TOPSHOT - A protester holds a piece of cloth reading "New Constitution or Nothing" during a demonstration at Plaza Italia in Santiago, on the fifth straight day of street violence which erupted over a now suspended hike in metro ticket prices, on October 22, 2019. - President Sebastian Pinera convened a meeting with leaders of Chile's political parties on Tuesday in the hope of finding a way to end street violence that has claimed 15 lives, as anti-government campaigners threatened new protests. (Photo by Pedro UGARTE / AFP)

La convención ya se acabó

“Si se desconocen los dos tercios, la convención se acaba”. La sentencia de un constituyente enmarca el debate de este martes sobre el quórum para aprobar las normas elaboradas por la convención constitucional. Entonces, todos sabrán quién es quién, más allá de los discursos.

Agustín Squella, un profesor de derecho de Valparaíso, columnista del “Mercurio” y autodeclarado “liberal”, con amplias conexiones en la derecha y la Concertación y, por supuesto, la masonería, parecía predestinado para grandes cosas. Pertenece a ese tipo de personas que enmascaran el conformismo de sus convicciones con la afabilidad de sus gestos y una erudición lo suficientemente superficial como para no molestar a nadie. En una entrevista relató que celebraba todos los años el aniversario del golpe de Estado de 1973 con un asado con sus amigos, pero que asistía, para marcar una disidencia, con una bandera negra y exclamando “día aciago, día aciago”.

Muchos creyeron que era la figura ideal para ser el presidente de la convención. La realidad política dijo otra cosa. El “nuevo centro”, FA-Concertación, creado en la convención, tuvo que hacer un pacto con algunos representantes mapuche para elevar a Elisa Loncón a la testera y asegurar que uno de sus operadores, también un jurista de Valparaíso, Jaime Bassa, pudiera controlar la mesa. Además, Squella no da con el ritmo que prima en el pleno y las comisiones: agota los escasos dos minutos de tiempo que se otorgan para las intervenciones en alguna anécdota introductoria y ya le apagan el micrófono. Hasta sus aliados pierden la paciencia con él. Es el constituyente que más votos de abstención registra: simplemente no puede decidirse.

Pero hay una cosa que tiene clara: “si se cambian los dos tercios, se acaba la convención”, señaló en una entrevista en vísperas, justamente, del debate en el que se definirá el quórum para aprobar las normas constitucionales.

La frase suena a una amenaza o, al menos, a una premonición peligrosa. Para Squella, todo el debate es un fastidio: “no sé cómo diablos estamos todavía discutiendo los dos tercios. De una vez por todas, los convencionales deberíamos admitir un hecho objetivo, que por lo demás conocíamos cuando competimos para ser constituyentes y cuando se instaló la Convención, hay un quórum de dos tercios para aprobar futuras normas constitucionales y para aprobar normas de votación”.

Pero, aunque le sorprenda, el problema de los dos tercios es recurrente, no por su significado propio, sino porque expresa la debilidad con que el régimen político enfrenta la lucha por su sobrevivencia.

Y así lo fue desde un comienzo, cuando se diseñó el “itinerario constitucional”.

Cuando los firmantes del “acuerdo de la paz” del 15 de noviembre comparecieron ante el público, pálidos y con cara de susto, el quórum de dos tercios fue presentado como uno de los puntos centrales del pacto acordado. Según se supo después, y así fue reconocido por sus protagonistas y testigos, los dos tercios fueron negociados en el baño de hombres del Senado, sede Santiago, entre Gabriel Boric y Juan Antonio Coloma, de la UDI. Por esa razón se le permitió al diputado del Frente Amplio suscribir “a título personal” un documento que era expresamente de los partidos del régimen, no de individualidades o parlamentarios.

El sentido de los dos tercios era muy sencillo: de ese modo, la derecha, que aspiraba a controlar un 40% de la convención, podía tener el control del texto final. Todo lo que no le pareciera no entraría.

Pero, dentro de todo, ese aspecto era secundario. Sólo era una especie de garantía jurídica o prenda, introducida en el contrato principal, cuyo contenido era otro: los partidos políticos del régimen se mantendrían cohesionados y uniformes en defensa, no de la constitución del ’80, sino del régimen mismo frente al levantamiento popular.

Eso significaba garantizar la permanencia de Piñera en el gobierno, abstenerse de cualquier otra vía democrática-institucional, como hubiese sido, por ejemplo, el establecimiento de un gobierno de índole provisional que hubiese garantizado la convocatoria de nuevas elecciones y el fin -o la morigeración- de la represión en contra de las masas movilizadas.

