Un aviso de muerte

“Ese güey ya está muerto, nomás no le han avisado”. Los corridos mexicanos sobre capos de la droga son especialmente aptos para describir a la Concertación: tratan, en el fondo, sobre lo mismo. Ahora, en su última mutación, la Concertación quiere ser conocida como “Nuevo Pacto Social”. Pero no es ni nueva, ni social, ni un pacto.

La Concertación de Partidos por la Democracia fue en algún momento una coalición política realmente formidable. Lo de “partidos”, contenido en su nombre, no es casualidad. Sumó, en algún momento, a 17 de ellos.

La DC era la fuerza principal. A ella se sumaban varias facciones del PS -cada una de ellas sostenía que era la única, real y legítima expresión de ese partido- y que eran conocidas por los nombres de sus jefes: Almeyda, Mandujano, Núñez y uno que se llamaba “Histórico”, sin olvidar a la Unión Socialista Popular, un desprendimiento de antes de 1970.

Además, estaban los radicales, también en dos facciones, y los remanentes de facciones de la DC que habían surgido poco antes o durante la Unidad Popular: la Izquierda Cristiana, el Mapu y el Mapu-Obrero Campesino.

Interesante fue también la inclusión de pequeños grupos de derecha, como el Padena y el Partido Liberal. Otra sección eran movimientos entonces nuevos como Los Verdes y el Partido Humanista.

Y finalmente, el más extraordinario de todos los partidos: el PPD, que se presentaba como partido “instrumental” y que había sido impulsado por el PS-Núñez, y que juntaba a facciones de todos los demás. Una especie de Concertación en miniatura.

Como se puede ver, ninguno de sus componentes era un ejemplo de cohesión y espíritu de encuentro y unión. ¿Cómo se juntaron, entonces?

La conformación de la Concertación tuvo un fuerte impulso externo, que vino acompañado de negociaciones con la derecha pinochetista. Estados Unidos había, ya en 1986, reunido en Washington a los principales líderes de la Concertación y la derecha. El gobierno de Reagan les planteó que debía impedirse que la movilización popular desbordara, no sólo a Pinochet, sino también a los partidos. Temían que el pueblo impusiera su propio orden, si lograba derrocar a Pinochet. El Departamento de Estado los conminó a formar grandes agrupaciones de partidos para dirigir una transición “democrática”. El principal mensaje, que el imperialismo yanqui dejaría de apoyar a Pinochet, sin embargo, pasó a un segundo plano para los visitantes.

El esquema dictado por Estados Unidos de la Concertación tuvo un corolario en Nicaragua, donde se impulsó a UNO, la Unión Nacional Opositora, en contra del sandinismo que también agrupó desde antiguos somocistas hasta el Partido Comunista.

La Concertación se convirtió en la contraparte de la dictadura, luego del triunfo del NO en el plebiscito. Las negociaciones para sellar un pacto de impunidad y continuidad de las políticas de la dictadura estaban en marcha. Pero en su faz pública, la Concertación presentaba otra cosa. Era un engaño.

Todos entendían que la DC, como fuerza más cercana a Estados Unidos, y apoyada por la burguesía local, debía ser la que pusiera a un dirigente de sus filas como candidato presidencial en las elecciones de 1989. Y muchos creían que esa persona era Gabriel Valdés, quien había tenido un rol activo en la oposición y que no estaba ligado a la colaboración con la dictadura.

Sin embargo, en las elecciones internas de la DC se impuso Patricio Aylwin, mediante un engaño: un fraude que se conoció como “Carmengate”. Aylwin había sido uno de los principales promotores del golpe en contra del gobierno de Salvador Allende y había encabezado la alianza de la PDC con la dictadura, en su primer período, cuando los democratacristianos aún tenían la expectativa que el ejército les entregaría el poder a ellos. Después se retiró de la primera línea política; sólo había reaparecido en 1987, cuando fue elegido presidente de la DC, bajo la promesa pública de que él no sería candidato presidencial. Eso también fue un engaño.

La Concertación y Aylwin prometieron que harían cambios democráticos a la constitución; que revisarían las privatizaciones; que atenderían las demandas de la población en educación, salud, etc.; que defenderían los derechos de los trabajadores anulados por la dictadura… Eso fue un engaño también.

Mostraron una especial determinación y eficacia en la represión a las organizaciones político-militares que habían combatido a la dictadura. Allí, las “leyes de amarre”, el Congreso adverso, la falta de presupuesto, y las demás excusas que ellos señalaban para justificar su engaño, no regían.

Se hizo lo que tenía que hacerse, al margen de la ley.

33 militantes del FPMR, del MIR, del Mapu Lautaro y otros grupos fueron asesinados. Detrás de esa política, estuvieron democratacristianos como Enrique Krauss, Belisario Velasco o el socialista Marcelo Schilling.

Menos resueltos fueron con los milicos asesinos. Pretendieron con la publicación del “Informe Rettig” y la doctrina de la “justicia en la medida de lo posible” establecer una impunidad definitiva para los criminales. Cuando Pinochet realizó un cuartelazo debido a que se había divulgado que su hijo había robado unas platas, les tiritó la pera, muy literalmente.

En ese período hubo numerosos asesinatos de militantes de izquierda y dirigentes populares en manos de la policía y la ex CNI y otros organismos represores que jamás se investigaron o reconocieron.

