La derrota de las organizaciones político-militares del campo popular, la creciente confianza dispensada por el pinochetismo, la consolidación de los nexos con los grandes grupos económicos y la desactivación de los movimientos populares y de trabajadores, fueron las condiciones con las que el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle dirigió la etapa de oro del nuevo régimen: el saqueo.
El gobierno que sucedió a Aylwin ya no sería de “transición”. Para empezar, su mandato duraría seis años y no cuatro. Pero, además, podía contar con el camino avanzado por el gobierno colaboracionista. En 1994, el régimen ya no enfrentaba a ninguna oposición política y social organizada. En el seno de la Concertación, el predominio de la Democracia Cristiana aseguró una alternancia sui generis entre sus facciones internas.
Eduardo Frei Ruiz-Tagle, hijo del ex jefe democratacristiano, era el escogido. Frei hijo había acumulado un capital apreciable, como accionista de Sigdo Koppers y dueño de múltiples activos. De pocas luces, se distinguía de Aylwin en que no era un político. Lo probó como presidente. Virtualmente, dedicó más tiempo en giras internacionales que a gobernar el país.
Ese desdén no era sólo de él. Los partidos políticos del régimen ya habían comenzado un proceso acelerado, en el que se separarían definitivamente de la población. La obtención de escaños en el parlamento dependía de acuerdos entre la burguesía. El sistema binominal otorgaba a ambas facciones del régimen una representación parlamentaria garantizada. No era ya necesario competir por votos. Los acuerdos bien podían reemplazar la lucha política.
En sus mentes, esta constelación era el verdadero destino final de la historia de Chile; se había creado un sistema que perduraría por años.
Sobre estas bases, creyeron que el objetivo del “desarrollo económico” podría ser la principal función del gobierno, al margen de intereses sociales contrapuestos o de la competencia democrática.
La verdad era muy distinta.
El pretendido desarrollo consistió en una inaudita lluvia de inversiones. La minería del cobre, la explotación forestal, pesquera y la naciente agroindustria, entre otros rubros, tuvieron una extraordinaria expansión, de la mano de capitales transnacionales que se hicieron del control de los principales recursos naturales del país. Obtuvieron, también, ganancias extraordinarias, debido a la aplicación de métodos especialmente depredadores.
El crecimiento económico registrado en ese período se explica por el monumental impulso del saqueo de Chile. El gobierno lo aumentó, privatizando las empresas estatales que aún existían; las llevó deliberadamente a la quiebra y las vendió, después, a precios preferenciales. De ese modo, los nuevos dueños pudieron concentrarse en explotar las partes especialmente rentables de esas compañías.
Fue, en ese sentido, la época de oro de los capitales españoles. Con la consolidación del mercado europeo, también en el plano financiero, empresas españolas, como Endesa, Telefónica, Iberdrola, etc., contraían créditos y los destinaban a una auténtica reconquista de América. Su avanzada fue especialmente prolífica en Chile. Contaban con numerosos nexos corruptos con el gobierno del saqueo.
A este período pertenece también el inicio de los tratados de libre comercio con grandes potencias industriales. Éstos serían después presentados por esas mismas potencias como un modelo para negociaciones similares con otras naciones “emergentes”. Obvio. A ningún otro país se le había ocurrido ceder tanto como al gobierno del saqueo.
El período de oro del régimen fue intenso, pero breve. La apertura comercial y financiera provocó una recesión de proporciones a fines de la década, como consecuencia de la llamada crisis asiática.
También el saqueo tiene un límite.
Y, justamente, en medio de esa crisis ocurrió un hecho insólito y completamente inesperado para el régimen. En octubre de 1998, Augusto Pinochet, que había sido ungido “senador vitalicio”, fue detenido en Londres, en virtud de una orden de arresto emitida por un juez español.
Para el régimen, el golpe fue demoledor. Veían que, en el fondo, las propias potencias occidentales que les prodigaron parabienes y felicitaciones por el milagro económico que beneficiaba a sus capitales, ahora jugaban al ajedrez con el régimen.
La detención de Pinochet, un símbolo mundial de la ignominia, la traición y la crueldad, fue uno de los pivotes para el establecimiento, en esas mismas fechas, de la Corte Penal Internacional, e incluso de la campaña militar en contra de Serbia.
En Chile, el régimen estaba desesperado. Todos los partidos hicieron lo imposible por lograr el regreso del ex dictador. Evidenciaron que querían continuar con el colaboracionismo y la impunidad. Pero también podían notar que, también en esa tarea deshonrosa, habían llegado a un límite.
Para el pueblo, quedó claro que todo lo prometido por los partidos de la Concertación, era mentira. Ninguna de las demandas sociales había sido satisfecha. Seguían en deuda el cambio de la constitución, mejoras y cambios en la salud, educación, vivienda. La situación de los trabajadores no había cambiado, pese al acceso al endeudamiento que había traído la lluvia de plata barata.
En las fuerzas políticas identificadas con los intereses populares, también se había llegado a un límite. Se veía ya una diferenciación. Unos se lamentaban de las derrotas y de la preeminencia del régimen. Pero otro sector del pueblo comenzaba a fortalecerse para las luchas futuras.