Contrario a lo que se dijo entonces, el acuerdo de paz no necesariamente “salvó a Piñera” en ese momento preciso, que ciertamente era muy crítico. Reflejaba la intención de que la continuidad o salida del gobierno de Piñera fuera una decisión del conjunto del régimen, como recurso defensivo y no como una concesión a la presión popular.

Porque también en los partidos de derecha existía la noción de que sacar a Piñera era una solución posible. Entre paréntesis, el ataque “por la espalda”, la venganza, del propio Piñera a la UDI y RN, con ocasión de las primarias presidenciales, cuando las condiciones ya habían variado, fue un recordatorio de que todas las partes tenían perfecta conciencia de esa situación.

El “acuerdo de paz” no detuvo el levantamiento.

El problema continuó igual. Ahora con un régimen temporalmente cohesionado y un movimiento popular amplio, pero en el que se iban diferenciado distintos intereses de clase.

Quienes se oponían entonces al acuerdo sólo reflejaban que no podían o no sabían crear una alternativa distinta, dentro de un cauce democrático-institucional. La realidad lo confirmaba: Piñera seguiría en el gobierno, los pretendidos representantes de la “izquierda” en el parlamento le abrían paso a su legislación represiva; el régimen se defendía con dientes y uñas.

Ante la ausencia de una opción política democrática, los opositores del acuerdo proponían una crítica jurídica; ante el temor de abrazar las demandas sociales que movilizaban al pueblo y que sólo se pueden cumplir con el derrocamiento del régimen, ofrecían una objeción de procedimiento.

Ahí es cuando aparecen los dos tercios -el “veto de la derecha”, la “cocina del acuerdo de noviembre”, “a espaldas del movimiento social”, “esto no es una asamblea constituyente de verdad”, etc.

Y, cosa curiosa, el régimen comenzó a hacer más y más concesiones. ¿Piden paridad? La tienen. ¿Quieren independientes? Hagan listas y compitan. En un primer momento, nadie pensó en los pueblos originarios, pero eso también se concedería más adelante.

El asunto se iba desordenando, hasta que la derecha tomó su decisión fatal: el rechazo en el plebiscito habilitante del proceso constitucional. Esa decisión terminó por liquidar el acuerdo de noviembre. ¿Para qué se había negociado, para qué se le habían ofrecido garantías, si después la derecha y el gobierno no querían jugar?

La crisis arreció. Hubo intentos de suspender todo, de buscar una manera de evitar el desastre que, sospechaban, sobrevendría. Finalmente, no se atrevieron.

Un año después, el referéndum del 25 de octubre de 2020 se realizó en condiciones fundamentalmente distintas. La pandemia había reconducido el levantamiento, había detenido, de hecho, la actividad política y social. Y sin que los partidos del régimen repararan en su error, la pregunta que finalmente el electorado fue a responder fue sobre sobre el régimen mismo: sí o no, rechazo o apruebo.

El resultado fue una derrota del régimen: no dos tercios, sino cuatro quintos: 80 contra 20.

Vendrían más derrotas: la liquidación de las AFP mediante los retiros del 10%, aparecería una y otra vez el fantasma de la caída de Piñera, sostenido siempre, a última hora, por los partidos del régimen.

Las elecciones a la constituyente sólo fueron un reflejo, contenido, controlado, de esa situación. Las listas de independientes, que habían sido permitidas como un complemento, quizás, útil para absorber parte del descontento social, arrasaron. Los escaños reservados, en los que la derecha esperaba sumar algunos votos en la convención, en vez de un símbolo decorativo, llegaron con un programa propio, bien preciso, de la plurinacionalidad dentro del Estado existente, que negociarían con quien estuviera dispuesto.

La derecha se hundió, la Concertación murió, la izquierda del régimen se mantuvo más o menos igual.  

La convención se vio puesta en una situación inesperada. Debía, por mandato popular, dirimir la crisis democráticamente. Debía asumir un papel de conducción política que excedía con creces el papel del borrador de una constitución. Y debía hacerlo a pesar suyo.

Se trataba de una tarea para la que nadie se había preparado. La derecha estaba anulada. La Concertación, peor. El Frente Amplio y Partido Comunista, enfrentados por cargos y acuerdos incumplidos.

El FA sólo disponía de una orientación vaga y academicista: una “constitución mínima”, es decir, todo lo que pudiera ser importante debía negociarse en el parlamento. El PC, con su acostumbrada estrategia de “un pie en la calle y otro, en las instituciones” se estiró tanto que se les rompió el pantalón. Ahora están refunfuñando, parqueados con sus súper leales “aliados” del FA, sin que nadie vaya a “abrazar la convención” … ni a ellos.

