La derecha, enfrentada a su propio desastre, ha optado por inflar a Kast, pero no con bombín, sino con un compresor industrial. Estamos tentados a decirles “¡oye, bájele un par de kilopascales, que podría explotar todo!”, pero… para qué ¿verdad?
La raza es la mala. En este caso, aquella pretendidamente “superior”. Mil años iba a durar el Reich nazi. Eso quedó un tanto reducido, a doce. El señor Kast padre, Michael, un oficial del ejército fascista, llegó a Chile después de la guerra y se estableció en Paine. Allí, compró tierras y armó un negocio, una fábrica de salchichas. Tuvo 10 hijos. Después del golpe, los Kast usaron a Carabineros de la zona para perseguir, torturar, asesinar y hacer desaparecer a campesinos y obreros de su empresa que hubiesen cometido el crimen de organizarse y defender sus derechos.
Uno de sus hijos, Miguel Kast, fue “asesor económico” de la DINA y una especie de gurú de lo que después sería la UDI. La dictadura lo nombró ministro del Trabajo, para que aplicara el Plan Laboral diseñado por José Piñera. Paralelamente, se enriquecía con las bonificaciones estatales al rubro forestal, siguiendo el modelo de negocios de Julio Ponce Lerou, el yerno del tirano. Fue un fanático religioso y colaboró en la expansión del reaccionario movimiento integrista Schönstatt, muy influyente entre la burguesía. Murió joven.
Su hijo, Felipe, hizo carrera en la UDI, hasta que, con el apoyo de Piñera, creó un partido más “liberal”, Evópoli. Hoy es senador.
Pero es el hermano menor, José Antonio, el Kast que nos ocupa hoy.
Respaldado por la riqueza de su clan y su parentesco con Miguel Kast, este Kast chico se dedicó a la política. Fue diputado, en varios períodos, sin grandes luces. Estaba en las listas de los beneficiados con las platas de Penta, pero nunca fue investigado por la justicia. Sólo tras la crisis política abierta en el primer mandato de Piñera, alcanzó algo de notoriedad. Fue la cabeza de una facción interna de la UDI, pero sin éxito.
Finalmente, decidió romper con su partido y levantar una candidatura presidencial propia, para competir con Piñera desde la derecha.
Y, desde entonces, ha estado en esa tarea. Cuenta con recursos ilimitados, ha sido un pionero en la guerra psicológica de las redes sociales, pagando a un numeroso ejército de bots. Ha buscado agrupar a las expresiones más reaccionarias de la sociedad chilena, con un éxito más bien relativo.
Fue el derrumbe de la derecha tras el levantamiento popular del 18 de octubre, pero, en particular, en los torneos eleccionarios del plebiscito y de la convención constitucional, los que le abrieron una oportunidad inesperada.
Pero esa chance sólo la tiene a condición de que el derrumbe de los partidos de la derecha sea total. El primer paso en ese proceso fue la instalación, desde La Moneda, de Sebastián Sichel como candidato presidencial: su ascenso significó la fractura de RN y el fin de Lavín, que deja a la UDI políticamente a la deriva.
La consiguiente caída de Sichel, por inepto, lleva a lo que queda de esos partidos a una opción suicida: inflar a Kast lo más que se pueda.
Para ello recurren a los medios de comunicación, las encuestas truchas y a la invaluable cooperación de la “izquierda” liberal, que históricamente ha sido coadyuvante en abrirle el camino a las formaciones ultrarreacionarias y fascistas.
Con un escozor masoquista, celebran los ademanes apáticos y superficiales de Kast como una demostración de dominio y seguridad, reconocen sus salidas infantiles como ingenio y agudeza, y se someten a su credo facho -expresado como lánguida perorata de un señorito mantenido a un taxista quejumbroso o a una vieja aburrida del barrio alto-, como si fuera el ominoso anuncio de la Ciudad de los Césares o el Blut und Boden, que ahora emerge en alguna parcela de agrado de Buin.
Es, casi, casi, como si les gustara Kast.
En consecuencia, todos lo inflan como un globo que crece y crece. Para la derecha, la movida es otra maniobra suicida. Su objetivo no es ganar la elección presidencial: es mantener la estantería en el Congreso; evitar quedar reducido a la magnitud que ahora tienen en la convención. Pero ¡ay! Kast les quita y les divide el menguado voto. Ahora mismo, están negociando como arreglar ese problemita.
Mientras, en la “izquierda” liberal, que ya ha llegado a su límite político, calculan que, si Kast llega a segunda vuelta, podrían ganar igual, agitando el miedo al fascismo, como Chirac lo hizo en Francia contra Le Pen en 2002 -ganó con más del 80%, una cifra que, sin duda, nos resulta conocida.
Pero Boric no es Chirac, quien entonces se había impuesto, en la primera vuelta, sólo por un pelo a un ejército de candidatos de izquierda y que, en la definición contra Le Pen, agrupó una coalición que iba desde la reacción gaullista hasta los trotskistas, en defensa de La République.
La única coalición que convoca Boric es la de la ex-Concertación que ya votó por él en las primarias. Desde entonces, sólo ha descendido. No ha contentado ni a la izquierda ni a la derecha. Y menos ha dado algo, una pizca que sea, de valor para la gran mayoría del pueblo que exige cambios.
El globo de Kast se va a reventar eventualmente: se convertirá en el mero sepulturero de la derecha de la transición. Pero les va a doler a los que siguen inflándolo.