Alemania ha sido una de las potencias económicas que más han ganado, en medio de la crisis mundial. Las elecciones de este domingo confirman el declive del partido derechista CDU, de la canciller federal Angela Merkel, pero también muestran la continuidad de un régimen político que no se mueve.
La prensa y los políticos alemanes tienen una preferencia por los colores. Los democratacristianos son los “negros”, probablemente por las sotanas. Los liberales, ubicados, en realidad, un poco más a la derecha de la DC alemana, son amarillos, porque… les gusta. Los socialdemócratas (SPD) son rojos, por centenaria tradición, aunque muchos les dirían rosados. El partido de izquierda, que nace de los antiguos comunistas de la RDA, a los que sumaron sectores sindicales y de la izquierda de la socialdemocracia occidentales, son rojos, también. Y el partido Verde, bueno, para facilitar las cosas, se matriculó desde un inicio con ese color.
Y el próximo gobierno, según parece, ya no será rojo y negro, sino un semáforo: rojo, amarillo y verde.
¿Cómo se llegó a eso? Hasta hace pocos meses, parecía que habría una continuidad de la gran coalición, entre DC y socialdemócratas. Poco tiempo después, un alza en las encuestas de los Verdes, auguraba un pacto entre los ecologistas y la DC o una coalición “Jamaica”, añadiendo a los liberales (por los colores de la bandera: negro, amarillo y verde). Y después, se desplomaron los Verdes y la DC y surgieron los socialdemócratas. En ese momento, incluso se habló de una alianza “rojo-rojo-verde”, es decir, con la izquierda.
Al final, la DC cayó muchísimo, pero no tanto. El SPD quedó arriba, pero sólo por poco. Los Verdes, aumentaron su votación, pero quedaron muy debajo de lo que las encuestas les habían prometido. Los liberales siguieron más o menos igual, y la izquierda casi queda fuera del parlamento, en un desastre de proporciones. Los ultraderechistas de la AfD quedaron iguales a como estaban. Por ahora, nadie los incluye en posibles acuerdos políticos.
La aritmética electoral y el juego con las piezas de colores seguirá por un buen tiempo. De hecho, son bastante apresurados los obituarios políticos de Angela Merkel, porque faltan, seguramente, varios meses hasta que se forme una nueva coalición de gobierno.
Mientras tanto, seguirá dirigiendo el gobierno, en lo que se ha convertido uno de los sistemas políticos más inmóviles del mundo.
Eso tiene una explicación.
Alemania está entre los pocos países que, en medio de la crisis mundial, han salido ganando. Eso ha permitido importantes ganancias para sus grandes compañías, ventajas económicas debido a su dominación de la Unión Europea y la conservación (o más preciso, una reducción mucho más gradual) de ciertas conquistas sociales para importantes sectores de la población.
La fortaleza de Alemania se basa en la existencia del excepcional desarrollo de su aparato industrial, altamente concentrado por medio del capital financiero, que está orientado a la exportación. La demanda creciente, en las últimas dos décadas, de la expansión industrial en China ha sido el principal factor de que esa máquina se haya mantenido andando.
El otro factor es la hegemonía económica y política sobre la Unión Europea y, en particular, la eurozona. La adopción del euro, en la década de 1990, permitió que Alemania traspasara a sus socios menores las fluctuaciones del tipo de cambio y los sufrimientos económicos de las turbulencias de los mercados mundiales.
Esta constelación es la que mejor describe a un país imperialista.
La salvedad, parcial, es que, en materia militar y política, Alemania actúa, de preferencia, en conjunto con otros países europeos, especialmente Francia. La agudización de la competencia entre los países imperialistas, la tendencia a la formación de grandes bloques regionales, ha colocado a Alemania ante un dilema. La necesidad de expandir su fuerza imperialista entra en contradicción con el cuidadoso esquema de equilibrios y contrapesos que construyó después de la anexión de Alemania Oriental.
Así, se enfrenta hoy a Estados Unidos, por la alianza estratégica que ha suscrito con Rusia para el abastecimiento de energía, mediante un gasoducto a través del Mar Báltico. Tampoco puede seguir la línea de confrontación trazada por Trump y Biden en contra de China, el principal mercado de sus productos de exportación.
La Unión Europea, por su parte, el principal sostén político del imperialismo alemán, sufre de una prolongada decadencia, que quedó expuesta de manera dramática durante la pandemia.
En el plano interno, las tendencias nazi y fascistas crecen, las contradicciones sociales aumentan y la ausencia de una dirección política se agudiza.
Lo interesante de estas elecciones es que absolutamente nada de eso fue objeto de la lucha electoral. Las diferencias entre los colores son mínimas o de grado. Uno o dos años de diferencia en los planes de reconversión industrial “verde”, uno o dos euros en el aumento del salario mínimo, un ajuste fiscal un poco más o un poco menos rápido. Nada que no se pueda negociar en torno a una mesa de coalición.
Las preocupaciones de amplias masas por el futuro económico, por el costo de la vivienda, por la salud, y por condiciones sociales que se han deteriorado, no tuvieron expresión política en los comicios.
Pero ese inmovilismo sólo agravará la situación cuando un régimen político acostumbrado a un ritmo plácido y a la ausencia de contradictores deba enfrentar la hora de la verdad.
Y no vaya a ser que entonces el semáforo se quede pegado en rojo.