Los “independientes”, en tanto, tampoco se habían puesto en la situación. Recibieron, sumando a todos, el apoyo mayoritario de la población, que votó como en el plebiscito. De hecho, los electores desecharon, de manera sistemática y concienzuda, a los dirigentes sociales que se habían presentado a los comicios. Los Mesina, los Aguilar, y tantos otros que habían tenido una preponderancia local o regional en distintas movilizaciones, quedaron fuera.

En su lugar, entró gente perfectamente desconocida o que se había convertido, de la nada, en símbolos del movimiento del 18 de octubre. Sí, como el pelao Vade.

Una gran parte de los elegidos a través de ese modo ni siquiera habían hablado antes de congregarse por primera vez el cuatro de julio. Y desde que se lograra, por más dos tercios, la aprobación de una declaración que demanda a los poderes del Estado arbitrar medidas para la liberación de los presos políticos -resolución que no ha recibido respuesta alguna- están a la defensiva. “No, no estamos flojeando. No, no nos subimos el sueldo. No, no nos hemos olvidado de las demandas sociales, lo que pasa es que la gente no entiende lo complicado del proceso.”

Pero esa falta de preparación política no debe ser exagerada. Todo proceso nuevo, desecha a antiguos maestros y precursores con sorprendente facilidad. El abate Sieyès, el conde Mirabeau, fueron los leones de los Estados Generales que precedieron a la revolución francesa. Habían sido líderes intelectuales y políticos de la burguesía desde mucho antes. La Asamblea Nacional y la Convención los reemplazaron sin miramientos, luego de la toma de la Bastilla, por los Robespierre, Danton, Saint-Just, Brissot… advenedizos que serían actores principales de un gran drama histórico.

El problema de la convención es más social que político.

Se ha dicho insistentemente que se “parece mucho más al Chile real”.

Pero ¿qué Chile? ¿Hay en Chile, entre la población adulta, un 42% de abogados (incluyamos a los -meramente- licenciados), como en la convención? Sólo tomando los pueblos indígenas, en el Chile real un tercio de los mapuche, aymará, etc…. ¿son abogados?

¿Y de verdad que un cuarto de los chilenos son profesores, periodistas, científicos, diseñadores, sociólogos, médicos y veterinarios o intelectuales (como cierta licenciada en filosofía)?

No, no es verdad. Sólo un 0,3 por ciento del Chile real son abogados. Y, en el Chile real, tres cuartos de la población no poseen un grado universitario o técnico, mientras que en la convención ese grupo, el de los profesionales, representa a casi la totalidad.

El problema de la convención -y que el contingente de independientes sólo refuerza- es que es un reflejo mucho más real de las llamadas clases medias, es decir de importantes sectores de la población, pero no de la mayoría.

Este reflejo más real de una parte de las clases medias y el hecho de que, justamente, no se trate, en muchos casos, de políticos profesionales o de carrera, coloca a la convención en una situación difícil. En sí misma debe hacer equilibrio entre las aspiraciones y temores de los sectores medios, el poder de la burguesía a la que son especialmente sensibles, y a la presión popular que, con el levantamiento del 18 de octubre ha devenido en un poder.

He ahí la razón por la que la convención no puede conducir, no puede dirimir la crisis del país. No puede obviar los dos tercios y declararse soberana, ni puede cumplir el supuesto diseño del acuerdo de noviembre de 2019, pues este ya caducó.

El intento fracasado del “nuevo centro” de imponer -por secretaría- el quórum de los dos tercios a otras materias, forzó la situación. Ahora deberá definirse, punto por punto, cuál va a ser quórum. Como se ya adelantó, la definición deberá hacerse por mayoría absoluta, porque, ironías del destino, el pacto entre el “nuevo centro” y el pinochetismo no puede reunir dos tercios de los convencionales en ejercicio para aprobar… los dos tercios.

Irónico o no, ese hecho demuestra lo absurdo de la disputa por el quórum. Nada impediría que una parte decidida de la convención, unida a los intereses y demandas del pueblo, impusiera sus condiciones, su veto, como lo tenían los tribunos en el senado romano. Pero eso requiere, no de quórums ni reglamentos, sino de decisión y unidad.

Según Squella, si no se aprueben los dos tercios “se acabó la convención”. ¿Llamará a Carabineros para que la disuelva? No. El problema es distinto. No si, sino cuando se ratifiquen los dos tercios “la convención habrá acabado”, al menos para el pueblo que la hizo posible como un camino para cumplir sus demandas.