¿Derechos humanos o nueva “mesa de diálogo”?

Es imposible hablar de derechos humanos en general, discurrir en grandes abstracciones, “pensando en el futuro”, cuando en el presente se están violando de manera directa y constante. Pero exactamente eso es lo que pretende hacer la convención constitucional. ¿Y qué mejor que tener reales violadores de los derechos humanos que aporten con su experiencia al diálogo?

Parece un seminario universitario o una capacitación empresarial: “vamos a presentarnos, quiénes somos y por qué estamos aquí”. Los miembros de la comisión de derechos humanos de la convención constitucional, sin embargo, parecen cómodos con ese formato. Incluso se llaman por el nombre de pila, para que el diálogo fluya. A la hora de presentarse, algunos se complicaron un poco. ¿Por dónde empezar?

El abogado Roberto Celedón, una figura de gran trayectoria, por ejemplo, luchó con el encargo. En parte por modestia, en parte por lo embarazoso de la situación, musitó que había estudiado bastante, que había tenido, en realidad, aún tiene, muchas causas de derechos humanos y laborales y ambientales. Y que estaba ahí porque creía que, en una constitución, los derechos humanos son lo más importante.

Para otros, fue más fácil. Según ellos, su currículum les parecía como hecho para la tarea. Un señor Cozzi, de Chile Vamos, creía que su experiencia académica iba a ayudar mucho. Otra señora de la derecha, más joven, se describió como dirigente de “las víctimas del terrorismo en la Araucanía” y que esas sí que eran violaciones a los derechos humanos. Y así siguió el ritual, hasta que se llegó a un caballero ya mayor, algo que el hombre remarcó con jovialidad.

“Soy marino de profesión”, dijo, “y llegué a ejercer el mando superior de la institución”. “La institución” es la Armada de Chile y este comisionado de derechos humanos es Jorge Arancibia. Lo dijo de un modo algo raro, pero era verdad: fue, en efecto, comandante en jefe de la Armada entre 1997 y 2001. “Después de pasar a retiro”, continuó, “me presenté al Senado y salí” electo. Aquí ya había empezado a mentir. Arancibia fue postulado al Senado el mismo día de su salida del mando, en una jugada política intempestiva en que la UDI golpeó a sus socios de RN. Nadie se preocupó entonces que Arancibia hubiese estado maquinando un cupo político mientras aún era comandante en jefe. Después de ocho años, abandonó el Congreso, Piñera lo nombró embajador en Turquía y después, al parecer, no hizo nada mucho, hasta que…, “hasta que llegamos a esta situación”.  Con las manos hizo un gesto que quería abarcar desde las deliberaciones de esa mañana hasta el fin de la civilización occidental. Una “situación”, pues.

Pausó brevemente, y luego de mirar a sus colegas, tomó confianza y les reveló, con la misma jovialidad del inicio, de que él también tenía una relación con los derechos humanos, porque… -se iba animando con el dato interesante que iba compartir- porque “tuve la oportunidad, y eso va a servir en las conversaciones que tengamos, de establecer, de impulsar y de participar, con la institución, en la ‘mesa de diálogo’, que lo que pretendía era… encontrar… a gente… que se encontrara en condición de detenidos-desaparecidos”.

Lo que pasó después fue muy extraño.

Fue muy extraño porque… no pasó nada. No en el sentido de que nadie lo hubiese escuchado. No. Otro de los convencionales se había fijado en la mención de edad y lo corrigió. “Jorge no es el más viejo; es el más joven, porque nació primero que nosotros”. Risas y asentimientos.

“La mesa de diálogo” fue una medida desesperada, iniciada en las postrimerías del gobierno de Frei Ruiz-Tagle. Pinochet estaba preso en Londres. El gobierno hacía todo lo posible para salvar al ex dictador. Quienes más se destacaban en el empeño, eran sobre todo, los funcionarios del PS. José Miguel Insulza llegó a esgrimir que el entonces senador vitalicio cumplía una misión oficial en el exterior, por lo que gozaba de inmunidad diplomática. Eso no era verdad. Después se comprobó que los oficios que acreditaban ese estatus habían sido falsificados. Es decir, eran auténticos, pero los habían hecho después del arresto de Pinochet y les cambiaron la fecha. Esos documentos los firmó Insulza.

