El gobierno represor 2018-2022

Terminado el segundo mandato de Michelle Bachelet, maltrecho y débil, era nuevamente la hora de la derecha y Piñera. Y no es que, en ese momento, alguien realmente se opusiera. Pero no se imaginaron qué debería enfrentar este gobierno.

Sebastián Piñera resultó elegido para el periodo 2018-2022. Vence a Fuerza de la Mayoría, una mutación de ocasión de la antigua Nueva Mayoría, ya sin la DC, que subsiste apenas algunos meses. La selección de su candidato presidencial fue sintomática. Amagaron una postulación, en el PS y el PPD, José Miguel Insulza y Ricardo Lagos. Pero muy pronto quedaría claro que su supuesta reputación y capacidad no existían.

Los partidos, al final, optaron por la figura más popular que encontraron en sus filas, un hombre con escasa experiencia política: el periodista Alejandro Guillier.

La fórmula fracasó. La derecha se vio favorecida con un inesperado apoyo a Piñera en la segunda vuelta.

El nuevo presidente se había derechizado. Estaba ahora más cerca -o más encima- de los partidos de su coalición y ejercía una influencia directa en ellos, a través de facciones y personeros que le eran adictos.

Su programa era el de un ajuste al estilo de los dictados del FMI. Con ese plan esperaba cohesionar al régimen político en torno a su fuerza dominante: los grandes grupos económicos y el capital transnacional y financiero.

Muy tempranamente, Piñera reculó. Pese al triunfalismo de la derecha que esperaba inaugurar un ciclo de dos décadas en el gobierno, el gobierno se dio cuenta de que su verdadera posición era mucho más débil. Optó por la “gradualidad” y por aplazar la puesta en marcha de sus medidas.

Rápidamente, el capital externo le quitó el apoyo y castigó financieramente al país. En Wall Street, Londres y otras sedes especulativas, ya tenían, desde su primer mandato, el adjetivo justo para Piñera: “políticamente inepto”.

Así, a los pocos meses de estar en el cargo, comenzó su declive.

El movimiento popular, surgido con fuerza desde el inicio del nuevo siglo, se había desarrollado con el tiempo. Había adquirido experiencia y victorias. Comenzó con los secundarios, saltó a formas nunca vistas de control territorial con el terremoto del 2010 y con el paro regional en Punta Arenas. Se acrecentó con miles de reivindicaciones en las poblaciones y se aunó con demandas generales como el No + AFP.

Era un cúmulo de pequeñas victorias, conseguidas a pulso por la clase trabajadora y sus hijos. El trabajo persistente y diario en las poblaciones, en las escuelas, en las universidades y sindicatos, en paros, huelgas, movilizaciones, con muertos y heridos, daría frutos.

Aunque algunos no lo crean, el año 2019 había sido previsto como el de un alzamiento popular, no porque se fuera visionario, sino porque la clase trabajadora y sus luchas estaban desembocando hacia un cambio.

Y ese cambio, para algunos, fue una conmoción. Por eso le llamaron estallido social. Otros, los anarquistas, por ejemplo, le dicen revuelta social. Nosotros creemos que el mejor término, porque se ajusta a las categorías históricas, es el de levantamiento popular.

Ante la constancia de su debilidad, el gobierno decide atacar al pueblo. Con pacos, milicos, marinos, aviadores y todo aquel que le pudiera ayudar.

No tiene ya otros recursos, excepto la represión. El régimen observa como el gobierno se tambalea. Incapaz de enmendar el rumbo, decide preservar a Piñera, pese a todo. No es un presidente o un gobierno los que están en juego, se dicen, es el régimen en su conjunto el que debe protegerse.

Negocian. Acuerdan crear una nueva constitución. Ese mecanismo, según su cálculo, les permitiría ganar tiempo y desviar el conflicto agudo por la vía “institucional”, es decir, por el camino que asegure la preservación del régimen.

Pero aún así no fue suficiente. La crisis continúa. La pandemia del coronavirus significa, en lo inmediato, su paradójica salvación. La necesidad de la preservación humana también favorece, temporalmente, a la preservación del régimen.

Pero ese no es el único efecto de la pandemia. La desintegración de todos los componentes del régimen continúa, y es reforzada por las condiciones excepcionales de la pandemia: se desintegran, con escándalo o imperceptiblemente, los partidos políticos, las iglesias, la justicia, las Fuerzas Armadas y policías, las centrales sindicales.

Se refrenda la debilidad creciente de la burguesía.

La represión generalizada y violenta sólo fue el resultado de la incapacidad de lidiar en contra de un enemigo que no pueden vislumbrar con claridad, pero que los amenaza incesantemente.

El balance del mandato de Piñera marca el declive del poder de la burguesía y el surgimiento del poder de los trabajadores.

En estos dos años el aparataje mismo del sistema se derrumbó, pese a que algunos hoy intenten salvarlo.

La ruta del futuro, en cambio, es el protagonismo del pueblo y el camino hacia el poder.