El sucesor de Aylwin fue el hijo de Eduardo Frei. Manejado por una pequeña camarilla DC, el presidente se dedicó a hacer nada, excepto viajar por el mundo en giras interminables y vacuas. En el intertanto, se expandieron los grupos económicos internos, que fueron absorbiendo a sus competidores y se materializó la desnacionalización del cobre y de otros recursos naturales. Fue una lluvia de inversiones que constituyó, durante tres años, el mito del “modelo chileno”, del “jaguar latinoamericano”. A eso se refieren cuando hoy hablan de los “logros de la Concertación”.

La crisis asiática demostró que las glorias económicas eran de corto aliento. A Frei le siguió Ricardo Lagos, un hombre sin cualidades políticas propias -en las múltiples divisiones del PS, al que se había acercado en los ’70, perteneció a la facción de “Los Suizos”, o sea, neutrales; una forma elegante de decir que no se comprometía con nada. Sin embargo, había sabido aprovechar su momento de saltar a la fama, el famoso “dedo”. Eso, y una exagerada arrogancia, le dieron un aire de enérgico, que también era un engaño: en todas las cuestiones difíciles cedía como la mantequilla.

Lagos le dio un nuevo impulso a la llamada mesa de diálogo con los Fuerzas Armadas, otro intento más de lograr la impunidad. Antes de asumir, había presionado para impedir el enjuiciamiento de Pinochet en el extranjero. Su gobierno, en que prometía “crecimiento con igualdad”, se caracterizó por la corrupción. Empresas extranjeras que se adjudicaban millonarias licitaciones aportaban dinero para “mejorar” los sueldos de ministros, subsecretarios y funcionarios. Eso apenas se escondía. Luego de un pacto con la UDI, obtuvo la impunidad por esa trama de coimas. Favoreció la privatización de las empresas sanitarias, creó el negocio del CAE e ideó el Transantiago. Son los símbolos del saqueo al Estado y el abuso en contra de la población.

Incluso quiso darle una legitimación a la constitución del ’80. Cuando se cumplieron los mandatos de senadores designados, la derecha, temerosa de que el gobierno nombrara a personas adictas a la Concertación, terminando con su poder de veto, consideró, súbitamente, que esa institución no era democrática. Sabían que, gracias al binominal, podían mantener una incidencia política. Lagos accedió a ese trato y se las ingenió para que en el decreto del texto refundido de la constitución que contenía esas reformas figurara su firma. A eso le llamó “una nueva constitución democrática”.

Otro engaño.

Bajo su gobierno, se intensificó la represión en contra del pueblo mapuche: nueve personas fueron asesinadas por las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, su mandato mostraba ya la crisis de la Concertación. Encontraron una salida de ocasión. Una mujer que, al menos en apariencia, no parecía una política tradicional, y que prometía un “gobierno ciudadano”: Michelle Bachelet.

Pero la presunta solución era sólo un parche. Bachelet gobernó a punta de comisiones y bonos, mientras la Concertación se deshacía políticamente. Bajo su gobierno, la lucha popular se volvió directa y masiva, con las protestas de los usuarios de las micros, con el movimiento de los estudiantes secundarios, la lucha de los trabajadores subcontratados.

Se había iniciado un nuevo período. Frente a la movilización, Bachelet mantuvo su cercanía a las Fuerzas Armadas y Carabineros, y usó la represión en un intento vano de frenar las demandas populares.

Su gobierno tiene la responsabilidad del asesinato de Rodrigo Cisterna, trabajador forestal, abatido por Carabineros en Arauco, y de Matías Catrileo, un joven estudiante mapuche, en Vilcún.

Luego de un interregno, el primer mandato de Piñera, la Concertación volvió, pero de otra forma. Ahora, se llamaba Nueva Mayoría e incluía al Partido Comunista, que desde 1988 había bregado infructuosamente por ser incluido en la lista.

En la creación de la Nueva Mayoría se notó el debilitamiento de los partidos antiguos. Los términos de la plataforma electoral fueron dictados por un pequeño grupo, un partido informal, digamos, en torno a Bachelet, la única candidata que podía asegurar una victoria electoral ante el derrumbe de la derecha provocado por Piñera. El funcionamiento de ese grupo, se descubrió después, fue financiado generosamente por Soquimich, de propiedad del yerno de Pinochet, Julio Ponce Lerou.

El segundo gobierno de Bachelet había prometido reformas. Una reforma educacional, a la salud, a las pensiones, a la educación, y una nueva constitución. Todo eso, también fue un engaño.

Y el gobierno fue breve. Apenas duró un año. Los partidos de la Concertación se rebelaron y desplazaron a Bachelet a una función meramente decorativa. Primó en este período, nuevamente, la corrupción, en el aparato público, en Carabineros y las Fuerzas Armadas, y la represión, con montajes y asesinatos.

31 años después, la Concertación se convirtió en Unidad Constituyente. Esa metamorfosis sólo duró algunos meses. Ahora, se bautizaron, apresuradamente, como Nuevo Pacto Social.

No es seguro que ese nombre quede en la lápida de la Concertación; bien podrían ponerse otro en cualquier momento. Pero lo sí es seguro, es que ya está muerta. Y esta vez, a diferencia de lo que dría el narcocorrido, “a ese güey sí le han avisado”.