48 años

Con cada aniversario del golpe del 11 de septiembre de 1973, se vuelve -una y otra vez- sobre su significado. Esa reiteración nos debería indicar que hay algo que no está resuelto en nuestra historia. Quizás recién hoy es posible vislumbrar un fin.

Un artículo, de reafirmación, de homenaje, a Bernardo O´Higgins en estas mismas páginas, desató una controversia poco común entre nuestros muy distinguidos lectores y lectoras, de por sí muy críticos y poco dados a aceptar, sin más, cualquier proposición.

¿Cómo es posible que se reivindique a O’Higgins? ¿Cómo es posible que siga con la idea del “padre de la patria”, empapada de una creencia nacionalista y oligárquica? Esos fueron algunos de los cuestionamientos.

Los objetores, quizás, no tomaron en cuenta un detalle. El debate que creían iniciar sólo reitera una controversia que existe desde hace más de un siglo. O’Higginistas y carrerinos se enfrentan desde los albores de la independencia y, en distintos períodos, con roles intercambiados. A veces, O’Higgins es un revolucionario, en otras, un símbolo del militarismo. Carrera es, en ocasiones, el representante de las familias llamadas a gobernar un Chile inculto y salvaje, y después, es un rebelde incansable.

¿Por qué aparecen estas paradojas? Porque O’Higgins y Carrera son historia. Pertenecen a otro tiempo. Y nosotros llevamos ese otro tiempo al presente de acuerdo a las necesidades de ahora.

El golpe del ’73, en cambio, no es historia en ese sentido. A pesar de todos los acontecimientos que le siguieron y las transformaciones sociales que le sucedieron, sigue ocurriendo.

Y eso no tiene que ver con lo que podría parecer obvio, que mucha gente que lo presenció sigue viva y lo recuerda. Tampoco se debe a algo innegable: lo que el golpe inició, sigue prevaleciendo en nuestro país como su resultado directo. Por ejemplo, la clase dominante, en su forma concreta, es la que el régimen civil-militar elevó a ese lugar, desplazando a otros sectores de la burguesía.

No. El golpe sigue ocurriendo, no porque en él se enfrentó Pinochet contra Allende, la derecha contra la izquierda, el imperialismo contra la nación, la dictadura contra los opositores, sino porque es parte de la lucha de clases.  

Es decir, es un hecho en que los trabajadores, el pueblo chileno en su conjunto, fueron los protagonistas y el objeto principal de un ataque sin cuartel.

Y como esa clase no ha desaparecido, ni sus antagonistas, los dueños del capital, extranjeros e internos, la historia que la lucha de clases produce, sigue en curso.   

El derrocamiento de la Unidad Popular, en la segunda mitad de 1973, era considerado un hecho seguro por todas las fuerzas políticas del país. La ausencia de una resistencia organizada se debió, entre otros factores, a la convicción de que la caída de Allende ya no se podía evitar. El sentimiento derrotista estaba ampliamente difundido entre los partidos políticos de la izquierda.

Lo que se especulaba era que, tras un breve gobierno militar, se instauraría un régimen dirigido por la Democracia Cristiana, que era la principal promotora política del golpe. Todos sabían que la mayoría de los altos mandos del Ejército y de la Fuerza Aérea eran cercanos a la DC. Y todos sabían que los democratacristianos eran los que mantenían los vínculos principales con Estados Unidos y sus entidades operativas, como la CIA.

Lo que esa opinión dominante no consideró, es que esa “salida” no significaba un fin a la crisis que se había iniciado durante el período de los años sesenta. Entonces, la clase trabajadora incrementó su magnitud y fuerza con la incorporación de centenares de miles de personas que, cada año, abandonaban el campo y se iban a trabajar y vivir a las grandes ciudades.

El fortalecimiento de la clase trabajadora apareció, así, primeramente, en forma de poblaciones, de tomas de terreno urbanas, mientras que en el campo también se elevaba la lucha de los campesinos, de los trabajadores agrícolas, del pueblo mapuche.    

Esa crisis tenía una contraparte: el debilitamiento progresivo de la burguesía local, incapaz de mostrar un rumbo propio para el país e impedida de aumentar su tasa de ganancia en un país cuya dependencia semi-colonial no se había modificado ni un ápice en las décadas precedentes.

El letargo nacional coincidió, de manera explosiva, con una crisis mundial. Era el fin del período de expansión capitalista de la posguerra, que se había centrado en la intensidad de la acumulación en los grandes centros industriales, Estados Unidos y las dos potencias derrotadas en la II Guerra Mundial, Alemania y Japón.

Estados Unidos, derrotado en Vietnam, impedido de expandir, en lo inmediato, sus mercados y zonas de influencia, debido a la existencia del bloque soviético, y golpeado económicamente, había ordenado una ofensiva en su “patio trasero”. Al menos allí debía frenarse cualquier desorden.

Las Fuerzas Armadas del continente, alineadas y coordinadas en los años precedentes, fueron lanzadas a tomarse el poder, en todos los casos, con una perspectiva indefinida. En el curso de la década de los setenta, gobernarían los militares en todos los países de Sudamérica, con excepción de Venezuela y Colombia, que estaba, en todo caso, sumida en una guerra civil.