Mientras la Concertación se desvivía por evitar que Pinochet fuera enjuiciado, en las Fuerzas Armadas entendían que había algo más en juego. El arresto practicado por Scotland Yard había roto, en los hechos, el pacto de impunidad que ellos habían sellado con la Concertación. Los socialistas, democratacristianos, pepedés, y los demás, no lo querían entender; querían seguir como antes.

Pero los militares sabían que estaban en riesgo: la amenaza del enjuiciamiento a Pinochet coincidía con el cierre de las negociaciones internacionales para la creación de una Corte Penal Internacional; el gobierno británico, que había autorizado la detención y el juicio a extradición a España, estaba presionando por una invasión a Yugoslavia, bajo la doctrina de una “guerra humanitaria”; todas las fuerzas se habían alineado en contra de las Fuerzas Armadas chilenas, contra Pinochet y sus secuaces.

Tomaron la iniciativa y propusieron un negocio: entregarían información sobre el paradero de los detenidos desaparecidos a cambio de un nuevo pacto de impunidad, esta vez, formal y legal. Reconocerían, pero sólo implícitamente, que ellos eran los responsables de los crímenes cometidos, y los criminales reales, es decir, todos ellos, quedarían impunes.

El plan cobró vuelo cuando Pinochet regresó y, eventualmente, fue desaforado. Los comandantes en jefe y mandos especialmente designados para la tarea comenzaron a dialogar. Su contraparte eran algunos abogados de derechos humanos que habían aceptado, en contra de las protestas de sus colegas, ese trato. Hubo académicos y representantes de la sociedad civil y de la Iglesia Católica y de otras denominaciones. Y, por supuesto, estaban los funcionarios del gobierno de Ricardo Lagos.

Concluyó la mesa de diálogo con un informe que culpaba a “una espiral de violencia” de los crímenes de la dictadura, recomendaba reparaciones “austeras y simbólicas” a los familiares de las víctimas, y establecía la idea de que ya todo había pasado y que los chilenos se habían “reencontrado”.

¿Y la “información” aportado por las Fuerzas Armadas? Toda falsa. Puras mentiras para confundir y engañar. Mientras se realizaba la mesa de diálogo, los mandos ordenaron destruir toda la evidencia que poseían las Fuerzas Armadas.

Jueces, en los meses y años siguientes, ordenaron excavaciones y peritajes, sin resultado. Pronto se demostró que todo fue un intento de desviar la atención de las investigaciones judiciales y encubrir los hechos. El propio Lagos había reproducido, con impudicia, las mentiras en cadena nacional: decía que éste o aquella había sido lanzado al mar, cuando los restos, años después, aparecieron en enterrados.

Arancibia es responsable directo de esa operación. Es uno de sus autores intelectuales y dio las órdenes para que se ejecutara. Es un criminal que buscó encubrir a otros criminales. Pertenece a una organización que se dedicó de manera sistemática a cometer crímenes y asegurar su impunidad. Y tal es el grado de impunidad que se ufana de ello en público.

¿Cómo responderían los convencionales a semejante provocación?

En la siguiente sesión, la “comisión de derechos humanos, verdad histórica y reparación” siguió con sus asuntos. Había que ver los horarios y otras materias. Nadie quería complicarse la vida.

Dos días después, sin embargo, los convencionales que habían callado ante la presentación de “Jorge”, ya estaban alertados. Habían recibido cartas y llamadas furiosas. Tenemos un problema, se dijeron. Había rectificar.

Uno de ellos dio lectura a una carta de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, en que se calificaba la presencia de “Jorge” de “afrenta”. “Roberto” (Celedón) le preguntó si sabía de esa declaración. “El asesor… el asesor tenía en su teléfono el contenido de esa carta. Sí, conozco el contenido de esa carta”, contestó “Jorge” y no dijo nada más.

