El gobierno colaboracionista 1990-1994

En 1990, los partidos políticos de la Concertación asumen el mando de la nación. Han logrado ganarle al dictador en las urnas, en un proceso negociado fuera de nuestras fronteras. Para ello, engañaron al pueblo, haciéndole creer que cumplirían con las demandas conculcadas durante 17 años. Se impone un candidato especialmente designado para esa tarea: Patricio Aylwin Azócar.

Colaboracionista. Esa palabra, algo enrevesada, tiene un significado preciso desde la II Guerra Mundial. Los nazis contaron en su campaña de conquista imperialista con el apoyo de importantes fuerzas locales. Algunas de ellas actuaron bajo el manto de una supuesta independencia y de defensa de la soberanía nacional. El régimen de Vichy en Francia, la porción que, inicialmente, había quedado fuera de la ocupación directa de los alemanes, o el gobierno de Vidkun Quisling, en Noruega, son los ejemplos más conocidos del colaboracionismo.

El primer gobierno tras el fin de la dictadura también fue colaboracionista. Envuelto en la decisión democrática de la ciudadanía, su contenido y carácter estuvo marcado por la continuidad política, económica y social del régimen pinochetista y por la protección de sus jefes y subordinados. Su forma democrática, reconocida internacionalmente, fue, justamente, la herramienta para cumplir con ese objetivo.

Y el hombre más propicio para dirigir esa tarea era Patricio Aylwin Azócar. Era propicio, pues fue uno de los instigadores del golpe de Estado, junto con su partido, la Democracia Cristiana. Financiados y dirigidos por Estados Unidos, habían comenzado a fraguar la traición junto a las Fuerzas Armadas y Carabineros, desde varios años antes.

En los años posteriores al golpe de Estado, la DC, como partido, apoyó a la dictadura. Eso no quitaba que, como siempre, jugara a dos bandas.

Por un lado, los democratacristianos se sentían a gusto con el nuevo régimen y, por el otro lado, sabían que toda dictadura acaba en algún instante. Además, su cálculo había sido que, después de un período de represión, se regresaría a un régimen democrático, con ellos como partido central. No fue así, y la DC incrementó sus actividades opositoras. El quiebre político vino en 1980, cuando la constitución elaborada por la dictadura confirmó la intención de Pinochet de permanecer en el poder indefinidamente. 

Las grandes protestas nacionales impulsan a la DC a buscar una salida negociada con el régimen. Sin embargo, las diversas iniciativas políticas que apuntaban en esa dirección fracasaron una y otra vez. Hechos como el atentado a Pinochet en 1986 apresurarían el cambio de régimen. La continuidad de las movilizaciones podía desembocar en una revolución.

Washington -que ese año ya había dejado caer a Ferdinand Marcos en Filipinas, un dictador que había accedido al poder en 1965- presionaría por la conformación del bloque opositor encabezado por la DC y por una vía “institucional”. Pinochet fue obligado a convocar a un plebiscito y a aceptar su derrota.

En las elecciones presidenciales de 1989 hubo varias opciones en el bando opositor, incluso dentro de la Democracia Cristiana. Allí, sobresalía Gabriel Valdés, quien había sido crítico a Patricio Aylwin por apoyar la dictadura, y era reconocido como el candidato seguro a ser presidente. Aylwin, por su parte, se había retirado a un segundo plano político durante el período de mayor asedio a la dictadura. Reapareció, sin embargo, para la definición de la candidatura presidencial y, mediante engaños y maquinaciones, se impuso en la interna de la DC.

Una vez que recibe la banda presidencial de manos del tirano, ahora comandante en jefe del Ejército, comienza la etapa post dictatorial.

Como era de esperar, fue un gobierno donde se negociaba todo lo que se hacía. Y como era de transición, tomó muchos elementos de la dictadura para usarlos en su provecho. La Concertación de Partidos por la Democracia estaba compuesta en ese momento por el Partido Democratacristiano, el Socialista, el PPD, el Radical Social Demócrata, además de algunas formaciones menores.

A poco correr, este conglomerado fue mostrando lo que haría: todas las demandas por las que fue elegido, no se cumplieron. No hubo nueva constitución, ni salud para todos, ni educación pública, ni justicia, ni fin de las AFPs, etc. Según el mismo Aylwin, todo se haría “en la medida de lo posible”. Esa frase cínica se convertiría en el lema del gobierno del colaboracionismo.

Las organizaciones político-militares que habían actuado en la lucha en contra de la dictadura seguían operando. A pesar de la crisis política que las golpeaba internamente, podrían tener el potencial de agrupar una oposición popular al nuevo régimen. De hecho, eran la única voz política que expresaba el descontento. El Partido Comunista seguía una línea de “apoyo crítico” al gobierno.

Bajo Aylwin, la destrucción de esos grupos se convirtió en un objetivo prioritario. Se movilizaron todos los recursos disponibles a ese fin: miembros de los organismos represores de la dictadura, militantes democratacristianos que habían participado, bajo la égida de la CIA, en los genocidios en Centroamérica, y una parte del aparato del PS.

Con este elenco, golpearon a las organizaciones populares, dejando una estela de muertos a su paso, justificados con “la defensa de la democracia”.

La política económica estuvo marcada por el desastre dejado por la dictadura: la deuda externa, las consecuencias del rescate del sistema financiero durante el crack de inicios de los ’80, la destrucción del sistema de salud, los bajos sueldos y la pobreza. El nuevo gobierno pudo acceder a créditos y ayudas internacionales, pero el foco de su acción estuvo centrado en la consolidación de los grupos económicos surgidos durante la dictadura. Luksic, Angelini, Matte, y otros, entonces menores, como Soquimich, todos ellos habían adquirido una preeminencia gracias al saqueo del Estado.

Se había provocado un desplazamiento de proporciones en la propia clase dominante en los 17 años precedentes. El gobierno convirtió en su tarea principal proteger a esos grupos económicos, entre otras cosas, de la investigación judicial o de la reversión, por ley, de las privatizaciones ilegales que habían impulsado a esa concentración del capital.  

Esa labor quedó mayormente fuera de la atención pública. Sin embargo, el colaboracionismo del gobierno se expresó claramente en el último gran esfuerzo de los partidos políticos que intensificaron el control y destrucción de importantes sindicatos, de gremios del sector público, de organizaciones poblacionales, para ahogar la lucha por las demandas sociales y políticas populares, bajo el pretexto de la protección de la democracia.

Y lo que quedó inscrito en el registro histórico fue el colaboracionismo para resguardar los intereses del pinochetismo. Éste debía mantener una esfera de poder propio, las Fuerzas Armadas, y una garantía de impunidad.

El carácter del primer gobierno concertacionista se definió por cumplir con esas exigencias. Los partidos de la izquierda pagaron su cuota de acceso al poder al colaborar en la desactivación de las organizaciones de trabajadores y populares, en la persecución de sus antiguos compañeros que se negaban a ser parte del pacto con los asesinos. Y el conjunto respaldó la “justicia en la medida de lo posible”.

El mecanismo para ello quedó reflejado en el informe Rettig o de “verdad y reconciliación”. En el cálculo moral de los colaboracionistas, la exposición de una parte de los hechos de la represión -que, además, era equiparada a ciertas de acciones de resistencia a la dictadura- debía provocar una especie de borrón y cuenta nueva, un perdón a los asesinos y torturadores.

Fue este gobierno el que cimentó las bases del régimen político actual. Su origen inmoral lo definió para siempre.