El golpe en Chile fue, en ese sentido, una expresión muy nítida de esa contraofensiva del imperialismo. Y su objetivo consistió en golpear y derrotar, no a un gobierno, no a una corriente política, sino a la propia clase trabajadora.

Es por eso que la dictadura queda representada de manera más exacta a través de su carácter criminal, asesino, genocida. El golpe fue, desde un inicio, un ataque frontal en contra del conjunto de la clase trabajadora. Y la dictadura mantuvo ese objetivo a lo largo de la mayor parte de la duración de su tiranía.

Sólo bajo una guerra abierta en contra de los trabajadores, el régimen nacido del golpe pudo soportar el derrumbe económico que provocó. Se ha pretendido caracterizar a la Unidad Popular por el desabastecimiento y la inflación. Pero los primeros años de la dictadura fueron los de la peor crisis económica vivida en la historia de Chile. Y le seguiría otra catástrofe económica y social a los pocos años.

En ese período se estableció un sistema de superexplotación de los trabajadores, es decir, en que la retribución a la fuerza de trabajo es menor a la necesaria para su reproducción. El imperialismo y sectores de la burguesía nacional, favorecidos por la dictadura, se lanzaron al saqueo: al saqueo de los trabajadores, de los recursos nacionales, de las arcas fiscales, de todo el país.

La base de ese sistema subsiste hasta hoy, pero ya no puede continuar debido a la resistencia constante de los trabajadores.  

Muchos creen que la política de la dictadura obedeció a un diseño, a un modelo, teórico o ideológico. Hablan del monetarismo de Milton Friedman, del neoliberalismo del consenso de Washington y, más recientemente, del extractivismo. Esas interpretaciones son, por lo bajo, insuficientes. La dictadura saltó, por ejemplo, de los preceptos económicos de los Chicago boys al keynesianismo, sin transición, cuando las circunstancias lo ameritaban; muchos de las características atribuidas al neoliberalismo fueron implantadas por gobiernos democráticos que siguieron a Pinochet, etc.

Esas explicaciones omiten el principal factor: la lucha de clases real. Esos intérpretes se convierten, sin quererlo, pero objetivamente, en apologistas de la dictadura. Le otorgan una capacidad irresistible y una claridad de propósitos incomparable. Para ellos, los trabajadores no existen, el pueblo siempre yació derrotado.

El golpe de 1973 fue una derrota, es cierto. Pero ¿de quién? Fue una derrota de las concepciones reformistas. Fue una derrota de la idea de que las Fuerzas Armadas actuarían apegadas a la constitución. Fue una derrota de la democracia. Fue una derrota de los partidos, de izquierda, pero también del centro y de la derecha.

Pero el blanco principal de los asesinos y de sus mandantes, el pueblo, jamás fue derrotado.

Perdió a aquellos que mejor podían dirigir, en cada población, en cada fábrica, en el campo. Esos hombres y mujeres sencillos, comunes, son los mártires que honramos.

¿Y qué hizo el pueblo? Se levantó de nuevo y continuó su lucha. Formó en su seno a nuevos dirigentes, nuevas lideresas, se unió y dio la pelea. Nunca reconoció derrota alguna. Y ha seguido hasta hoy.

Los que sí fueron derrotados pretenden, desde entonces, endosar su fracaso al conjunto del pueblo. Lo hacen sin apenas darse cuenta, como inconscientemente. “No debimos haber soñado”, dicen. “No debimos haber pretendido, siquiera, lo mínimo”, exclaman. No se dan cuenta de que, de ese modo, sólo profundizan el revés histórico que sufrieron y se vuelven más ajenos a su propio pueblo. Desde entonces lo siguen culpando de ignorancia, de conformismo, de pasividad, de consumismo, de inconciencia.

También en este aspecto el golpe sigue ocurriendo.

El pueblo careció, en 1973, de una dirección que organizara su fuerza e impidiera el ascenso de la dictadura, de nuevos y viejos explotadores, de dueños foráneos del país.

La clase trabajadora ha sacado, a lo largo de este medio siglo, sus conclusiones al respecto.

Dio crédito, cuando fue el momento, a la promesa de un gradual mejoramiento, de oportunidades futuras y de un desarrollo pacífico. Y ha comprobado la falsedad fundamental de esas ilusiones. Ha observado con cuidado la conducta de las fuerzas políticas que han promovido ese engaño. Y ha marcado una línea de demarcación infranqueable.    

Ha ido examinando todas las vías, todos los caminos, todos los métodos, todas las formas para su liberación, al tiempo que enfrenta la lucha diaria por el pan, por la educación de sus hijos, por la salud de sus enfermos y heridos, por la vivienda de su familia, por el bienestar de sus mayores.   

Y ha tomado, hoy, su decisión.

Así lo demostró el 18 de octubre de 2019. Ese día, al igual que el 11 de septiembre de 1973, es ya un hecho pasado. Pero sigue ocurriendo, porque es parte de la misma lucha.

Los pueblos hacen la historia, señaló Salvador Allende aquella mañana.

En realidad, el pueblo de Chile se apresta hoy a dejar atrás 48 años, 30 años, 200 años, 500 años de dominación, de explotación y despojo. Y recién entonces, cuando ya no requiera de mártires y héroes, haremos nuestra, verdadera, historia junto a una humanidad ya se ha echado a andar.