La comisión de derechos humanos estaba en un lío. Nadie quería avalar “la afrenta”, pero nadie sabía cómo evitarlo. Tampoco querían detenerse en ese punto. Hay tanto que hacer: hay que sancionar el formulario que deben llenar los organismos que quieren exponer ante la comisión, las subcomisiones, “un marco teórico”, tantas cosas. Alguien propuso que se hablara en el pleno del problema y que se traspasara el tema a la comisión de ética. Eso. “Nadie quiere externalizar” el conflicto, dijo la coordinadora, “pero no podemos ser juez y parte”.

La mesa de diálogo en plena sesión. Al fondo, con la banderita, «Jorge»

“Jorge”, en tanto, seguía ahí. Tranquilo. Como uno más en el debate que avanzaba o, más bien, giraba, en torno a importantes cuestiones como, por ejemplo, si se debía enviar un oficio a la Cancillería para que esta remita un compendio con los tratados internacionales suscritos por Chile. “Jorge” opinó que eso no era necesario porque se iban a demorar mucho y en la web de la biblioteca del Congreso ya estaba toda esa información. La voz de la experiencia.

Pero cuando alguien lo nombró de nuevo, “Jorge” se enojó. Pidió, no, exigió, respeto. A él lo habían elegido. Tenía un mandato. “Es que se está poniendo en dudo mi aporte a esta comisión. ¿Hay algún antecedente, específico, no genérico, que me impida exponer?”, preguntó.

En otras palabras: soy un criminal genérico, no un criminal específico.

Una convencional del Frente Amplio creyó necesario decir algo. Ellos ya habían tenido hartas críticas en los días recientes. Había que compensar. En su computador ya tenía la minuta: Arancibia, o sea, “Jorge”, había suscrito una solicitada en “El Mercurio” hace no mucho en que se atacaba al gobierno venezolano. Y ahí decía que el golpe del ’73 había salvado a Chile de vivir la misma suerte.

Grave, muy grave, sentenció la acusadora que, con un gesto igualmente grave, pidió que ese texto se incorporara al acta de la sesión.

“Jorge” no se inmutó. Sabía que eso era para la galería, nomás. Además, ¿para qué revolver el gallinero? Si de lo que lo estaban acusando era la pura y santa verdad: él es un pinochetista y, como tal, dice cosas pinochetistas. Es su derecho ¿o no? Y fue el Frente Amplio el que abogó para que el pinochetismo tuviera una voz en la mesa directiva de la convención. Para dialogar, se entiende. Pero con respeto.

Y de eso el almirante Jorge Arancibia sabe mucho, como ya sabemos.

Extraños derechos humanos serán aquellos que resulten del “diálogo” con los torturadores y asesinos. Extraños, porque, cuando se discutió la declaración universal de los derechos humanos, en otra convención, en San Francisco, en 1945, a nadie se le ocurrió invitar, no a Hitler -ese ya no estaba- tampoco a Göring -porque también…- sino al almirante Dönitz, digamos. Ese nazi también sabía dialogar: lo intentó a última hora, cuando la derrota ya se había consumado.

Aunque, francamente, si ya aceptan a “Jorge” y a esta extraña concepción de los derechos humanos, los convencionales no deberían quedarse en medias tintas. Para qué quedarse con los que tocó. Deberían invitar a exponer a los Krasnoff, a los Álvaro Corbalán, a los Pedro Espinoza. Deberían escuchar el enfoque de los asesinos, torturadores, violadores. También tienen mucha experiencia que aportar.

Bueno, quizás nunca tanto. La comisión, entre medio, decidió, no recibir a “negacionistas” y propagadores de “mensajes de odio”. Y ya tienen a “Jorge” y otros más. Para qué molestarse ¿cierto?

O quizás, simplemente, deberían dedicar una sesión o dos o tres o cuatro, para debatir si le cambian el nombre a su comisión a “mesa de diálogo”, porque, al final, eso es lo que es.