La comisión de derechos humanos de la convención constitucional aprobó, en una sesión de trasnoche, un informe final que provocó la ya acostumbrada indignación impostada de los sectores reaccionarios. Se propone, entre otras cosas escandalosas, reemplazar a Carabineros por una policía que respete los derechos humanos. Pero hubo una cosa que los engrifó: la idea de eliminar el secreto de la comisión Valech.
Hasta pasadas las cuatro de la madrugada sesionó la comisión. Sus conclusiones no tienen un efecto directo sobre el texto constitucional; sólo, si es que son aprobadas en el pleno, sobre la conformación de comisión permanente de derechos humanos de la convención. El carácter bastante preliminar de estas deliberaciones no impidió que el gobierno saltara como si lo hubiese picado o, más exacto, mordido, una araña de rincón.
La propuesta de sustituir a Carabineros por un servicio policial cuya acción se base en la protección de los derechos humanos, claramente es una ofensa difícil de digerir.
Claro. ¡Imagínese, a dónde vamos a llegar! Todo el mundo sabe que una policía que se precie no puede regirse por los “derechos humanos”, ni por la ley, ni por nada. Tiene que saquear, robar, defraudar, mentir, torturar, asesinar.
El ministro del Interior, un tal señor Delgado, más conocido como ex alcalde de Estación Central, declaró que “no se puede borrar de un plumazo la historia de Carabineros”. Y agregó que la gente, cuando habla con él, “lo que más nos piden es más comisarías, reforzar las tenencias o más vehículos o más dotación de Carabineros; eso nos pide la mayoría de la gente”.
Concedamos que este ministro no es el más agudo de los pensadores. Su fuerte es más bien… otra cosa, alguna otra cosa, que en este momento no queda tan claramente delineada, pero que, sin duda, ha de existir. Pero hasta a él se le podría ocurrir que el criterio de hacer “lo que pide la mayoría de la gente”, en una de esas, no se avendría con la tropa de ladrones y criminales uniformados que él defiende.
En la comisión misma, las propuestas debatidas hicieron que el sudor frío recorriera la espalda del único representante de la derecha. Bueno, Felipe Harboe, al menos formalmente, no es de derecha, sino del PPD. Es cierto que, en esta coyuntura, está un poco fuera de foco políticamente: no se ha dado cuenta que la Concertación ya murió, pero eso ya se va a arreglar. El punto es que quedó como único, o casi, representante de la derecha por dos razones. Los otros convencionales del pinochetismo o no fueron a la sesión o, habiéndose conectado, vía zoom… se durmieron. No están acostumbrados, quizás. Y los que sí persistieron, principalmente se dedicaron a votar.
No así Harboe. Éste se había dado una ducha caliente-fría-caliente-fría, se había tomado dos espresso con cuatro cucharadas de azúcar, es decir, estaba como lechuga. Obviamente, desde su casa, porque desde que instauró la convención, el cuatro de julio, Harboe no ha ido ni una sola vez. Y en la comisión de derechos humanos puede votar desde hace muy poco, porque, inicialmente, no tuvo suficientes patrocinios para integrarla.
Y aparte del café se tomó una Red Bull especial o alguna otra cosa, porque no sólo estaba despierto, sino también medio energizado. Le daban palabra por un minuto, hablaba por cinco; alguien decía algo, y la voz de Harboe salía del parlante para interrumpir.
Era necesario. Porque lo que debía defender era el gran secreto. Entre las propuestas que, se supone, recogieron los planteamientos de organizaciones sociales y de derechos humanos, estaba la de eliminar el secreto de la llamada Comisión Valech. Esta había sido establecida por el gobierno de Lagos y estuvo encabezada por el obispo Sergio Valech.
Su sentido fue muy peculiar: planteó una reparación a las personas encarceladas y torturadas durante la dictadura y recogió sus testimonios, que después fueron presentados, de manera general, en un informe oficial.
El gobierno de Lagos había establecido que la información recabada debía ser secreta por un período de 50 años.
El objetivo era que esos antecedentes no pudieran ser usados para perseguir a los autores de los crímenes. Lagos justificó esa medida de impunidad con el más cínico de los pretextos: las propias víctimas no querían que se conociera lo que sufrieron individualmente.
Harboe se lanzó: el secreto, dijo, fue pedido por las propias personas que declararon. Una convencional, María Rivera, señaló que ella estaba en el informe Valech y no había pedido nada de eso. “Pero otros sí”, interrumpió Harboe.
Según el ex subsecretario de Carabineros y del Interior, responsable de la represión de las movilizaciones de estudiantes secundarios, de trabajadores, de mapuches, las personas habían declarado ante la comisión Valech “a condición” de que sus testimonios no serían divulgados.
Eso es una mentira. La condición la puso el Estado, y consiste, expresamente, en que los testimonios fueran secretos, no ante la opinión pública, sino ante la justicia. Los ministros en visita que investigan crímenes de la dictadura son los que están impedidos de acceder a esa información. Los cincuenta años de secreto no buscan proteger la confidencialidad de los declarantes, sino la impunidad de los represores, mientras vivan.
Por alguna razón, este hecho fundamental, no fue mencionado en la comisión de la convención constitucional, ni siquiera por los proponentes de la idea de eliminar el secreto.
Así, mientras no exista claridad, los guardianes de la impunidad pueden esconder con el cinismo y la infamia su propia responsabilidad en la protección de los asesinos y torturadores.