La debacle de la derecha

A la derecha, la apertura de la convención constitucional se le parece como el peor de los castigos. Lejos del veto y de las alianzas, observó atónita y amurrada los procedimientos que les pasaban por el lado. Pero le aguardan castigos aun peores.

Cuando Constanza Hube presentó a la mesa la propuesta de reglamento de la Convención Constitucional, estaba agitada. A pesar del frío, su rostro estaba enrojecido, la mascarilla sudorosa. Había sido un día de mierda desde principio. Así que se paró delante de la testera y le habló al vicepresidente de la convención. Jaime Bassa estaba en medio de un discurso, explicando qué se iba a hacer el lunes. Pero la abogada de la Universidad Católica ya no quería más. Lo interrumpió y agitó un fajo de papeles que, después, lanzó sobre el mesón. El documento ya estaba arrugado. Lo habían doblado en cuatro en el algún momento del día e, incluso, tenía algunas manchas. Bassa, confundido, tomó los papeles y los puso a un lado.

Fue el cierre de una humillación sin igual para el grupo de 37 convencionales de la derecha. En realidad, 36. El antiguo presentador de televisión Bernardo de la Maza ya había desertado y volvió a donde había partido alguna vez: la Concertación o, mejor, sus remanentes.

La debacle de la derecha es un efecto secundario del levantamiento popular del 18 de octubre de 2019. Porque nadie se había propuesto, específicamente, terminar con ella, sino que la gran masa del pueblo se lanzó en contra del régimen político completo, y todos sus partidos.

Pero fue la derecha la que más ha sufrido. Cuando en noviembre del 2019 negoció el “acuerdo de paz y nueva constitución” tenía un objetivo principal: salvar a Piñera y su gobierno. Temían que pudieran verse arrastrados por los acontecimientos. Podían convencer fácilmente a los partidos de la Concertación, que abrigaban un temor muy similar.

Para ayudar a los demás y evitar un quiebre de los partidos del régimen, se sirvieron de una estratagema bastante ingeniosa, considerando las circunstancias. Justo cuando el ejército notificó a Piñera que no iba a aceptar un estado sitio (mencionaron los militares enjuiciados en Bolivia, que no estaban preparados, que lo harían pero que el Congreso debía hacerles una ley de amnistía anticipada, etc.), justo cuando, entonces, todo se veía muy negro, dejaron correr el rumor que se venía un golpe. Varios se lo creyeron y se apuraron en cocinar el acuerdo.

Pillos ¿no? Ocultaron el secreto de la debilidad del gobierno y le infundieron el miedito justo para quienes necesitaban un pequeño empujón. Quizás, no tanto. Su contraparte, sin duda, se dio cuenta de que todo eso era puro cuento, cuando la derecha empezó a hacer concesión tras concesión con tal de lograr “la paz” y la supervivencia de Piñera. Era como si alguien pusiera una pistola sobre la mesa para obligar a la contraparte a aceptar su billetera: “¡toma el dinero, maldito, o aprieto el gatillo!”.

Esa curiosa forma de negociar los dejó sin la constitución del ’80. Pero para la derecha eso era algo que se podía desactivar en cualquier momento. Sin embargo, así como el famoso acuerdo perdió sustancia a los pocos días, porque el pueblo siguió en la calle, la derecha no logró revertir sus concesiones. Lo intentaron. La pandemia vino como anillo al dedo. Esperaron que, postergando el proceso, podrían zafar más adelante. Trataron suprimirlo, pero sin éxito. No eran los otros partidos el obstáculo, sino el ánimo del pueblo.

Ante la evidencia de su fracaso, doblaron la apuesta. La UDI desdeñó a su… visionario, Pablo Longueira, quien emergió del exilio interno con el mensaje de que la derecha debía pasarse en bloque al “apruebo”. Y rápido. Si no, advirtió, quedarían hechos sopaipilla pasada. Lo mandaron de vuelta a su fundo en un santiamén.

La apuesta por el rechazo les provocó exactamente la derrota de la que había alertado Cassandra, es decir, “Pablo”. Para el pueblo, el “apruebo” fue una de las muchas formas de hacer sentir su descontento. Quedó explícito que repudiaba a todo el sistema infame desde la dictadura en adelante hasta Piñera. El 80% era indicación, aproximada, pero fiel, de que la correlación política real había cambiado.

Para la derecha, significó algo más. Quedó identificada con los que, normalmente, la apoyan: los más ricos del país, las tres comunas, con una clase. Todos esos otros votantes que antes le permitían mimetizarse con el ambiente, se habían ido. ¡Cuántos taxistas, dueños de almacén, peluqueros y oficinistas, cuántos “fachos pobres”, como dice la frase despectiva e inconsciente, los habían visto, finalmente, por lo que eran, los ricos, los privilegiados, los egoístas!

No hay drama, se dijeron. Haremos lo que siempre hacemos en política: una vuelta de carnero y caemos parados. Para las elecciones a la convención constitucional, iban a la segura. Tenían el tercio dorado, el del veto. Lo habían calculado tomando como base los resultados de la última elección presidencial, su mejor resultado en la historia. Los partidos de la ex Concertación hacían lo mismo, así que tan mal no iban a andar. Win-win.

Y otra vez, la derecha perdió estrepitosamente. Otra vez, el pueblo castigó a los partidos del régimen y dedicó su votación fundamental a los independientes.

Este fue, quizás, el último crédito que el pueblo otorga a un cambio verdadero a través de las elecciones.

Eso ya se verá en su debido momento.

Pero para la derecha, estas sucesivas aproximaciones al momento de la verdad son catastróficas.

Y ahí están ahora, dando pena. En la convención, la derecha no sólo carece de figuras que la representen. Es peor: tiene puras figuras que representan lo peor de ella: la ignorancia, la indecencia moral, el clasismo y la falta de humanidad.

Han caído a lo más bajo. Y lo más interesante es que aún les queda más por caer.