Un 11 de noviembre de 1983, Sebastián Acevedo, militante comunista, se inmola en la Plaza de la Independencia de Concepción exigiendo la liberación de sus hijos, que habían sido detenidos por la CNI.
Hace ya 38 años un hombre sencillo ofrendó su vida. Su nombre era Sebastián Acevedo Becerra. Había nacido en Coronel, al sur de Chile. Era militante comunista. La CNI, la policía secreta de la dictadura, se había llevado a sus hijos. Este “varón estricto y justiciero” golpeó todas las puertas del poder. Nadie acudió. La justicia de clase, en ese hábito atávico de callar, miró para otro lado. Entonces, Sebastián, el hombre, el obrero, el militante, prendió con fuego su cuerpo frente a la catedral de Concepción. La mancha del amor-dijo el poeta- nadie nunca podrá arrancar del cemento.
Luego de su muerte, el cura obrero José Aldunate, crea el “Movimiento contra la tortura Sebastián Acevedo”, otra organización popular que saldría a enfrentar a la dictadura y sus crímenes.
A 38 años de su inmolación, el pueblo no olvida. No olvida y saca cuentas. Observa como, en otro tiempo, otros hijos de otros padres, de otras madres, también están presos. Y la justicia calla. Nuevamente. Se colude con los poderosos para mantenerlos secuestrados en las cárceles de un régimen inmoral. Y en el Congreso, los corruptos de ayer y los de recambio, urden sus trampas, negocian con lo único decente que corresponde hacer: indultarlos a todos, sin condiciones.
Todos en el régimen vocean a través de sus servidores y lacayos discursos llenos de moralina sobre la violencia. Ellos, los inmorales, ellos, los que ejercen violencia a diario contra los más humildes. Los que pagan sueldos de hambre. Los que condenan a nuestros ancianos a pensiones miserables. Los que permiten y ocultan la violencia contra nuestros niños y niñas. Los que no son capaces de entregar salud, vivienda, educación. Ellos, que han robado, malversado, cometido fraudes de todo tipo. Ellos, que no merecen ni mencionar el nombre de los nuestros, los juzgan. A nuestros hijos que movidos por el sentido de justicia más natural, por el anhelo de una patria justa salieron a las calles a luchar. Porque esa es una verdad que no debieran perder de vista. El pueblo nunca deja de luchar.
Hoy la hija de Sebastián Acevedo, María Candelaria, decía, acercando la figura de su padre a estos días. Que él había ofrendado su vida por cientos y miles de jóvenes que habían luchado contra la dictadura. Y la historia se repite. Cientos de padres y madres buscan la libertad de sus hijos. Y exigía ley de indulto general ahora.
Ciertamente, lo que jamás podrán entender quienes solo viven para sacar cálculos aviesos es el acto desinteresado de amor. Y no hablamos sólo del sublime acto de inmolación, sino el acto cotidiano de cada trabajador por sus familias. Nunca entenderán lo que mueve a hombres y mujeres a luchar por el sacrificio de nuestros padres y por el futuro de nuestros hijos. Por eso, la figura de hombres como Sebastián Acevedo, o mujeres como Luisa Toledo son imborrables. Ahora somos todos sus hijos.
Cuando hayamos comenzado a escribir la verdadera historia de la humanidad, sin explotación, sin opresión, ellos serán ejemplo inmortal. La calles de la patria llevarán su nombre. En tanto que el de cada sátrapa, de cada asesino, de cada miserable traidor y colaborador de la represión, se hundirá en el olvido eterno.