El período anterior, de Sebastián Piñera, no tuvo mucha trascendencia política. Más relevantes fueron las masivas movilizaciones por demandas populares. Frente a esto, la Concertación, reconvertida en Nueva Mayoría, buscó a su mejor carta para recobrar el gobierno. No tardaron mucha en encontrarla: esa era Michelle Bachelet. De nuevo.
Michelle Bachelet fue escogida presidenta para el periodo 2014-2018. Fue elegida con facilidad. La Nueva Mayoría era la nueva coalición que la respaldaba. En ella, además de los partidos de la Concertación, estaba ahora el Partido Comunista. Había tardado catorce años en ser aceptado como una parte del régimen.
Bachelet, a diferencia de los gobiernos anteriores, había elaborado una línea política propia. Había considerado estudios sociológicos y planteamientos políticos, como los de los dirigentes estudiantiles, que alertaban frente al peligro de un “estallido social”, si no se realizaban reformas.
Su programa, entonces, adoptó un base neorreformista; proponía reformas que no lo eran en realidad. Mientras, más reformas hacía, más parecía le faltaba. Muchas de ellas llegaban décadas después de ser exigidas y no tenían mucho impacto. Otras, eran simplemente parches, para calmar el ímpetu de quienes las pedían.
Se hacía evidente que el tiempo de reformas, cambios graduales desde arriba, había pasado. No había manera de frenar las demandas populares.
De esta forma, las manifestaciones se volvieron cotidianas, al igual que la represión.
El Estado incrementó su actividad en ese terreno: montajes, fantasmagóricos grupos anarquistas que ponían bombas en momentos que se quería activar cambios a la ley antiterrorista.
Se incrementó la migración, con la llegada de haitianos, colombianos y venezolanos, que ingresaban al país sin restricciones. Engrosarían a la fuerza laboral en distintos sectores productivos, morigerando la lucha por el mejoramiento de los salarios. La burguesía atizaba el racismo y la xenofobia, pero, por detrás, usufructuaba del trabajo de los migrantes. Un negocio redondo.
El gobierno de Bachelet fue el más breve de todos.
La disociación entre los distintos componentes del régimen, su crisis interna, dio origen a un brusco reordenamiento. El descubrimiento de una amplia red de coimas, centrada primero en la UDI, pero después en todos los partidos del régimen, los obligó a reagruparse.
La principal damnificada de este movimiento sería la propia Bachelet. Ella había sido golpeada drásticamente con el episodio conocido como caso Caval, donde su hijo estaba asociado a un caso de corrupción.
Pronto, debió ceder la dirección política a los partidos que comenzaron a gobernar desde el Congreso.
Su fuerza relativa en los salones del poder contrastaba con su creciente debilidad en la sociedad. Esa contradicción arrastró a todas las instituciones a una crisis. Las iglesias, el aparato judicial, las Fuerzas Armadas, las empresas, todas quedaban en entredicho.
En pueblo era un mero espectador de lo que sucedía. En el horizonte se avecinaban nubes negras para el régimen. Cada huelga, cada movilización, cada paro, parecía que iba a desencadenar un acontecimiento mayor. Siempre se estaba a punto de pasar una línea delgada que acabaría en un desastre para los poderosos.
Aun así, Michelle Bachelet pudo formalmente culminar su mandato. Pero la descomposición gradual de los partidos políticos y el apoyo sin ambages a la burguesía despertarían y reactivarían a una fuerza descomunal que se había puesto en marcha con el cambio de siglo.
Se confirmaba que todas las promesas algún día debían cumplirse.