Perdón, todo fue un lamentable malentendido

Cunde un cierto ánimo reaccionario en el país. Los burgueses sienten la amenaza a su poder. Pero mientras ésta no se materialice, estiman que bien podrían difundir, un poco a tientas, sus ideas. Es hora, dicen, de terminar “la fiesta”, de volver al orden antiguo, antes del 18 (no éste, el otro). Lo interesante es que les creen.

¿Quién lee la prensa (burguesa) durante Fiestas Patrias? Nadie. Ni los redactores o columnistas, que dejan todo listo de antemano para irse a la playa. Podrían no publicar los diarios. Pero no. Hay que seguir. Hay que informar de crímenes y accidentes, el Te Deum, la “impecable” parada militar… o sea, como decíamos, crímenes y accidentes.

Bueno, querido lector, querida lectora, es muy conveniente, entonces, que nosotros seamos literalmente incansables. Porque eso significa que usted no tiene preguntarse qué hubo en el diario. Nosotros lo leemos para usted. Servicio completo; #yoteloresumo.

¿Qué dice la prensa burguesa? Una pura cosa o, más bien, dos. O tres.

Uno: ya pasó. Ya pasó. El estallido ya pasó. Ahora hay que rearmar todo, pero sin concesiones. Y dos: nunca fue. Eso de que hablan n-o e-x-i-s-t-i-ó. Es un raro y mal sueño, una locura colectiva que pareció, pero sólo pareció, romper un orden que es natural, dado, fijo, inmutable, inmodificable. Todo fue un lamentable malentendido. Y, finalmente, tres: ¡ojo! Atención. En cualquier momento, si nos equivocamos, éstos rotos vuelven con la cuestión.

Como se ve, esto no es lógico.

Pero es lo que dicen. El diario “La Tercera” nos trae a Héctor Soto, quién es un gran amigo de nuestro presidente. Él -Soto, no Piñera- escribe que “gradualmente, muy lenta y trabajosamente, la ciudadanía comienza a volver a la sensatez. Es lo que dice la última encuesta CEP. Es tarde, pero se dirá que más vale eso que nunca.”

La encuesta del Centro de Estudios Públicos lo dice. En el mismo periódico, una de las responsables del famoso estudio, Carmen de Foulon, sostiene que “la gente ya no avala más estallido y violencia para resolver las demandas del 18/O”. “Para mí”, comienza, y agrega, por si hay dudas, “como experta es muy destacable que queda claro que la ciudadanía es moderada, sigue valorando profundamente la democracia.” ¿Qué datos respaldan esa afirmación? “Hicimos una pregunta”, continúa la experta, “sobre si las personas deben obedecer las leyes siempre y tenemos una mayoría, un 59%, que es favorable a aquello. Por lo tanto, se puede concluir que tenemos una población moderada”.

Por lo tanto.

Nunca mejor dicho. La pregunta que menciona no está incluida en la presentación de la encuesta que se hizo pública, pero eso es una antigua y mala costumbre del CEP. Todas las cosas que no le sirven, quedan ocultas en una base de datos que se publica después, con los resultados de las respuestas a un formulario interminable. Allí, de acuerdo a las circunstancias, vienen y van cuestiones candentes que desvelan a la opinión pública. Es sólo un ejemplo: en el año 2000 el CEP preguntó y publicitó con gran parafernalia que el 52 por ciento de los chilenos creían que “la empresa privada es la mejor forma de resolver los problemas económicos de Chile”. Diez años después, preguntaron de nuevo. Sólo un tercio compartía entonces esa afirmación. Desde entonces, el CEP no se ha interesado más en ese asunto.

Para la vocera de ese instituto, financiado por el grupo Matte, y en general, por los grandes grupos económicos del país, el hecho de que un 41 por ciento de los encuestados consideren que no hay que obedecer la ley, por razones que desconocemos, es la prueba irrefutable de que estamos en presencia de una “ciudadanía moderada”, que quiere cambios, “pero tranquilos”, y “ya no avala el estallido”.  

El anarquismo podría estar exultante, considerando su prédica en contra de la sumisión al Estado y sus leyes. Pocas veces, los seguidores de Bakunin han podido argumentar que las ideas centrales de sus doctrinas reciben un respaldo tan significativo ¡en las encuestas de opinión!

