Las primarias de este domingo nos acercan rápidamente a la definición presidencial. El lunes, habrá ganadores y perdedores. El martes -o partir del martes- entrarán en carrera otros postulantes con tantas o más posibilidades de entrar a La Moneda. Pero todo este vértigo no puede ocultar un simple hecho: a ninguno le interesa el pueblo. Y ese sentimiento es mutuo. Aquí va una idea de cómo resolver este embrollo.
Las primarias de este domingo tienen algo de morbo para quienes siguen la política como si fuera un deporte: los enfrentamientos entre los candidatos, las tendencias electorales históricas, las métricas para medir el fracaso o el éxito. Pero eso no puede ocultar que seguimos bajo las mismas reglas impuestas por una oligarquía que escoge a su personal y nos lo presenta para que nosotros, “democráticamente”, elijamos.
El levantamiento popular de octubre sí ha cambiado eso. Y poco se refleja de eso en los planteamientos de los candidatos. A los simpatizantes de los candidatos de izquierda -los postulantes que hay, y los que puedan surgir- esa afirmación les puede parecer exagerada o injusta. Pero es cosa de ver: ¿acaso de verdad creen que el pueblo de Chile se alzó como lo hizo, para cambiar un presidente por otro? ¿Lo levantó para que se reemplazaran ciertas políticas por algunas -o muchas- reformas, en la medida de lo posible?
Para eso, los chilenos se habrían ido a su casa aquella tarde de viernes, mascullando la rabia, como tantas veces. Y el día de la elección, dos años más tarde, habrían votado por otro u otra, de un signo distinto. ¿No es eso exactamente lo que ha venido sucediendo en la última década y media? Bachelet, Piñera, Bachelet, Piñera.
Quizás el problema esté en ver qué significa ser presidente.
A primera vista, el puesto es un trabajo. Tiene algunos requerimientos mínimos: edad, nacionalidad, no estar condenado, enseñanza media, etc. No es mucho. Pero tiene muchas otras exigencias que no están estipuladas. Con el paso del tiempo, los requerimientos para conducir un país han ido aumentando. Se necesita el respaldo de un partido político. Hay que tener dinero. Una carrera política previa. Un grado académico. Algún idioma. Hay que tener lazos, de afinidad o parentesco, con la oligarquía.
Sin embargo, no se piden antecedentes intachables frente a la sociedad. Nadie se fija si tiene nexos con delincuentes, en cómo hizo su fortuna, si tiene dineros en paraísos fiscales. No se exige tampoco haber trabajado para ganarse la vida, como lo debe hacer nuestro pueblo. No se mide su conducta moral. Ni se consideran los logros, ni el respeto o la consideración que puedan haber logrado como seres humanos, más allá de la actividad política.
Si el cargo de presidente fuera de verdad un trabajo, debería existir una especie de contrato. Allí debería estar fijado lo que debe hacer y lo que no; un plazo de término, y sanciones si no se cumplen las normas o las tareas encomendadas.
Visto así, ser presidente no parece ser un trabajo. Se pueden violar todas las reglas, se puede arrastrar por el suelo la reputación de un país entero, y nadie lo va a echar al “mandatario”. Basta que el régimen político lo avale. Así lo hicieron con su “Pacto para la Paz y la Nueva Constitución”. Todos, desde la ultraderecha hasta los jóvenes liberales apoyaron el gobierno asesino de Piñera. Como contraste, para derrocar a Salvador Allende bastó la conjunción de los mismos políticos, unidos a las Fuerzas Armadas, cuyos altos mandos también son políticos.
Muchos políticos creen que gobernar un país es como manejar una empresa. El actual presidente es uno de ellos, por cierto.
¿Y por qué no lo hacemos así, pero de verdad? Si los presidentes lo hacen bien, bien. Si lo hacen mal, los echamos. No hay problema. Así, de paso, nos desembarazamos de diputados y senadores, gobernadores y alcaldes. No harían falta. Sólo se necesitaría administradores y reglas claras, orientaciones precisas, metas definidas.
Si ser presidente fuera un trabajo, no habría primarias ni elecciones presidenciales. No servirían los partidos, el apellido, los padrinos, los pitutos, las coimas, las traiciones y los favores por cobrar, el dinero… Nada de eso sería necesario ¡si son sólo administradores! Sólo tienen que hacer su trabajo, dedicada y ordenadamente.
Si a alguien le llama la atención esta idea, aquí va un secreto: eso se llama comunismo.
El poder lo tiene el pueblo y el Estado es sólo una administración, que cumple con lo que le dicen.