La línea invisible

Distintas fuerzas creen que, reemplazando a la antigua Concertación por un nuevo bloque, como el que se ve en la convención constitucional -FA, “independientes no neutrales”, los restos de la Concertación original y la derecha- pueden volver a potenciar al régimen político. Pero están jugando al límite, peligrosamente cerca de una línea que no se debe traspasar.

El régimen político nunca ha estado más débil que ahora; en el gobierno, en el Congreso y en la convención constitucional. Están lejos de la cohesión y fuerza que les auspiciaba un futuro prometedor en la década del 1990.

Su idea de cómo ejercer el poder estuvo inspirada en el utilitarismo: en sopesar cuidadosamente qué daría el máximo de felicidad al máximo de personas, en la formulación de los filósofos más destacados de esa corriente.

Cuando los postulados filosóficos descienden a la realidad, los resultados son distintos. Creían que la ciudadanía los valoraría como los dirigentes que devolvieron la democracia al país, cuando esos mismos que cacareaban defenderla habían complotado para destruirla.

Muchos fueron cómplices e, incluso, protagonistas del golpe y, luego, los primeros en negociar con Pinochet, otorgándole a él y sus esbirros impunidad política y judicial.

En el cálculo utilitarista, eso, los crímenes de la dictadura y sus robos, pesaba menos que la Concertación dirigiera el poder político y el inicio de lo que, prometían, sería una nueva era. Esa fue la base moral de los 30 años.

En ellos, la política, hecha a la forma de la Concertación y su pacto con la derecha, se fortaleció y consolidó notablemente en el Congreso y en el aparato del Estado. Se debilitó o perdió forma en las poblaciones, en los sindicatos, en las universidades e incluso gremios, lugares donde, al fin y al cabo, habían tenido su fundamento los partidos políticos de todas las tendencias hasta antes de la transición.

El ensueño del régimen marcado por la Concertación duró, en realidad, no treinta, sino diez años. Las dos últimas décadas han sido un descenso, primero constante y, después, vertiginoso. Ya en el cambio de siglo, el mundo entró en una nueva etapa de la lucha de clases. El régimen chileno cerró los ojos y no quiso saber nada de aquello.

Se comenzaron a ver destellos, en movilizaciones y huelgas, en movimientos en las poblaciones, en las universidades. Algo estaba cambiando. Por lo pronto, los protagonistas: aparecieron los secundarios, que hacían un llamado de atención a la burguesía y al sistema. Pero no fueron escuchados. Los políticos estaban tranquilos negociando en sus asientos y perdonándose sus robos entre ellos.

El nivel de protestas y huelgas fue subiendo, no tanto en masividad, pero sí en la cantidad de gente que asumía que el choque era contra de un sistema entero.

La ceguera fue tan grande que la Concertación perdió, por primera vez, una elección en medio de un enorme paro de profesores y que fue ignorado por el gobierno y los partidos de la Concertación.

Y así siguió el desarrollo de los acontecimientos. Huelgas y movilizaciones llegaban hasta un punto sin vuelta, una línea invisible ante la que retrocedían. Hasta que ocurrió, hasta que se traspasó esa línea. Eso es lo que sucedió con las movilizaciones de los estudiantes que pasaban sin pagar el metro.

No fueron ellos los que cruzaron la línea, sino un régimen que creyó que, reprimiendo a nuestros hijos e hijas, iba a pararlo.

El 18 de octubre la rabia acumulada indicó que no había vuelta atrás para el régimen y debían de seguir adelante reprimiendo y matando. Para el pueblo, aquellos que debían pagar con sus edificios, con sus estaciones metro, con sus micros, con sus supermercados. La rabia se transformó en una vengadora de sus hijos.

Lo fundamental de ese momento es que el pueblo no cruzó la línea.

Hoy, el régimen y la burguesía insisten en la misma política que los ha llevado al desastre. Manipulan los hilos del poder, manejan la convención constitucional para que sirva a sus intereses. Revisan antecedentes, buscan detalles, artificios legales, para cooptar o neutralizar toda oposición política. Tal como la hacen cotidianamente. Buscan rearticular y fortalecer al régimen: ponen a “candidatos títeres”, quieren reformas constitucionales inocuas, que no perjudique el equilibrio de poder de la burguesía y que se mantenga un Congreso que pueda dominar.

En sus mentes, está todo ya trazado. Debería resultar, se dicen.

Su problema es la ceguera en que se mueven: ven lo que les apetece ver. Todo va bien en el “oasis”, como dijo alguien.

Son incapaces de interpretar lo que el pueblo les dice: no queremos más pacos y ellos defienden sus robos y excesos; queremos sacar el 10% y ellos objetan de cualquier manera los retiros; no queremos más desfiles y hacen una parada donde las Fuerzas Armadas se humillan.

Siguen menoscabando a los trabajadores, humillándolos con sus discursos y frases célebres. Siguen apostando a que pueden dirigir el país, pues es más importante el dinero que las personas.

Otra vez, se empieza a acumular más rápidamente la desazón. Siguen negociando la injusticia y la verdad. La gente de nuevo comienza a hablar, a ver que el país sigue igual o peor después de la pandemia, que los empresarios se burlan y desconocen cualquier avance, que los políticos declaran ser los legítimos portavoces del pueblo, que siguen los mismos dominando todo. Eso causa rabia y se va acumulando, un poquito cada día.

El régimen sigue sin comprender que, la próxima vez, la línea invisible que no hay que traspasar, no la van a transgredir ellos.

Nosotros la vamos a cruzar. Y cuando eso pase, lo que sucedió el 18 de octubre del 2019 no va a servir de comparación.