El señor Soto quien, como ya vimos, celebra, aunque con melancolía, el lento regreso a la “sensatez” de la población, tampoco comparte los saltos lógicos de la bisoña señora Foulon. El daño causado por el 18 de octubre de 2019, afirma, “es irreversible”; el país “quedó clavado (…) a un horizonte de incertidumbres que podría mandarnos finalmente al despeñadero”.

Finalmente.

Y sigue: “es evidente que al día de hoy las condiciones objetivas son más adversas que nunca para elegir una nueva legislatura y un nuevo gobierno. No tenemos perspectiva y tampoco serenidad.”

Pero, continúa Soto, “si es que el país viene efectivamente de regreso al sentido común, al desarrollo, a la gradualidad, a la responsabilidad en las políticas públicas, es posible que…”, que…, que ¡gane Sichel!  

Esto no hace ningún sentido. Pero a Soto poco le importa.

En “El Mercurio” está otro amigo del presidente, aunque, hay que decirlo, muy a su pesar: cada vez que puede, lo trata de imbécil, troglodita y enfermo mental. Eso no ha impedido que el rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, sea invitado con frecuencia al Palacio de la Moneda a conversar.

A diferencia de Soto, que dice que “ya pasó, pero…” El señor Peña es un exponente de la tesis de que el 18 de octubre, en realidad, nunca ocurrió. Para él, todo fue simplemente una expresión propia de lo que llama la “modernización capitalista”, con tintes generacionales, esos jóvenes que sólo piensan en sí mismos, mayores aspiraciones de las clases medias, consumismo (no comunismo, eh), y performance. Es, en el fondo, concluye Peña, un reforzamiento del sistema, lo que las masas quieren es más capitalismo. A lo más, el rector estaría dispuesto a asumir que hay un problema político.

Ya sabemos que el presidente es medio tonto, los parlamentarios son unos vulgares e ignorantes, si se les compara con Ricardo Lagos, el verdadero rey-filósofo de Platón, según Peña, que nunca olvida citar a algún autor importante en sus columnas.

Pero en su última contribución ese mismo Peña presenta el problema nacional de un modo completamente inesperado: “¿reforma o revolución”, se pregunta (léalo aquí, porque “El Mercurio” cobra, y no poco).

Reforma o revolución. Un dilema ominoso.

Habría que decir, antes, que reforma y revolución no son necesariamente contradictorios. Una revolución efectúa, indudablemente, muchas reformas en todo ámbito de cosas. Y las reformas, sumadas, pueden constituir una revolución.

Donde surge la contradicción, el dilema, el conflicto, es cuando se pretende evitar, frenar, derrotar una revolución necesaria con reformas imposibles.

A ese afán se le llama reformismo. Y a ese problema va el señor Peña, aunque muy a su modo. Por lo pronto, las grandes autoridades citadas son sólo dos. Probablemente, esa economía se debe a que, esta vez, Peña tiene una idea propia que quiere compartir.

Uno es el jurista austríaco Hans Kelsen, que en Chile es objeto de una verdadera veneración; por cierto, y especialmente, del propio Peña. En Europa y Estados Unidos, donde Kelsen trabajó luego de huir de los nazis, el entusiasmo es más medido. Lo encuentran un poquito básico.

El otro es Bertrand Russel, el filósofo inglés. Pero esa referencia es secundaria, como para tirar pinta, nomás. Peña lo usa para decir que en toda teoría hay una idea fundamental y que lo demás sólo está para defender ese núcleo central. “En vez de distraerse con las murallas y las defensas erigidas por los autores, había que atender a lo que ellas querían proteger: el punto central de la teoría”, nos enseña Peña.  

Si hubiese querido, Peña podría haber contado la anécdota de cómo Kelsen bromeaba que le gustaría escribir, bajo un pseudónimo, un libro atacando sus propias teorías, porque él sabía mejor que nadie dónde estaban sus debilidades. Pero, claro, eso habría dejado a Peña sólo con una, y no dos referencias eruditas y pretenciosas; un desperdicio.

