El gobierno quiso hacer tronar el escarmiento. Decenas de manifestantes fueron detenidos en una redada masiva en el sector de Plaza Dignidad. Ellos debían ser encarcelados, condenados y castigados por “desórdenes públicos”. Un juez que no cumplió con su parte en el plan fue suspendido. Ahora, justo antes del inicio del juicio, la fiscalía ya está izando la bandera blanca.
Se le llamó el caso “Primera Línea”. El 4 de marzo de 2020, el gobierno decidió lanzar una campaña represiva en contra de los manifestantes en Plaza Dignidad. Más de 70 personas fueron detenidas. El general de Carabineros Mauricio Rodríguez declaró que “acá hay un trabajo que se ha hecho en el tiempo, análisis, información, donde los vecinos han sido extremadamente fundamentales en cooperar”. El ministro del Interior de la época, Gonzalo Blumel, celebró: “hubo una buena noticia con la actuación policial, que hicieron una estrategia distinta y permitió la detención de una treintena de violentistas”. Para el gobierno, éste era el gran golpe en contra de la Primera Línea.
Luego de una noche en prisión, 44 detenidos fueron presentados ante una jueza de garantía. 16 eran menores de edad. Las detenciones fueron declaradas legales, pese a que muchos denunciaron maltratos y torturas. Uno de los jóvenes fue obligado a ponerse una capucha. Los policías lo fotografiaron y publicaron las imágenes, como trofeo, en las páginas de Facebook de “Carabineros de todo Chile” y “APRA”. Los apresados fueron formalizados por la ley anti-barricadas, recién aprobada transversalmente, desde la UDI hasta el Frente Amplio.
“Previamente organizados, por lo que se aprecia en las grabaciones de los funcionarios de carabineros, comienzan a agolparse en este lugar interrumpiendo el libre tránsito tanto de los vehículos como de los peatones, interrumpiendo hasta aproximadamente las 18 horas el tránsito de forma total,” expuso la fiscalía.
Pero había un problema. Todos los imputados, excepto uno, tenían antecedentes intachables. Los videos de Carabineros sólo mostraban una manifestación masiva. Y el resto de la evidencia se refería a las detenciones mismas: los partes policiales. ¿Se podía pedir prisión preventiva con eso? La fiscal estaba ante un dilema. ¿Debía cumplir con las órdenes del gobierno, que los quería presos? Si lo hacía, se extralimitaba. Las penas, 61 a 540 días -si es que se lograba una condena, algo de por sí muy dudoso- iban a ser menores al tiempo de “investigación”.
Además ¿si alguien anotaba su nombre y lo sumaba a una lista de quienes propiciaron la persecución política ilegal? Nunca se sabe. Pero las órdenes estaban ahí. De hecho, a su lado estaba sentada una abogada del Ministerio del Interior, Sofía Hamilton. Y no era cualquier abogada. Había representado a la UDI en el caso Guzmán. ¿Qué hacer? Finalmente, se decidió. Firma y arraigo, y control del Sename para los menores de edad. La querellante del gobierno, en cambio, pidió prisión preventiva.
A la jueza no se le escapaba el dilema de la fiscal. Pero el hecho de que, finalmente, se desistiera de solicitar cárcel para los imputados, hizo más fácil su decisión. Decretó la libertad de los detenidos y rechazó la vigilancia del Sename para los más chicos. La excepción fue el hombre que tenía antecedentes penales. Para él, si hubo prisión preventiva, pero con una fianza de 250 mil pesos. O sea, también iba a salir libre.
La resolución cayó como una bomba. Alguien, decían en La Moneda, está saboteando nuestro plan. El ministro Blumel estaba furioso. En Twitter escribió: “El esfuerzo policial por detener a estos violentistas y proteger a los vecinos debe ir acompañado de sanciones rigurosas. Apelaremos esta decisión y seguiremos trabajando para recuperar el orden público.”
