y en diversas instancias preliminares, para denegar la salida de la prisión preventiva de quienes estaban encarcelados. El tribunal de alzada y la Corte Suprema estimaron que la prisión, basada en el engaño, era legal.
Luego de que los acusados fueran absueltos, porque ninguno de los cargos pudo ser probado, la fiscalía apeló a la Corte de Apelaciones de Valparaíso. Sostuvo que la sentencia debía ser anulada. El tribunal rechazó esa pretensión.
Este desenlace no muestra que “la justicia funciona”.
Es, al contrario, la demostración de que la persecución y la prisión políticas, funcionan, y sin contrapeso.
El gobierno de Piñera es el primer responsable de este crimen de Estado. El futuro gobierno, surgido de las elecciones del 19 de diciembre pasado, ya declaró por anticipado su intención de continuar por esta senda. Ningún chamullo político o legal puede cambiar ese hecho. Aquí no se presentó una querella por infracción a la ley de seguridad del Estado, uno de los pretextos empleados para confundir. Y los delitos imputados son gravísimos, las penas durísimas: ¿pasarían el tamiz de la evaluación “caso a caso” que prometen los nuevos gobernantes?