Peña usa, por así decirlo, el dedo de Kelsen para indicarnos dónde está la revolución, según él: en la convención constitucional y en la discusión por los dos tercios. Correctamente, señala que el quórum es lo de menos. De lo que se trata es si la convención está subordinada a la constitución pinochetista o si es una manifestación de la soberanía popular. Si está sólo delegada para “escribir” una propuesta constitucional, debe cumplir con reglas fijadas por el Congreso. Y si no lo hace, “ello equivaldría a lo que Hans Kelsen llamó una revolución”.

Si la convención, en cambio, es una expresión de la voluntad popular, continúa Peña, no puede subordinarse a nada y debe, al contrario, fijar sus propias reglas. Pero “de ahí se sigue que toda la normativa, las decisiones, las sentencias, los contratos realizados al amparo de la Carta de 1980 son perfectamente inválidos, puesto que las reglas a cuyo amparo se celebraron eran, en realidad, la usurpación de la voluntad soberana del pueblo. Y todos los gobiernos que siguieron a la dictadura, comenzando por el de Patricio Aylwin, serían diversas formas de usurpación, una continuación de la dictadura, sólo que por otros medios”.

Así planteado, uno estaría tentado a responder que sí, “sí, exactamente así es”.

Pero eso sería subestimar al profesor Peña que, obviamente, quiere darles un buen susto a sus lectores de “El Mercurio”. Cierra con este desafío: “lo único que cabe preguntar en este debate -y tal vez los convencionistas deban pronunciarse al respecto esta semana- es quiénes estarían dispuestos a aceptar esa conclusión”.

Dejemos de lado a la idea de revolución de Kelsen, quien es considerado -con algo de exageración- el “autor” de la constitución austríaca de 1920; el resultado, justamente, de la traición del movimiento revolucionario de los trabajadores de Viena de 1918-19 por los dirigentes socialdemócratas y que abrieron, con su reformismo, el camino al golpe fascista de 1934 y a la anexión nazi, cuatro años después.

Dejemos también de lado si la convención constitucional debe, a partir de esta semana, decidir sobre reforma o revolución, en el sentido de Peña, porque eso, en cualquier caso, ya ha sido resuelto con una pasada de máquina y unos trucos parlamentarios de cuarta, como explicamos aquí (lo intentamos, más bien).

Dejemos todo eso de lado.

Preguntémonos, mejor, por qué la prensa burguesa, que estima que el 18 de octubre o ya pasó o nunca fue, teme el “despeñadero”, “las condiciones objetivas más adversas” o “la revolución”. ¿Por qué se muestran tan esquizofrénicos?

El levantamiento popular del 18 de octubre, efectivamente, ya concluyó. No volverá más. Se podría decir que la pandemia global lo clausuró. Algunos argumentarán que el acuerdo por la paz del 15 de noviembre le quitó la iniciativa y lo desvió. Otros dirán que, enhorabuena, encontró su cauce pacífico, político y moderado: nueva constitución, Boric presidente, acuerdos amplios, responsabilidad.

Al final, si uno se fija bien, quienes razonan así piensan igual que los Soto y los Peña que hemos reseñado. Pero no ven, como sí lo hacen nuestros columnistas -más sensibles, no a la realidad, sino a los intereses de la clase burguesa cuyas ideas intentan formular- el cambio provocado por la acción de las masas, en las distintas etapas del levantamiento: el surgimiento de un poder, centrado en la clase trabajadora, que condiciona todo, aun sin marchas masivas y movilizaciones, sin estallido.

Un poder que se expresa en batallas políticas y sociales para las que los “clausuradores del estallido” no tienen explicación: la lucha contra la pandemia, la lucha económica, la lucha política que realizan millones de personas trabajadoras diariamente. Un cúmulo de luchas que se expresan de forma espeluznante, como en la liquidación de los fondos de las AFP, mediante los retiros. Ahora se avecina una batalla política de ese tipo. Su escenario es el parlamento corrupto. ¿Qué expresará mejor las consecuencias del levantamiento popular, el cuarto retiro -populista, irracional, poco moderado- o los dos tercios en la convención constitucional?

Los reformistas, recordemos, no son los que abogan por reformas, positivas, útiles, posibles, para las grandes mayorías. Son los que, a la necesidad de transformaciones fundamentales, una revolución, pues, le oponen la quimera de reformas que no son posibles, ni útiles, ni positivas. Son los que le abren el camino a la reacción, como el profesor Kelsen.