Hoy se celebran 243 años del aniversario del natalicio de Bernardo O’Higgins. No existe figura de la historia chilena más incomprendida, falseada y atacada. Pese a que dirigió la independencia de Chile, la oligarquía siempre desconfió del “huacho Riquelme” y de su asociación con el proyecto emancipador de Bolívar, Sucre y San Martín.
“El primero de los nuestros” lo llamaría Gabriela Mistral. Pablo Neruda dirá que es el “reloj invariable con una sola hora, la hora de Chile”. Pablo de Rokha sostuvo que es parte de los “rotos” y que debemos seguir su lucha. Todos hablan del mismo hombre, de Bernardo O’higgins.
Se crió con su madre, Isabel Riquelme. En la escuela convivía con mapuches, donde aprendió el idioma que llevaría a donde fuera. Su padre, el irlandés Ambrosio O’Higgins, por seguir ascendiendo, prefirió su carrera a la familia.
Se convirtió en un huacho para los demás. Su padre llegaría a ser gobernador del reino de Chile y luego Virrey del Perú. Desde lejos, a través de terceros, ayudó a que el joven O’Higgins pudiera recibir una educación en Inglaterra. Allí conoció a Francisco de Miranda, el Precursor. El principal inspirador del movimiento emancipador americano se convierte en su maestro.
Junto a otros patriotas, crea una organización revolucionaria para organizar la lucha independentista. El nombre lo propuso O’Higgins: logia Lautaro.
Al volver a Chile lleva una carta escrita por Miranda cosida a su sombrero: “los obstáculos para servir a vuestro país son tan numerosos, tan formidables, tan invencibles, llegaré a decir, que sólo el más ardiente amor por vuestra patria podrá sosteneros en vuestros esfuerzos por su felicidad”.
Pasarán los años. Por mientras, O’Higgins realiza su labor soterrada de acabar con el régimen.
En 1810, con la invasión francesa a España, se da la oportunidad de cambiarlo todo y comienza a ser parte de las fuerzas patriotas, primero en el cabildo, luego luchando contra los realistas en el campo de batalla.
Su amigo Juan Mackenna le enseña algo sobre el arte militar y se transforma con el correr del tiempo y con esfuerzo en el mejor.
Vendrá el desastre de Rancagua, donde apenas escapó de la muerte. Tiene que marchar al exilio a Mendoza, pues Chile había caído en manos realistas.
Junto a José de San Martín, en 1817, volverá a Chile. Vencerán con su empuje en Chacabuco, asumirá el mando del país, seguirá la guerra hasta caer herido en un brazo y casi muerto en la batalla de Cancha Rayada. En la batalla de Maipú, todavía herido, y desconociendo el desenlace del combate, se dirige hacia el teatro de operaciones con todos los voluntarios que pudo juntar, por si eran necesarios. No fue así, los opresores estaban vencidos y se inmortaliza en un abrazo con San Martín.
Se da a la tarea de la creación de Chile. Proclamará la independencia; creará la bandera; construye la escuadra nacional y nombra a Thomas Cochrane para dirigirla; invita a Andrés Bello al país; crea la escuela naval y la militar.
Todo eso era parte de su propósito fundamental. En contra de los deseos de la clase dominante de la época, entendía que la revolución independentista debía extenderse a toda América. En ese empeño, tocó los intereses de los más ricos. Abolió los signos de sus privilegios, decretó la liberación de los esclavos y, especialmente, subordinó las rentas y ganancias de la oligarquía a la estrategia emancipadora, que tuvo su expresión concreta en la Expedición Libertadora al Perú.
Bajo la bandera chilena con tres estrellas, que representarán a Chile, Argentina y Perú, zarpa finalmente la expedición a la aventura, que se verá coronada con la liberación de Perú del yugo español.
O’Higgins, después de la victoria, queda aislado. Su principal soporte habían sido los ejércitos en la lucha anti-colonial. La oligarquía, con sus diversas tendencias, “conservadora” y “liberal”, lo fuerza a renunciar. Nuevamente, deberá ir al exilio. Esta vez a Perú donde es reconocido como uno de los impulsores de la independencia.
Se ofrece a pelear, como uno más, bajo las órdenes de Simón Bolívar en las campañas conclusivas de la expulsión de los españoles de América.
Muere en 1842, sin haber podido regresar a su país.
Con el paso del tiempo, la figura de Bernardo O’Higgins se ha ido aclarando. Su único norte siempre fue la noción de que, sin una América totalmente separa del imperio español, Chile nunca sería libre.
Muchos no entendieron ese predicamento o se oponían a él, porque afectaba a sus intereses. Lo acusaron de dictador, lo mancillaron y complotaron en su contra para hacerse del poder. Lo lograron.
O’Higgins quedó, en la historia oficial, como una figura extraña. El militarismo se apropió de su nombre. Ya quisieran esos cobardes vestirse de su honor, cubrirse con su gloria.
Al final, quizás sean los poetas quienes lo comprendieron mejor. Quizás sea, como dijo Pablo de Rokha, más cercano a los comedores de porotos, a los rotos, que a los patriotas de salón. Quizás sea el primero de nosotros, con quien empieza Chile, como cantó Gabriela Mistral. Neruda escribió -para que lo recuerde la juventud en la lucha diaria y actual:
Eres, O’Higgins, reloj invariable
con una sola hora en tu cándida esfera:
la hora de Chile, el único minuto
que permanece en el horario rojo
de la dignidad combatiente.