El revolucionario debe ser un líder, ser un jefe, ser un hermano, ser el ejemplo. Los revolucionarios debemos ser los mejores, no porque lo queramos, sino porque nuestro pueblo así lo exige. Hoy día les hablaremos de uno de ellos, el comandante José Miguel, el líder del FPMR.
Cuando se piensa en alguien que pueda dirigir una organización revolucionaria, debemos pensar en el ser humano más capaz, con más experiencia, el más intrépido, el más digno. Esas eran las virtudes que tenía José Miguel o Rodrigo, Raúl Alejandro Pellegrin Friedman. El pueblo lo bautiza con un nombre de revolucionario, lo sepulta, gritando ese nombre y lo inscribe en las murallas. Lo recuerda firme, con la frente en alto, castigando al asesino del pueblo, planeando, conduciendo a nuestros hijos, siempre siendo el ejemplo para los que luchan.
De qué valen mil palabras, si no se enfrenta al enemigo. De qué valen amenazas, si no se está con el pueblo. De qué vale cambiar algo, si no se cambia todo. Durante su vida de revolucionario, se dio cuenta de la importancia de la conducción para llegar a la victoria. El pueblo no podía llegar al poder sin una organización revolucionaria. Al principio, creyó que podía ser el Partido Comunista. Pero con el correr del tiempo, se dio cuenta que ese partido no quería hacer una revolución, sino, simplemente, formar parte de un régimen.
Eso lo llevó a tomar un camino propio, porque se debía a su pueblo. Hubiese sido fácil, renegar y volver como otros a la tranquilidad de los laureles. El pueblo le exigía enfrentarse contra gigantes. Y lo hizo. A su mando, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez tocó al dictador y sintió el impulso del poder del pueblo. Castigó a los criminales que vivían en la impunidad, acechó al enemigo que se acercaba a las poblaciones, insufló ánimo en las filas del pueblo. Un puñado de hombres y mujeres dignos puso en jaque a una dictadura feroz; la obligó a dejar el poder. Esa es la historia que no cuentan “demócratas”. No dicen que ellos usaron la amenaza de la caída del régimen para negociar todo.
Con el paso del tiempo, se engrandece la imagen del revolucionario en los fragmentos de su pensamiento, en la continuidad de la lucha y en la persistencia de lograr un objetivo: todo el poder para el pueblo. La guerra patriótica y nacional enrumbaría el camino hacia la revolución, llamaría al pueblo a seguir adelante, sería el faro que señalaría la senda correcta.
Para José Miguel, sus hermanos eran los que luchaban junto a él, su familia era el pueblo. En las poblaciones, los niños querían ser parte de los jóvenes que llevaban el fuego en sus manos, desfilaban siguiendo a los milicianos por las calles del barrio, soñaban con tener una estrella en su cabeza. Un día sería libre Chile, y no habría militares, pacos, no habría empresarios, ni ricos, no habría políticos, ni delincuentes, soñaba el pueblo con justicia y sus hijos radiantes en una nueva patria. José Miguel los hacía soñar y les contaba que los revolucionarios podían hacer realidad esos sueños, pero sólo junto al pueblo.
En los periplos incansables en que andaba, lo pilló la muerte. Fue capturado, torturado y asesinado. Para sus amigos y conocidos moría Raúl o “el Chico”. Para el pueblo, sigue vivo José Miguel. Los revolucionarios siguen vivos en las esquinas de un barrio, en las murallas, en las barricadas, en las marchas, siguen vivos en la acción y en el ejemplo. No pueden morir, porque el pueblo les dice que aún no ha llegado la hora de descansar.
Y cuando eso suceda, pondremos la dignidad de Chile tan alta como la cordillera de los Andes.