Y siguieron “trabajando”. Hamilton tomó su notebook y empezó teclear. En su recurso a la Corte de Apelaciones sostuvo que los imputados eran “un peligro para la sociedad”. Afirmó que “desde el 18 de octubre de 2019” había “grupos violentistas que se organizan y coordinan para cometer todo tipo de delitos.” A los detenidos les atribuye, justamente, que habían actuado “en grupo o en pandilla.” Y remata: deben estar presos porque hay “un peligro de reiteración.” En otras palabras: hay que impedir que esa gente siga manifestándose. Hay que sacarlos de circulación.
La Corte de Apelaciones de Santiago vio el recurso. Los magistrados leyeron el escrito de sólo tres páginas. Decidieron que los imputados debían ir presos. Y que los adolescentes debían ser sometidos a la vigilancia del Sename. Sus nombres son los siguientes (por lo de la lista aquella): Elsa Barrientes Guerrero y Inilie Ledda Durán Medina. El tercer ministro, Miguel Eduardo Vázquez votó por rechazar la apelación del gobierno.
Los perseguidos fueron nuevamente detenidos y enviados a la cárcel.
Pasaron los días. Y ocurrió algo extraordinario. Otro de los jueces del Séptimo juzgado de garantía, Daniel Urrutia, revisó las causas con imputados sometidos a prisión preventiva. Así lo habían acordado los magistrados del tribunal. Querían evitar que los prisioneros se contagiaran con Covid en el penal. Urrutia leyó los expedientes y descubrió a los detenidos del caso “Primera Línea”. Y, nuevamente, lo vio: irreprochable conducta anterior y un delito de baja cuantía. Es más, aun en el peor de los casos, el menos probable, de una condena a la pena máxima establecida por la ley, lo más seguro es que los culpables no deberían cumplirla en la cárcel. Urrutia resolvió que debía cambiarse la prisión preventiva por arresto domiciliario. Lo hizo, como la ley lo permite, de oficio.
Se trata de un magistrado poco común. Le interesan los derechos humanos, algo no muy frecuente entre sus colegas. Y se enfrentó a la jerarquía del Poder Judicial. En un artículo académico criticó el papel de la justicia durante la dictadura e hizo una propuesta de cómo podía rectificar. Sus superiores se molestaron. Y lo sancionaron. Urrutia demandó al Estado de Chile ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El punto es que… ganó: la Corte Suprema tuvo que publicar el artículo maldito, el Estado tuvo que pedir disculpas y prometer reformas. Y además debieron pagarle los sueldos pendientes mientras estuvo castigado. Digamos, entonces, que el hombre no es el empleado modelo ni el compañero más popular en el sistema judicial.
Su decisión cayó como una segunda bomba en el gobierno. Y, nuevamente, se movió la Corte de Apelaciones. Revocó las libertades decretadas por Urrutia, le abrió un sumario, lo suspendió del cargo y mandó los antecedentes a la fiscalía. Los ministros del tribunal consideraron que la resolución de Urrutia, literalmente, era un delito. El juez terminó en el tribunal de cobranzas, el último rincón del Poder Judicial.
Hasta ahora, porque la Corte Suprema decidió suspender esa medida. Quizás pensaron que ya fue suficiente castigo, quizás se preocupen de qué va a pasar después con el caso “Primera Línea”. No vaya a ser que alguien quiera investigar el rol de jueces y fiscales en la represión y la persecución política después del 18 de octubre. Urrutia presentó una querella por prevaricación en contra de “quienes resulten responsables”, es decir en contra de los ministros de la Corte de Apelaciones. Mal, mal. Además, tiene experiencia en la justicia internacional. Hay un problema ahí.
La fiscalía también quiere desembarazarse del asunto. Justo antes del inicio del juicio oral, ofreció una salida a los imputados: se obligan a no ir a los alrededores de Plaza Italia por un año y olvidamos el asunto. Suspensión condicional del procedimiento se llama eso. Seis aceptaron, pero no sin una nota graciosa. Dos de ellos trabajan o viven en la “zona prohibida”. ¿Qué hacer? La fiscalía no quiere más guerra y aceptó que no se manifiesten dentro del cuadrante designado.
Los demás acusados -sólo quedan 18 a estas alturas- van a ir a juicio oral en agosto. Allí se verá qué quedará en pie del caso “Primera Línea”.